Número 114, abril 2020

Once digresiones sobre Moldavia

Sebastián Gómez. Fotografías por el autor
 

Fotografías Sebastián Gómez

Uno

La primera vez que oí hablar de Moldavia, confieso, y no sin cierta vergüenza, fue en el año 2004, en las clases de un profesor de la Universidad Nacional de Colombia (sede Medellín). Cuchilla y ametralladora al mismo tiempo, se apellidaba Patiño y dictaba el curso de Historia VI, es decir, historia del largo siglo XX (1898-2001). Patiño, cuya velocidad verbal era directamente proporcional a su erudición, dijo en una de sus clases algo que jamás olvidaré: “Albania, Armenia, Bosnia, Serbia, Montenegro, Moldavia, Ucrania y Bielorrusia, eso no es Europa, eso no existe. La gente llora por París o Berlín, por Londres o Viena, pero jamás los vamos a ver chillando por los brutales cataclismos de la guerra en Minsk, Chisináu o Sarajevo”. ¿Chisináu? ¿Eso es capital de qué país? Sin embargo, la segunda vez que oí de Moldavia, también lo confieso, fue gracias a Irina, uno de los personajes terciarios (¿o cuaternarios?) de esa París tan curiosa que pinta el escritor colombiano Santiago Gamboa en El síndrome de Ulises. Y la tercera vez que oí de Moldavia fue por un muchacho que conocí en Highland Park, hoy un suburbio chic de Los Ángeles, en una fiesta en la casa de un amigo. El muchacho se llamaba Alex, y era un moldavo emigrado a California con su familia desde muy niño. Un gringo, pues, pero que, como suele ocurrir allá en USA, evocaba con mucho orgullo su origen eslavo: “I’m from Moldova, where I learned to play the piano”, me dijo después de varios tragos de mezcal. Buena gente el man, la verdad.

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Dos

En Madrid, donde vivo últimamente, un día de diciembre de 2019 pedí un Uber. Para mi sorpresa no me recogió ni Germán Darío ni Luis Carlos ni John Elkin, porque Uber en Madrid es un monopolio de quindianos, risaraldenses, caldenses y algunos antioqueños. El que me recogió fue otro conductor, un rumano de quien no recuerdo el nombre. En un español cuasi perfecto, como el de la mayoría de los rumanos que residen en Madrid, me dijo que era nativo de Afumati, un poblado cercano a Bucarest. Le dije que yo quería conocer Moldavia, que me intrigaba mucho ese país, que tenía, por así decirlo, la necesidad de viajar allá. Pues su reacción, dándole golpecitos al timón del Toyota Pryus que manejaba, fue más o menos adversa: “¿Por qué quiere ir usted allá? ¿Cree usted que Moldavia es algo bueno, señor?”. Yo no supe qué contestarle, pero él prosiguió: “Moldavia es un país de gente corrupta y mala, la gente roba mucho. Mi cuñado tenía un camión y fue asaltado en Moldavia. Y cuando fue a pedirle ayuda a la policía le dijeron que ellos no creían en los rumanos, porque dicen que somos un país de corruptos”. Honestamente no sabía qué decir, si arrepentirme o decirle que tenía razón, que yo me unía al dolor de él y su cuñado y que los moldavos eran malos y corruptos. El caso es que llegamos, le pagué, y antes de bajarme remató: “Piense bien si quiere perder su dinero en Moldavia. Si yo fuera usted me iría para Ámsterdam o Budapest”. Mil gracias por los consejos, señor, lo voy a pensar. Le comento todo lo que me ocurrió a Camille, una querida amiga francesa, quien frunciendo el ceño me dice: “¿Moldavie? Ah, sí, recuerdo que allí ocurre una historia de Tintín —el cómic belga autoría de Hergé—, ¿y para qué vas a ir allí?”. Pues para conocer, le respondí.

