Número 46, junio 2013
OTROS CENTROS
En su clase de geografía
Ana María Mesa. Ilustración: Mónica Betancourt
  
 

Ilustración: Mónica Betancourt

     

Mi apartamento tiene vista al volcán. Creo que un buen porcentaje de manizaleños tenemos desde las ventanas de nuestras casas un paisaje similar. Construida como en escalones de coliseo romano, esta ciudad nos regala un poquito de “vista” a muchos de nosotros. Desde el balcón de mi apartamento veo el campo para donde sea que mire. La ciudad de 400 mil habitantes se acaba pronto; hay límites que se pierden en los quiebres de la topografía y el verde corta el paisaje con sembrados y ganado hacia todas las direcciones a menos de seis kilómetros de mi cama, de modo que me parece ver a Manizales desde la perspectiva del campo y no al campo desde la ciudad. La ciudad, ese montón de notarías, trámites, papeleo y formalidades que somos capaces de poner en la mitad de un terreno, donde ocupa un lugar diminuto al que le damos más importancia que a la cantidad de kilómetros cuadrados de campo que tiene alrededor.

El Volcán Nevado del Ruiz que desde el balcón veo inmenso no está tan cerca. Tal vez lo esté en línea recta, pero la Cordillera Central, con dos o tres quiebres montañosos entre él y nosotros, nos pone a salvo para poder admirarlo sin temor. Podemos tomarle fotos, ver hacia qué lado sale su fumarola y qué tanto crece durante el día, notar si amaneció con nieve o si el verano deja ver la montaña de piedra, reseca y partida. A veces pasan muchos días sin que el clima nos deje ver nada, y podemos suponer y hasta esperar que la nieve haya vuelto a bajar hasta donde hace años no baja, porque el planeta se ha calentado y cada vez le queda menos nieve al Parque Nacional Natural Los Nevados.

En 1984, cuando yo tenía diez años, se despertó El León Dormido. Un buen día al volcán, que permanecía como una montaña sola, le apareció una fumarola. El olor a azufre y la ceniza comenzaron a acompañar nuestros días. A esa edad uno no sabe nada sobre volcanes. La idea más cercana que tenía de un poblado con volcán la había visto hacía poco en una película vieja que contaba la trágica historia de los habitantes de Pompeya, sepultados y muchos de ellos preservados intactos por los efectos calcinantes de la lava de El Vesubio. Creo que la misma sensación de desconcierto, temor y novedad era compartida por toda la ciudad. No sabíamos qué podía pasar. En todas partes se especulaba, y recuerdo que una vez mi abuelita, haciendo vueltas de señoras, les dijo con mucha seguridad a las empleadas de un almacén de telas: “¿Cuándo han visto ustedes que un borracho vomite en el nudo de la corbata? ¡Jamás!”, y salió de la tienda orgullosa y feliz por tener un argumento ganador ante una discusión llena de suposiciones. No sonaba a cosa dicha por ella, y pensaba que la idea no le pertenecía, pero esa seguridad me llenó de confianza y me convenció de que la historia de Manizales no sería como la de Pompeya. Así transcurrían los días en esa época, nos dábamos fuerza a punta de hipótesis para convencernos de que podíamos seguir con la rutina de la ciudad.

Cuando el volcán hizo erupción yo estaba en quinto de primaria. Por esos días la ceniza ensombrecía todo, como si no cayera directamente sino que se quedara suspendida en el ambiente, flotando e impidiendo que entraran los rayos del sol. O tal vez tengo el recuerdo de un solo día nublado y quedé con la impresión de que así transcurrieron muchos meses. En el colegio teníamos asignado un salón chiquito que daba directamente a las canchas y al patio del recreo, como en las fincas que tienen esos cuartos sin baño que dan al cafetal, en los que uno siente que nunca está realmente adentro.

     

Comenzó la campaña del gobierno para informar a la comunidad. Hasta el Gimnasio Los Cerezos fueron a visitarnos unos geólogos de Ingeominas, quienes con un mapa nos explicaron que el colegio estaba en la “zona naranja que ven acá”. El mapa tenía dibujada toda el área de influencia del volcán. Ahí veíamos a Manizales como un punto grande en la zona de color amarillo pálido, y al colegio como un punto diminuto, señalado en un circulito adyacente a la zona roja que correspondía al volcán directamente: “pero tranquilas, que nada les va a pasar”. Eso sí, había que estar preparados para una eventual erupción. No se podían detener las clases, y si los temores llegaban a materializarse no iban a permitir que nuestros padres fueran por nosotras al colegio. Eso me contestó muy segura de sí misma una profesora, mientras yo intentaba imaginarme a mi papá obedeciéndole mientras llegaba a rescatarnos a mi hermana Julia y a mí. “Que se entienda con él”, pensaba yo.

De todas maneras había que estar preparados. La solución estaba escrita en una circular que nos pedía llevar al colegio, entre otras cosas, un sleeping o un colchón, linterna, pito, pilas, cobija, tapabocas y enlatados, todos los que pudiéramos comprar. No sé por qué el colegio permitió que cada una administrara sus provisiones, con lo que las salchichitas enlatadas y las lecheritas desaparecieron rápidamente mientras esperábamos lo peor. Si lo peor llegaba a ocurrir, nos iba a coger mal preparadas, porque nada de eso duró. La posibilidad de que el volcán hiciera erupción empezó a tomar visos de gravedad; sin embargo, las niñas del Gimnasio Los Cerezos, ubicado en la zona de influencia más cercana al volcán, no lo asumíamos con seriedad. Yo recuerdo haber pensado que eso no estaba pasando. No podía imaginarme dormida en ese colegio, abrazada a mi hermana, lejos de mis papás, separadas de ellos por algún daño serio en la carretera. Eso simplemente no nos podía pasar. Pero al mismo tiempo hacía planes sobre rutas de evacuación que solo tenían un paso claro: tenía que pasar primero por Julia, que estaba en otro salón.

Los recuerdos que tengo de los días previos a la erupción del volcán están llenos de luces de linterna que surcan el salón de clase. Cada alumna de quinto de primaria envuelta en una cobija, con el tapabocas puesto, jugando a los refugiados, en la mano que quedaba libre el lapicero, y los cuadernos sobre los pupitres llenándose con las notas que tomábamos de lo que íbamos alumbrando con la luz sobre el tablero.

Finalmente el volcán hizo erupción cuando estábamos durmiendo. Ese año no volvimos al colegio.

Luego llegaron las noticias de Armero, un pueblo que tal vez estaba en un área que parecía lejana de cualquier riesgo según el mapa de los geólogos de Ingeominas. La avalancha desatada por el deshielo del nevado nos hizo presenciar por televisión la tragedia que pensábamos imposible, bajo el supuesto de que nos iba a ocurrir a nosotros. Y vimos morir a Omayra Sánchez; y supimos luego la historia de los estudiantes de la Universidad Nacional que estaban allá en una salida académica y que, según dicen, se enloquecieron; y nos contaron que Elsa, la tía de unos primos, había muerto por un golpe en la cabeza cuando la avalancha levantó el carro en el que intentaba huir. Estaba con la familia con la que vivía; todos sobrevivieron menos ella.

Después de 28 años ya nos sentimos como veteranos de guerra. El volcán es un hermoso y viejo enemigo que se mira desde el balcón, que se admira, se teme y se respeta. UC

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