Segundos después, cuando el hombre ya había avanzado unos veinte pasos, me di cuenta del error y sentí vergüenza, casi miedo. Le había vendido, sin querer, el encendedor gastado, el que mi mamá usaba para prender fuego a los cigarrillos menudiados. Dada mi escasa experiencia como mercader de la calle y mis también escasos nueve años, temí lo peor. No sabía si rogar que volviera pronto mi mamá de la tienda donde surtía la chaza y me ayudara a enfrentar la potencial furia del comprador si regresaba, o que llegara pronto el hombre sacudiendo con indignación el encendedor casi vacío y cambiárselo por uno nuevo sin que mi mamá se enterara de todo el rollo y me regañara como sabía hacerlo.
Así, toda confundida, me quedé sentada en el banquito de madera, con los pies colgando, viendo pasar buses por la Avenida San Juan. De cuando en vez giraba la cabeza hacia Carabobo con ganas y sin ellas de ver aparecer a mi mamá por entre los carros. En esas pasó con su carreta en contravía el vendedor de tomates, don Alirio, preguntó por mi mamá y le dejó conmigo una libra de tomate de aliño que ella le había encargado. A Ramiro, un muchacho embolador de zapatos, lo vi pasar de largo hacia el Parque Berrío. Me saludó de lejos moviendo la mano. Él solo arrimaba a saludar cuando tenía tiempo y no iba cogido de la tarde, pues según decía tenía que "abrir la oficina" a las nueve de la mañana. Pero creo que también se acercaba a la chaza de mamá solo por verla a ella.
No había pasado mucho rato cuando vi que volvía el señor de camisa negra con rayitas rojas al que yo había estafado. Llena de miedo giré la cabeza otra vez hacia Carabobo y como en un espejismo apareció mi mamá esquivando un automóvil y con dos bolsas negras en las manos. En ese instante sentí más alivio que terror; además, pensé entonces y pienso ahora, estaba en casa, digo, en mi territorio, era la chaza de mamá. Aunque estuviera en la calle, ese pedacito de centro era nuestro. Mamá llegó primero, me entregó una bolsa, y enseguida el hombre estuvo a su lado: "¡Vea la candela que me vendió esta culicagada!", dijo. "Bueno, jalándole al respetico señor. Tenga una nueva y disculpe pero a la niña me la respeta", le habló como ella sabía hablar cuando se ponía justa y brava. El hombre, que ahora era un niño regañado, mejor, un perro con la cola entre las patas, tiró el encendedor empezado sobre los turrones de coco, dio media vuelta y se fue.
A mí me regañaron, claro. Pero, para mi alegría, no me quitaron el placer de ir en los días de vacaciones a acompañar a mamá e incluso de volver a quedar encargada del negocio. El placer de vivir ese mundo que aún me gusta, que conozco y comprendo, esa vida en la calle armada con trozos de vida de cada vendedor, de cada luchador, de cada sobreviviente.