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Tres

Madrid-Frankfurt-Chisináu, mi itinerario. Despegando desde la T2 de Madrid hasta Frankfurt hay dos horas y media. Y de Frankfurt, cuyo aeropuerto es estúpidamente gigantesco, a Chisináu, hay tres horas: siete horas de viaje considerando todos los (malditos) rituales aeroportuarios. Llegué a Chisináu el jueves 5 de marzo a las 13:30. El avión, con muy pocos pasajeros, era un Embraer (¡que viva la industria aeronáutica de Suramérica!) de esos medianos, sin pantallitas para ver películas ni puertos USB. Aderezado únicamente con revistas en inglés, ruso, rumano y alemán. Llegué. El aeropuerto de Chisináu es un aeropuerto muy decente, como el de Pereira o Bucaramanga, a unos once o doce kilómetros del centro de la ciudad. Cuando aterricé el día estaba nublado, grisáceo, había llovido y se sentía frío. Todo es muy plano, y el gris con sus matices ahí, en el cielo, en el horizonte, en la atmósfera. Pisé Chisináu, la capital de Moldavia. Lo primero: “All Passports” / “UE Passports”. Uno no tiene piroba idea, pero la Unión Europea es un embeleco de los países objetivamente ricos que sostienen a los “media tabla”, mejor dicho, a los pobres cultural e históricamente importantes, países con ciertos desarrollos agropecuarios e industriales y en buena parte consolidados en el sector de los servicios, donde el turismo es un rubro más que primordial. Moldavia es un país europeo, pero que nunca ha sido parte de la Unión Europea, ni del “espacio Schengen”, ni de la “Eurozona”, ni de nada. Aunque en su gran mayoría su población es católica y blanca (blanquísima), así como su lengua es indoeuropea y los moldavos se presentan como participantes de Eurovisión, Moldavia es un límite, una frontera desde muchos puntos de vista. Geográficamente se ubica entre Rumania y Ucrania y tiene una exigua costa que no supera el kilómetro de largo a orillas del mar Negro.

Cuatro

Hago la fila en inmigración. Solo somos tres extranjeros entrando en ese vuelo a Chisináu. Una alemana, un español y yo. Pasé a la taquilla. Naturalmente se imaginarán lo que todos los colombianos suponemos siempre al llegar a cualquier aeropuerto del mundo, y a veces hasta en los aeropuertos de Colombia. Desde 2018, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia ajustó un acuerdo con la República de Moldavia para que los colombianos no requirieran un visado previo para ingresar al país. Y bueno, esto es una especie de alivio, aunque en Moldavia, según la información oficial de la cancillería colombiana, hay un cónsul honorario de la República de Colombia, al parecer un señor moldavo apellidado Comanac, que oficia en la capital. Me pregunto en qué empleará ese caballero su tiempo laboral, qué dirá en los reportes que envía a Varsovia o a Bogotá. ¿Habrá disertado alguna vez en su extenso tiempo libre sobre los tres colores que coinciden en los pabellones nacionales de Moldavia y Colombia? Es curioso, en términos geopolíticos la Embajada de la República de Colombia en Varsovia (Polonia), región considerada como “Centroeuropa”, es la agencia gubernamental que se encarga de todas las relaciones bilaterales y casos de interés de ciudadanos colombianos en Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Moldavia, Rumania y Ucrania. Una locura, básicamente por el tamaño de esa jurisdicción, y por eso, haciendo la fila para pasar a la taquilla, me asaltó uno de aquellos pensamientos negativos, típicamente colombianos: ¡Marica, donde no me dejen entrar qué hago! Pensé en Adam, un querido amigo polaco que hice en Madrid, y le avisé de inmediato por Whats- App para que me echara la mano con la embajada colombiana en Varsovia en caso de que algo saliera mal en mi viaje. Él, como abogado, sabe moverse bien por los laberintos burocráticos y, simpatiquísimo como es, me dijo que claro, que con mucho gusto. Una vez Adam me contó que un amigo y coterráneo suyo estuvo en serios aprietos en Rumania a causa de una infracción de tránsito. El infractor buscó ayuda en la embajada de su país en Bucarest y todo se solucionó cuando el cónsul polaco que intercedió en el embrollo le obsequió al policía rumano una botella del mejor vodka producido en Polonia. Sin embargo, yo no podría salvarme así de fácil en caso de inmiscuirme en algún entuerto delicado. Por mí no vendría a salvarme nadie desde Varsovia y menos apertrechado de una media de aguardiente o una bolsa de Supercoco. En la taquilla una funcionaria que bien podía ser Miss Moldavia 2020-2021 —hay que ver la inmoderada belleza de algunas eslavas pelinegras— me recibió el pasaporte y se quedó mirándolo fijamente en no sé qué página, sin parpadear, como quien ha advertido algún error. Leí sus labios y creo que musitó “Colombia”. Acto seguido sacó una hoja tamaño carta plastificada donde se veía impresa una lista hecha en un cuadro de Excel. De un momento a otro asintió, cogió un sello de goma y lo estampó en mi pasaporte. Creo que me dijo Salut, que en rumano quiere decir “bienvenido”. Estoy oficialmente en Moldavia, ahora sí. Un policía me da un papel en el cual todo me resulta ilegible, a excepción de un logotipo acompañado de la leyenda “World Health Organization”. Se trataba de una advertencia sobre el Covid-19, justo tres días antes de que las alarmas europeas se sincronizaran para explotar.

