Cuando uno ve la gran valla de doce metros largos de anchura recortada contra el cielo azul, en una panorámica con una honda perspectiva en policromía, se siente viviendo de veras en un país serio, y casi, casi, se dijera del primer mundo… O en todo caso, en un país mejor del que cuentan los benditos periódicos.
En la valla, si la memoria no me es infiel, porque la tristeza machaca el recuerdo y uno no sabe bien si la soñó, se ve una tractomula poderosa en primer plano, surgiendo serena hacia la tercera dimensión, sobre líneas bien trazadas como las de las autopistas del primer mundo, entre cuyos claros queda espacio suficiente para que un pequeño grupo de automóviles familiares se desplace, es un decir, hacia nosotros, con una sonrisa de faro a faro, como si los automóviles también disfrutaran del paisaje.
En el horizonte de la valla, como un adorno anacrónico, un grupo de árboles falsos pero hermosos como los que pintan siempre los paisajistas, parecidos a nubes desfallecientes, sirve de base a las mayúsculas orondas que indican, infladas de orgullo legítimo, que estamos en la AUTOPISTA DEL SOL. Y a continuación, en bajas, están las especificaciones de la magna obra, como dirá el ministro de transporte cuando la inauguren: unas fechas, la del comienzo y la del final prometido del carreteable, el dato de un contratista con el número de su licencia y, en fin, lo usual en estos casos: el número de una interventoría y las señas del contrato y el crédito de los que financian la obra: el ministerio y la alcaldía y el departamento. Ni usted ni yo figuramos, aunque pagamos impuestos.
Y sí, uno se siente viviendo en un país del primer mundo, en un país transparente, donde todo está a la vista… hasta que sobrepasa la valla, y la deja atrás, y enfrenta la realidad monda y lironda, y se acuerda de cuando era treinta años menor y la autopista del sol ya era una promesa aunque no se llamaba todavía AUTOPISTA DEL SOL, sino, con más modestia, la autopista Medellín-Bogotá. Y uno todavía podía entrar al zoológico de Pablo Escobar a contemplar los casuarios posando para los fotógrafos y los lánguidos camellos de elásticas cervices y los resollantes hipopótamos en sus pardas lagunas como los leviatanes de Job que no se mosquean aunque les llegue un Jordán al hocico.
Mi hijo mayor era todavía un niño cuando ya estaban haciendo la autopista. Y cuando se hizo un hombre, siguieron haciendo la autopista, ni más faltaba. Y ahora que me convirtió en abuelo, ahí le siguen trabajando, trabajando, despacio pero sin desfallecer –constancia no nos falta–, como dicen que se hace en los países serios.
Me acuerdo cuando iba con mi hijo, un niño todavía, por los lados de Tobia, en plan de comprar una finca porque por allí iba a pasar el atajo que desde las goteras de Bogotá caería sobre el río Magdalena. Y recuerdo que había una gran piedra en la entrada de Tobia. Y recuerdo el aviso que explicaba cómo era que íbamos a tener acceso a Puerto Salgar, desde Tobia, evitándonos las cuestas del Alto del Trigo y el descenso hasta Honda desde el Alto de la Mona, que además, dicho sea de paso, y ya que estamos de camino, me admiró siempre con sus abismos traslúcidos sobre el valle por donde el Magdalena traza sus curvas de oro por la mañana, se estira en meandros cobrizos y pesados al mediodía, y al final del crepúsculo repta con escamas de ceniza en un lecho de miel.
Y mi hijo era un niño. Y allí sigue el aviso con sus explicaciones, y la misma piedra, ahora amarrada con una cinta de plástico amarillo que no sé cómo no se ha reventado bajo el peso de la mole. Y entonces uno sabe que a pesar de la valla, no vive en un país serio. Porque no puede ser serio un país que amarra las piedras con una cinta de polietileno para que no se vayan detrás de los contratistas que se robaron tres veces la plata del desvío que nos llevaría, que nos hubiera llevado ya, en un país serio, y que quién sabe cuándo nos lleve en un país grave, hasta Puerto Salgar o La Dorada, salvándonos de las cuestas del Alto del Trigo, plagadas de montallantas y de lavaderos de tractomulas y de ventorrillos de cucas y de leche cortada, y en fin y sobre todo, de curvas, curvas y curvas estrechas, ciegas, resbalosas, que te hacen desesperar mientras intentas adelantar una tractomula o una serie de tractomulas que se abren y aceleran para que no pases.
