"El 45 por ciento de las personas a quienes atropellan en las calles de México los camiones, los autos de alquiler, los tranvías y aún los coches, son víctimas del nefasto vicio de la marihuana. En ocasiones el transeúnte carece del sentido de las distancias, porque sus células que corresponden a la localización, están embotadas por la hierba verde, pero con más frecuencia son los choferes y motoristas los que se hallan bajo el influjo del humo venenoso. Ni los primeros pueden defenderse de la acometida de los vehículos, ni a los segundos les importa una vida más o menos, pues voluntariamente se han puesto en un estado que los inhibe para la exacta ponderación de los valores morales. Así se explica el número aterrador de trágicos sucesos que manchan diariamente las calles de la metrópoli".
Las palabras anteriores encierran, en síntesis, la opinión de un prominente médico mexicano, especialista en el tratamiento de las intoxicaciones crónicas. Ahora bien, la opinión científica está de acuerdo con lo que ha revelado desde hace años la experiencia. Basta recorrer los barrios bajos de la capital durante las primeras horas de la noche, o asomarse a los centros del vicio, para comprender que entre todos los excitantes del sistema nervioso -alcohol, cocaína, éter, opio y marihuana (cada día más difundidos entre nosotros)- es el Cannabis indica el que causa mayor número de irreparables desgracias.
Lo más grave de todo es que el uso de la yerba maldita, que antaño era exclusivo de los soldados, los presos y las gentes de más humilde condición social, ha ganado hoy a la aristocracia: son incontables los jóvenes de familias honorables, los fifíes y los mimados de la riqueza que se envuelven en el manto de esa "dama de cabellos ardientes"- para emplear la expresión de un poeta - y que sacrifican a esta deidad sus más bellas energías, a trueque del engañoso bienestar que ella suele dar y de las mórbidas visiones que pone ilusoriamente ante los ojos de sus víctimas.
El martirio de las serpientes
Pero los más antiguos fumadores de la hierba nociva sostienen que las visiones plácidas son raras, y que, después de usar varias veces el diabólico excitante, ya no se ve ni se oye nada especialmente grato; los sentidos pierden su virginidad y acaban por embotarse aun bajo el apremio del Cannabis indica. Lo que los marihuanos inveterados busca, es una especie de insensibilidad acompañada de risas frecuentes. Olvidan todo deber: olvidan a sus parientes enfermos, a sus acreedores, a sus jefes; ni el bien ni el mal y tiene para ellos significación precisa; realmente, no hay bien ni hay mal: no hay sino formas descoloridas y pasajeras de la existencia, que no valen la pena de un esfuerzo, de un ímpeto, de una alegría verdadera. Todo es tan simple que apenas puede hacernos reír…
Y el marihuano, ríe, ríe, ríe…
Entre tanto, el semblante ha adquirido una palidez cadavérica: los ojos se han empequeñecido y están luminosos y rojizos; las manos tiemblan ligeramente, y empieza a manifestarse el demonio interior de la víctima.
Porque -y este es dato importantísimo- el humo de la hierba grifa tiene la rara virtud de hacer que brote a lo externo, por medio de impulsos incontenibles, aquello que constituye la parte mala del individuo. El beodo o tiene a ello propensiones, clama por el tequila o el coñac; el que es libidinoso, quiere entregarse desaforadamente a la satisfacción de sus anhelos de concupiscencia carnal; el que se cree valiente se torna agresivo; el sanguinario quiere herir, matar, destrozar; el ladrón tiende la mano sin escrúpulos a cuanto haya cerca de sí…se está en el dominio de Satanás y los ocho pecados capitales (porque para el grifo son ocho) conducen a la víctima a montañas de tentación desde las cuales le enseñan orgías frenéticas, lagos de sangre y montañas de oro ardiente.
Ya en este estado del envenenamiento, empiezan los dolores causados por las alucinaciones. El marihuana cree que lo amenazan con agudos puñales; ve que se acercan a robarle; cree advertir que la cabeza de algún ser querido –la madre o el hijo- danza, chorriando sangre en torno de él; imagina que lo han encerrado en lúgubre caverna, o bien siente que su cuerpo está ceñido de serpientes que clavan dardos metálicos en sus pobres carnes inermes. Dante no pudo imaginar nada más pavoroso.