Fotografías Sebastián Gómez

Cinco

Conmigo llevo doscientos euros, pero debo cambiar de divisa. Lógico. En un local en el aeropuerto me cambian los euros y me dan un apetitoso fajo de billetes de doscientos lei, el dinero moldavo. Son billeticos pequeños a la manera de Monopoly, donde la cifra va a acompañada de la leyenda “Banca Nationala A Moldovei”, todos con la cara de un señor bigotón que mira al infinito luciendo una corona, una efigie propia de la Baja Edad Media: es Stefan cel Mare, Esteban el Grande o Stefan III, soberano del Principado de Moldavia que vivió entre los siglos XV y XVI, gobernando hasta 1504, año en que de la mano del islam el creciente poder otomano sometió al principado. De repente me doy cuenta de que detrás de mí hay cinco personas, todos con chalecos verdes. Cada uno me dice “taxi, taxi, taxi, taxi”. “¿Do you speak English?”, le pregunto a uno, pero todos dicen: no, no, no, no. “¿Ou français?”. No, no, no, no, no. Ay, marica. Confieso que me preocupé, porque pensé que fácilmente me iban a estafar. Lo que llamamos Tercer Mundo sí cuenta con un rasgo fundamental: la sensación de inseguridad. La idea de que algo malo nos puede pasar, una desgracia, una catástrofe o una calamidad, pero claramente propinada por otra persona. Yo soy del Tercer Mundo, de uno de los países más inseguros del orbe y nativo de Medellín, ex capital mundial del hampa, por eso siento que estar muy alerta no es suficiente para evitar una tumbada en otro país, y peor, en otro idioma, que aunque morfológicamente (como ocurre con todas las lenguas romances) guarde cierto parecido a mi lengua materna, no deja de ser una cosa muy enrevesada cuando se lo oye hablar.

