Urán
Ilustración: Elizabeth Builes
Efraín Laverde, con su cara color zanahoria y sus orejas puntiagudas como las de los elfos escandinavos, corría a comprarle el chance a Rigoberto Urán cada que lo escuchaba ofrecer sus números: "lleve su chance, no se le esconda a la suerte, acá puede estar el futuro de sus hijos", voceaba el hijo de Doña Aracely. "Ese muchacho tiene ángel", pensaba Efraín mientras sacaba un billete de dos mil pesos para pagarle a Rigoberto, quien a los quince años tenía el pelo corto, estilo soldado, y andaba ahorrando plata para comprarse una bicicleta nueva, pues la que le había conseguido su mamá, un año atrás, era demasiado pesada y no servía para subir hasta Andes y Jericó.
A los catorce años el celebrado medallista de plata en Londres 2012 y subcampeón del Giro de Italia de este año sufrió una tragedia repetida en nuestros pueblos: un grupo de paramilitares asesinó a su padre cerca de la vereda El Hato, donde Rigo creció viendo recoger café y maíz.
Sufrió mucho, pero todo su dolor lo encubrió con esforzadas sonrisas para que la melancolía no acabara con los nervios de su madre: "amá, no lloremos que él está en el cielo, no lloremos que él nos va a cuidar desde allá y yo la voy a cuidar aquí", le dijo Rigo a su Aracely del alma cuando salían del sepelio de Rigoberto padre. "En este atrio lo conocí mijo, me enamoré de él inmediatamente", le contestó la viuda señalando el piso adoquinado del atrio de la Iglesia San José de Urrao, el pueblo donde alguna vez el joven ciclista del Sky soñó con ser policía mientras correteaba a sus amiguitos con una pistola de madera, sin gatillo y sin balas.
Después de enterrar a su progenitor Rigo y Aracely abandonaron El Hato y se fueron a vivir al pueblo. Los paras los buscaron días más tarde para pedirles perdón, pues el crimen contra el papá del niño "había sido una terrible equivocación". Los esbirros dejaron un fajo de billetes para saldar la cuenta: "estamos a mano", dijeron antes de irse. Rigoberto no prometió venganza, no se amedrentó. Tomó el dinero, lo regaló a la iglesia y empezó a ayudarle a su mamá en el asunto del chance.
Ya no quería ser policía sino ciclista, pues el ciclismo era el deporte preferido de su padre, quien le contaba las míticas hazañas de 'Cochise' y 'El Ñato' Suárez de camino al campo, todas las mañanas. Rigoberto, asombrado por aquellas historias, no dejaba de cuestionar a su padre: "papá, ¿pero todo eso que usted dice sí es verdad o se lo inventa?". "No mijo, eso es la pura verdad. Cochise, Ñato, 'El León del Tolima', Ramón Hoyos, todos esos gigantes atravesaban trochas, quebradas y hasta ríos en bicicleta. A veces llegaban ensangrentados a la meta, como Lucho en el Tour de Francia, ¿se acuerda, mijo?", le respondía el longilíneo campesino de ojos claros y pelo castaño a su hijo de greñas rubias y mejillas coloradas.
Rigoberto Urán, el padre, era un campesino silencioso, honrado, amoroso con su familia, discreto en las conversaciones, madrugador como pocos. "A las tres y media de la mañana ponía a calentar aguapanela y se tomaba dos tazas. Desayunaba y se iba para el campo. Esa era su vida", recuerda Aracely, quien se enamoró de sus serenatas de todos los sábados. "Era un buen hombre", recalca la señora, quien al ver que su pequeño hijo quería ser ciclista comenzó a ahorrar a escondidas para comprarle la primera bicicleta. Efraín Laverde, el viejo mecánico del pueblo, aficionado a las ciclas, fue su silencioso cómplice. "Doña Aracely, lo mejor es comprarla por partes. No se preocupe que yo se la armo", le aconsejo. Y así fue. Mientras Rigoberto recorría las calles del pueblo vendiendo chance, la mamá le entregaba a Efraín, gota a gota, los pocos pesos que tenía, hasta que juntó lo suficiente para comprar pedazo a pedazo una bicicleta Ramón Hoyos, pesada como una colección de yunques, pero hermosa.
"No recuerdo que día era, pero mi hijo llegó a la casa por la noche, cansado de trabajar. Me entregó las ganancias y se fue a recostar. Yo le dije: 'Rigoberto, venga y vea lo que le trajeron'. El niño, que pensaba que se trataba de una empanada de las que hacía doña Rosa, la vecina de la esquina, se paró saboreándose. Cuando vio que era una bicicleta se puso a llorar", cuenta Aracely, quien ese día lloró con él todas las lágrimas que no había llorado en el entierro de su esposo. Al día siguiente Rigoberto dio los primeros pedalazos de campeón.