Retumbantes, con sus potísimas trompetas estentóreas, obstaculizándote el paso cuando podrían ser más gentiles. Rugientes y llenas de alardes y a veces con un perro en la trompa.
De cuando en cuando, para ser justos, un tractomulero hace lo que se debe hacer para que uno pueda sentir que vive en un país serio, y disminuye la velocidad y se aparta un poco para que uno pase, y hasta nos hace señas para ayudarnos a sobrepasarlo con seguridad. Pero no es lo usual. Lo normal es lo contrario. Es decir, que la tractomula, o el tractomulero, porque las tractomulas son inocentes hasta donde cabe suponer, se abra cuando uno podría pasar para que no pase mientras hace sonar amenazante la preapocalíptica trompeta, la atípica trompeta típica, sicalíptica, de tres bocas esdrújulas, que despluma con su vozarrón las garzas en los potreros y mata los pichones de los palomares en sus oscuras cáscaras y deshoja los libros del sistema digestivo de las vacas y nos obliga a pensar que no, que a pesar de la valla del primer mundo la carretera sigue siendo del cuarto, desordenada, ruidosa e insegura, y que la autopista del sol quizás jamás se acabará de construir porque cuando lleguen a Cartagena el siglo que viene, con mucha probabilidad se habrá hundido por la punta de Bogotá.
La última vez que fui a ver la famosa valla para consolarme con su contemplación y soñar que vivo en un país serio, vi un hombre con un overol amarillo, que además le quedaba grande, barriendo la berma con una escoba de barbas verdes que además le quedaba chica. Ni una draga, ni una retroexcavadora ni una cuchilla Caterpillar arrastrando el mordisco de una barranca, ni una apisonadora ni gran movimiento de asfalto, como uno supone que debe suceder en los países serios, sino un hombre de cuarenta años derritiéndose bajo el sol, metido en un overol enorme y barriendo una berma con una escoba. Y cómo se puede, me dije, abrir una autopista del sol a escobazos. Eso ni siquiera en un país garciamarquiano.
Y quién podrá decirme cuántos reajustes han pactado los contratistas de ahora. Y quién asegura que no se van a escapar como los de antes. Y cuándo dejarán de circular por la gran Autopista del sol las filas infames de tractomulas que dejan huellas oscuras en el asfalto caldeado por el sol tropical, relevadas por los trenes. Porque en un país serio, pienso yo, que no soy ingeniero, habría menos tractomulas y más trenes, trenes capaces de arrastrar cada uno la carga de sesenta tractomulas con menos aspavientos, como en los países que se respetan. A propósito, ¿recuerda el lector quién se nos robó los trenes? Porque en un tiempo, según mis memorias, el país tuvo trenes. Unos trenes tercermundistas de carbón, pero trenes con todo y todo.
Pero en fin. A pesar de la valla uno sabe que no está viviendo en un país serio. Y para no morirse de tristeza, se dice que de cualquier modo, porque nada es eterno, ni siquiera la desidia aunque es remolona, sus nietos verán por fin el día en que quiten la piedra amarrada con polietileno en la entrada de Tobia, y cuando desemboque en el río la famosa autopista del sol, así, con minúscula esta vez, porque francamente, mientras hablo de estas autopistas nuestras de cuarenta kilómetros por hora, vel. max., siento rabia y desprecio, mezclados con la melancolía de vivir en un país tan poco serio cuando hubiera podido nacer en Jauja.
A propósito, un amigo me hizo un chiste flojo hace años. ¿Vos sabés, me preguntó, por qué llaman tractomulas a las tractomulas? Y yo le dije, no, no sé, pues no sabía. Y él me dijo: porque tienen motor de tractor… y están conducidas por una mula. Pero mi amigo, q.e.p.d., era un hombre negativo y mordaz. Y es obvio, de cualquier manera, que algunas tienen motores más pequeños.