Seis

Fotografías Sebastián Gómez

Mi alojamiento es un pequeño apartamento en un barrio bastante central: Telecentru, donde se encuentran gran parte de las embajadas de otros países. Mi embajada vecina es la de Corea del Sur. Max, mi casero, un ateniense que vive de la renta de diferentes apartamentos por AirBnB en Chisináu, me explica que todo es muy tranquilo, que no hay que temer, que aquí no roban celulares ni cámaras y que tampoco secuestran; que la gente es callada y que siempre parece triste, me asegura. Yo le digo que muchas gracias, que lo llamaré por cualquier eventualidad. Llego al apartamento en la strada Mihail Kogălniceanu 24. Para mi sorpresa me entero de que Mihail Kogălniceanu, un patriota rumano de mediados del siglo XIX, hijo de un aristócrata moldavo, no solo fue un político y letrado prominente, sino que además había estudiado en la Universidad de Berlín de la mano de Savigny, Fichte y de Leopold von Ranke, uno de los historiadores más prestigiosos del siglo XIX. No por nada Kogălniceanu solía decir que “un año que pasé en el exterior expandió más mis horizontes que diecisiete años en Moldavia”, y es que de hecho en la capital prusiana también se había codeado nada menos que con Alexander von Humboldt y con el célebre jurista Eduard Gans. Autor de obras monumentales sobre historia de Valaquia, Moldavia y los valacos transdanubianos, además de un tratado de historia y cultura del pueblo gitano, Kogălniceanu se convirtió en un liberal reverenciado y en una figura decisiva para la sensibilidad nacionalista de Moldavia: “Ama y sirve a tu país, no importa cuán pobre o pequeño sea”, era una de sus frases predilectas, una suerte de premonición vista desde hoy. Todo es muy silencioso y el cielo sigue gris. Veo el asfalto de la calle agrietado y con huecos, “ese inequívoco detalle tercermundista”, como dice un querido amigo. Doy una vuelta a la manzana y me atropella la imagen de un coche antiguo para bebé al costado de una casa vieja. Telecentru es como estar en la colonia Roma Norte de la Ciudad de México, pero con una apariencia decadente. La arquitectura es señorial, pero de cemento y algo de piedra. Los árboles no tienen hojas en esta temporada y se oyen graznidos a lado y lado de la calle. Son cuervos, y abundan por todas partes haciendo de Chisináu una postal de lobreguez. Uno de los hitos principales del barrio es el Cimitirul Central, Cementerio Central, de la ciudad. Me pareció tan triste que no me animé sino a dar un fugaz paseo observando lápidas de militares con inscripciones en alfabeto cirílico. Camino por una calle muy larga buscando una tienda o algún lugar para sentarme a tomar algo y comer cualquier cosa. Todo cerrado más o menos en setecientos metros a la redonda a pesar de ser jueves. Pasan carros despidiendo esmog espeso y troles con gente comprimida. Encuentro un minimercado. Tengo que comprar agua y algo de comer. Hay muchos enlatados, carnes y pescados secos. En la sección de alimentos “frescos” nada se ve muy apetitoso. Hay pescados que nunca había visto, salados y ahumados, traídos del mar Negro. El hambre me acecha y recuerdo las exquisiteces que puedo comer a diario en cualquier bar de Madrid. Quizás la comida, su calidad y su presentación, reflejen detalles del carácter de las sociedades, pienso. Termino por comprar algo parecido a un chuzo de pollo, pero frío. “¿Sorry, do you speak English?”. No, no, no, no. ¿Esto me lo podrán calentar en algún microondas? Nadie en el mercado, ninguno de los empleados o empleadas, me supo responder mientras se miraban entre sí. ¿Qué pensarán? Pago con los billeticos todo lo que cogí. En euros fueron 1.35, casi seis mil pesos colombianos. Moldavia, qué duda cabe, es un país muy barato.