Betancur
Ilustración: Matilde Salinas
Cuando era niño se miraba al espejo, y tras una minuciosa pesquisa de su rostro iba hasta donde estaba su madre, Piedad Gómez, y le preguntaba: "mamá, ¿y yo por qué soy rubio y de ojos verdes, como los príncipes de los cuentos, pero en la vida real soy pobre?". La mamá, una especie de Eugenia Grandet: tímida, sentimental, melancólica, se quedaba mirándolo y se reía a carcajadas. Carlos, quien apenas tenía seis años, le insistía mostrándole sus mechones de cabello casi dorado.
Carlos Betancur a veces iba a la escuela y a veces no. A veces se quedaba en el pueblo, en Ciudad Bolívar, observando a los pescadores en el malecón o brujeando a través de las puertas de los caserones, abiertas de par en par para espantar el calor. Quería una vida así: amplia, sin carencias, y con bicicletas. Pero no era posible. Su padre, Ignacio, quien había enamorado a Piedad a fuerza de silbar canciones de Roberto Carlos, era un simple trabajador del campo, del café, y cuando le sobraba tiempo iba de casa en casa ofreciendo sus talentos como mecánico, electricista y desyerbador. No había estudiado ni la primaria, aunque ganas nunca le faltaron. Tampoco Piedad, resignada desde niña a las labores del hogar, sabía lo que era la escuela. Eran pobres, como todos sus vecinos de la vereda El Manzanillo de Ciudad Bolívar.
Carlos llegaba todos los días de la escuela y se sentaba en el patio a comer los frijoles que su mamá le tenía calientes. Cuando terminaba, tomaba un palo de escoba, que en su imaginación no era ningún alazán galopante sino una maravillosa bicicleta de carreras, y le daba vueltas y vueltas al rancho donde vivían. Para él, esa era la Vuelta a Colombia, y siempre ganaba.
El niño no aguantó más y un día, aunque era consciente de las dificultades de sus padres, pidió una bici para Navidad. "Mamá, cómpreme una bicicleta que yo quiero ser como Lucho Herrera". El pequeño hacía la petición con lágrimas en los ojos y el corazón de Piedad no resistía.
Pero el Niño Dios no llevó ninguna bicicleta a El Manzanillo esa Navidad, y Carlos se deprimió a tal punto que no volvió a recorrer el rancho a lomo de palo de escoba. Se la pasaba jugando con sus carritos y ayudando a su padre en la recolección del café, labor que no apreciaba.
Piedad, como la Eugenia Grandet de Balzac, un día buscó las pocas monedas que tenía ahorradas y se las envió a una prima que tenía en el pueblo; le dijo: "Gabriela, le mando diez mil pesos, haga lo que pueda, pero cómprele una bicicleta a mi hijo. Yo le pago el resto cuando pueda".
Pasó medio año y la bicicleta no llegaba. Pasó una nueva Navidad y tampoco llegó. Piedad no le pidió explicaciones a su prima, siguió confiando. Un año más tarde, cuando Carlos estaba a punto de cumplir ocho años, la mamá recibió una carta de Gabriela. "Mija, ya la compré, y no se preocupe que no me debe nada. Yo también quiero mucho a Carlos. Se la mando en noviembre".
Piedad guardó aquel recado como el más fino de los tesoros. "Se la voy a guardar hasta diciembre", se dijo a sí misma mientras veía con recatada felicidad a su hijo, quien en ese momento estaba asoleando el café para salir a venderlo al pueblo.
Así, en un caluroso diciembre de 1998 el destino tocó a la puerta de Carlos Alberto Betancur Gómez. La noche del 24 la familia salió al pueblo para ver los festejos y escuchar la pólvora. Antes de las ocho de la noche ya estaban de regreso en su rancho de El Manzanillo. A Carlos le habían regalado una volqueta de plástico y una muda de ropa nueva. El pequeño se fue a la cama temprano. Los padres querían que viera la bicicleta al día siguiente, pero no se aguantaron las ganas y lo despertaron a las diez. "Mijo, mijo, ya llegó el Niño Dios, vaya mire lo que le trajo", le susurró Ignacio a Carlos, quien restregándose los ojos preguntó: "¿Pero el regalo no era la volqueta?". "No mijo, el Niño volvió, él no se olvidó de usted", replicó Piedad.
Carlos salió corriendo al patio y vio su bici, de marco azul como el cielo de Ciudad Bolívar y rines plateados. Se arrodilló, se puso a llorar, dio vueltas por el suelo, abrazó a sus padres. No lo podía creer. Fue una larga noche de llanto y de alegría en la casa de los Betancur Gómez, la mejor Nochebuena de sus vidas. "Cuídela mucho, mijo", le dijo Piedad a su hijo. Él le respondió: "mamá, no se preocupe, yo voy a ser ciclista y la voy a sacar de este rancho. Le voy a dar muchas alegrías".
Al año siguiente, en el campeonato infantil de ciclismo de Ciudad Bolívar, Carlos Betancur se coronó campeón. Había nacido otro glorioso "escarabajo colombiano".