Siete

No deja de ser curioso que esta sea una ciudad de bloques, altos edificios de concreto sin mantenimiento y despintados. Me acerco a la portería de uno de más de quince pisos y no hay recepción. Para rematar el ascensor no parece funcionar, toda una desgracia para los que viven en los pisos altos. En las fachadas se ve ropa extendida en cuerdas. No hay gente en los balcones ni asomada por las ventanas. Pienso en los edificios de Medellín y en esa actitud tan iberoamericana de estar mirando desde la casa hacia la calle, haciendo de los balcones panópticos privilegiados para enterarse del mundo local. Uno podría decir que esta es la capital de un país humilde, muy a pesar de los BMW, Mercedes- Benz y Audi que ruedan por sus calles ahuecadas. De acuerdo con una sentencia del Banco Mundial, Moldavia es “una economía pequeña de ingresos mediano-bajos”. Comparativamente hablando, este país de 3.5 millones de habitantes cuenta con un Producto Interno Bruto inferior al de cualquier otro país europeo. En síntesis, Moldavia es el país más pobre de Europa. Niveles incipientes de adelanto agropecuario, industrial y de servicios hacen de este país un lugar con pocas perspectivas de desarrollo estable, aunque según cifras del Banco Mundial la economía ha crecido varios puntos durante los últimos dos años. El vino, hoy por hoy, es uno de los productos nacionales que se exportan principalmente a los mercados rusos, rumanos y alemanes; un negocio en el que curiosamente también incursionaron con éxito varios países de esta parte de Europa, especialmente Georgia, que se ubica frente a Moldavia al extremo oriental del mar Negro. Por cierta curiosidad etnográfica visito la Piaţa Centrală, el mercado popular de la ciudad donde venden desde repuestos para carros y bicicletas, hasta carnes, frutas, verduras y animales vivos como gallinas, marranos y conejos. Allí se percibe sin duda alguna aquello que normalmente se conoce como el “subimperialismo ruso”. Rusia, ese país cuya densa imagen casi siempre está mediada por las ideas que nos legaron sus grandes literatos y, cómo no, por la propaganda antisoviética made in USA, está presente en varias facetas mercantiles de la economía de Moldavia. Desde los carros, pasando por las leguminosas, las chocolatinas y hasta el vodka de todas las calidades.

Fotografías Sebastián Gómez

Ocho

En Chisináu es difícil ver puentes peatonales. Los cruces de las avenidas grandes, que son pocas, sobre todo cuando hay entronques que forman cuatro esquinas, son subterráneos, galerías que se adecuaron como almacenes comerciales haciendo de estos cruces unos pequeños “sanandresitos” —perdón por la analogía— donde hay papelerías, pequeñas cafeterías, baños que cobran de acuerdo con la necesidad manifiesta del cliente, tiendas de mascotas y hasta un almacén con suvenires de Moldavia. Banderitas, croquis con imán coloreados de azul, amarillo y rojo, los colores de la bandera, y estatuillas del rey Stefan III. Me pregunto cuántos turistas estarán hoy, así como yo, caminando por el centro de esta curiosa capital. No he visto a nadie con cámaras ni mirando desprevenidamente el entorno con planos de la ciudad en la mano. No hay, como en gran parte del mundo, los omnipresentes japoneses tomándole fotos hasta a su propia sombra. Me inquieta ver un par de personas de apariencia asiática, lo que razono por la forma de sus ojos, pero los oigo hablar rumano o ruso. Lamento no diferenciar la lengua. Me percato de que en Moldavia y en gran parte de la Europa oriental este fenotipo humano también está presente, y pienso en Vladimir Ilyich Lenin, quizás el más emblemático de todos los rusos del siglo XX, un hombre de innegables orígenes eurasiáticos. En diferentes momentos el territorio que corresponde a Moldavia estuvo bajo la ocupación de griegos, romanos, mongoles, turcos, bizantinos y posteriormente rumanos a su vez obedientes al Kremlin, dominio que al igual que en otros países de Europa oriental cesó con la caída del Muro de Berlín y la disolución de la URSS en 1991. Estas circunstancias políticas, pero también civilizatorias, permitieron que en el país coexistieran desde siglos atrás católicos ortodoxos con las minorías musulmanas herederas del expansionismo otomano: musulmanes blancos de orígenes eslavos y mediterráneo-orientales, mestizos étnicamente lejanos de los pueblos árabes. Se trata de una nación joven. Yo soy mayor que ella.

Nueve

En Moldavia el rumano es la lengua nacional, aunque el ruso es una suerte de segunda lengua suficientemente arraigada, no solo por temas que van desde la educación básica de todos los moldavos en consonancia con la pesada influencia rusa, sino también por la alta presencia de ucranianos de todas las condiciones que huyeron de las estrecheces económicas que ha experimentado por décadas su país y que hoy residen en Chisináu. Una señora ucraniana, comerciante de antiguallas soviéticas en un pequeño mercado del centro, me explicó en un inglés rudimentario que hay moldavos que dicen que su lengua no es el rumano sino el moldavo. Dicen —me asegura— que hablan una lengua propia, pero es una lengua que no existe, y que lo hacen simplemente por un rapto nacionalista que evidencia cierto resentimiento hacia Rumania. Sin embargo, en el país pueden oírse otras variantes dialectales, especialmente en las áreas fronterizas y ambientes rurales donde se habla hasta búlgaro, ucranio y gagauzo. La señora me agrega que en ocasiones los ucranianos son mal recibidos en Chisináu y que no han faltado episodios de xenofobia, algo que en estos tiempos también se extiende por toda la Europa oriental hacia los bielorrusos. Me resulta imposible no pensar en los venezolanos que hoy pueblan toda la América Latina. En Chisináu hay ucranianos vendiendo flores, manejando Yandex Taxi (el Uber local), atendiendo negocios o mendigando. Sobre la avenida Stefan cel Mare, la principal de la ciudad, en dirección al norte, un contingente de hombres en silla de ruedas suplica por dinero. Noto que varios de ellos no tienen una o las dos piernas. A otro le falta un brazo. Me acerco para darle un billetico a uno de ellos, pero no me atrevo a preguntarle por su condición. Esa misma noche, en un bar de rock del Telecentru —donde el barman me explica que el vodka que no entra suave no es vodka— me uní a un grupo de gente que estaba bebiendo. Varios hablaban inglés y francés y aproveché para preguntarles por los hombres en silla de ruedas. Me explicaron que muchos de ellos son exmilitares, tanto ucranianos como moldavos, antiguos combatientes en la Guerra de Chechenia que luego de quedar lisiados combatiendo del lado ruso jamás tuvieron indemnización alguna.

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Diez

Cada país es particular en algún sentido. Es natural apenas que un Estado- Nación de poco más de treinta años adolezca por cuestiones limítrofes, más cuando las persistentes moscas de la injerencia soviética todavía se posan en la superficie nacional. En el bar que visité conocí a Pietr, un muchacho de veinticuatro años que, a su manera y en buen inglés, me explicó el drama que se vive en Moldavia por los asuntos irresueltos de Transnistria, una pequeña entidad territorial geográficamente replegada a la frontera con Ucrania y poco menor en superficie a nuestro departamento de Risaralda, cuyos amagues separatistas mantienen encendidas las alarmas tanto en Moldavia como en Ucrania y, desde luego, en “La Gran Madre Rusia”. Reconocido como Estado independiente y soberano solo por tres países de la ONU, Transnistria todavía ostenta en su pabellón nacional aquel logosímbolo ya proverbial que suele evocar polémicas no menores: el martillo y la hoz entrecruzados. Por cincuenta euros se organizan desde Chisináu pequeños paseos a Tiráspol, la capital de la autoproclamada república. Me dicen que muy poca gente va, y quienes se animan lo hacen motivados por observar y tomarse fotos con la infraestructura civil soviética y los gigantescos monumentos apologéticos que representan a los peces gordos del Kommintern. Sin embargo, los viajes a Tiráspol también se efectúan dado que la misma vía conduce a Odesa, ciudad a orillas del mar Negro y capital playera de Ucrania. Yo mejor no me ilusiono con esa ciudad, porque los colombianos necesitamos visa para entrar a ese país. Algo que no dejó de parecerme curioso es que, si bien Ucrania nos solicita visa, Rusia nos permite el ingreso por noventa días, pero al mismo tiempo, “La Gran Madre Rusia” les exige visados a polacos, checos, nortemacedonios, lituanos y rumanos. ¡Qué vuelta!

Once

En Chisináu es verdaderamente sorprendente el número de agencias que se encargan de trámites personalizados para solicitud de pasaportes y visados para viajar al exterior. Al no ser parte de la Unión Europea Moldavia es un país muy vulnerable y altamente dependiente de remesas enviadas desde Rusia, o desde los destinos migratorios más codiciados por los moldavos que se dedican a todo tipo de actividades económicas en Alemania, Francia, Holanda y, curiosamente, también en Portugal. Esto último explica por qué en el aeropuerto de Lisboa aterrizan y despegan los aviones de Air Moldova, cosa que no ocurre en Madrid. Y ni hablar de lo que para un moldavo significan Nueva York, Boston o Los Ángeles. Pietr, fanático enfermizo de los Golden State Warriors, me explica que las nuevas generaciones de moldavos, hombres y mujeres nacidos a partir de 1990, y especialmente la gente que vive en Chisináu y las escasas ciudades relativamente grandes, ven con mucha distancia a Rusia y lo que significa el país como modelo de desarrollo político y económico, siendo además abiertamente críticos con el mundo soviético y todo lo que este engendró desde el siglo XX. Para un muchacho promedio en Moldavia —me explica Pietr— la “mentalidad soviética” es algo propio del mundo trágico y aborrecible que le tocó vivir a sus padres y abuelos, un mundo de militares, himnos, apologías, controles, escasez, secretismos de Estado y rigurosidades disciplinares en las aulas y el hogar. Un esquema político que incidió notablemente en las instituciones, conductas individuales y, desde luego, en todo tipo de relaciones sociales. “En Moldavia los campesinos son tan pobres porque tienen mentalidad soviética”, me dice Pietr con la seguridad que ostentan todos los borrachos. El comentario me deja perplejo y le propongo que mejor brindemos por Chisináu y el Rock n’ Roll. ¡Cheers dude!

Fotografías Sebastián Gómez

Esa noche me entré temprano y algo dominado por el vodka. Al día siguiente debía regresar a Madrid. Ya estando en casa me sorprende un email de la aerolínea Lufthansa donde me dicen que por motivos del coronavirus y sus estragos en Italia todo el espacio aéreo europeo quedó trastornado. Que gracias por la paciencia, pero que se veían obligados a llevarme a Madrid haciendo escala en Viena en un horario distinto. A mí me daba igual. Era domingo, y en el aeropuerto de Schwechat ya se había detonado la histeria a raíz de la fulgurante propagación de los contagios. Gente gritando, llorando, corriendo y haciendo largas filas ordenadas por la policía para tomar la temperatura con termómetros digitales en forma de pistola, mientras todos los asiáticos ya lucían sus mascarillas cubriéndose nariz y boca. Yo estaba a tiempo, sin prisa ni pánico, y pensé en las veces que he oído decir, como un lugar común, que Europa Oriental es como una América Latina, pero fría. No sé cómo sean en conjunto todos los países de esa parte de Europa, ojalá, ni sé si equipararlos de acuerdo con condiciones económicas categorizadas como tercermundismo los asemejen de alguna manera al continente en que nací. La pobreza y la riqueza son detalles que poseen muchos matices si se miran de cerca, pero el caso de Moldavia es muy particular. La ortodoxia católica y el comunismo son dos elementos indisociables para entender, al menos en parte, de qué hablamos cuando nos referimos a Moldavia y, por extensión, a gran parte de la Europa oriental. Aterricé en Madrid poco antes de la medianoche, y de camino a casa no pude dejar de pensar en esas realidades que transcurren en la Europa pobre, ¿una Europa subalterna, acaso? La que lejos de Ibiza, Covent Garden y los discretos encantos del Club Med permanece a la sombra de los vaivenes del crecimiento económico y los arrebatos que los políticos pactan en Bruselas. Sin duda, las realidades que se viven en países como Moldavia oscilan entre la subordinación económica y política a una potencia arrogante y los dramas humanos que acompañan siempre a la pobreza, el desempleo y las migraciones forzosas, consecuencias directas de un pasado turbulento y espoleado por todo tipo de extravagancias imperialistas. Razones suficientes para que sus ciudadanos no muestren explícitos gestos de optimismo.UC

Fotografías Sebastián Gómez