El cráneo de Descartes
Ciprian Vălcan. Ilustraciones Tobías Arboleda
Traducción de Miguel Ángel Gómez Mendoza
Musée de l’Homme, 13 de abril de 2003
En la primavera del 2003 me encontraba en París, trabajaba en mi tesis de doctorado en la École Pratique des Hautes Études. De lunes a sábado pasaba buena parte del tiempo en la Biblioteca Nacional de Tolbiac, y los domingos acostumbraba ir a los museos. Había agotado la lista de los museos que me parecían en verdad interesantes, entonces decidí entrar al Musée de l’Homme, sin tener mayores expectativas. Al llegar al ala izquierda del Passy a Palais de Chaillot tuve la sensación de que me hallaba en una pequeña ciudad rumana: me encontré con un montón de vitrinas vacías, descubrí maniquíes semidesnudos, fotografías amarillentas por efecto del tiempo y un revoltijo generalizado que me hizo creer que un comerciante de mercado de pulgas había volcado su mercancía de cualquier manera, deseoso de salir rápidamente de ella y partir. Se podían ver las representaciones de unos tuaregs que me hacían pensar en la utilería usada para un wéstern producido en la República Democrática Alemana o en la Yugoslavia de los tiempos de mi infancia, y lanzas de unos guerreros masáis, retratos de unos santos etíopes, leones y cocodrilos, fotografías de unos brujos cameruneses, extravagantes camas sobre los camellos de los beduinos, el trono de un rey de Dahomey, un kayak de piel de foca, senos, vestidos para desfiles, morsas disecadas, máscaras africanas (máscara de un niño de pecho, máscara de un loco, máscara de un espíritu algo hambriento), condimentos turcos, una espada y cuatro parejas de chalecos salvavidas, una maqueta de la ópera de Pekín, estadísticas demográficas, una casa tradicional de Anatolia y, al final, un inmenso oso blanco sobre los restos de una exposición acerca de Hungría.
Había oído que el museo cerraría, sin embargo, no me esperaba encontrar semejante desorden que parecía hacer necesaria la presencia de los trabajadores encargados de vaciar las vitrinas y transportar su contenido a misteriosas reservas en otro lugar. No había visto hasta entonces, y tampoco habría de ver nunca más, un museo que transmitiera semejante sensación de obsolescencia y de improvisación, donde pareciera que todas las piezas expuestas habrían sido sacadas al azar de un depósito de antigüedades inútiles o de un inmenso contenedor sin reclamar en algún puerto del Mar del Norte. Salí tambaleándome del Palais de Chaillot, con un fuerte dolor de cabeza, absolutamente convencido de que no volvería a ese museo ni siquiera si pasara por la más radical renovación y reconstrucción de la historia.
Para mi gran asombro, supe que este desastroso museo funcionó hasta 2009. Y en los últimos seis años y medio se invirtió un montón de dinero en su restauración; alrededor de sesenta millones de euros. Fue reabierto al público en el otoño de 2015, con la presencia de François Hollande. He leído sobre la estructura del nuevo museo en Le Monde, Le Figaro y Libération, entretenido por la transformación de lo vetusto a lo ultramoderno; pero para nada me ha interesado ver cómo cambió. Los cráneos de unos desconocidos bárbaros, o los inventos interactivos en los que se trabajó intensamente no tenían para mí ningún atractivo. Sin embargo, mientras estaba por concluir que era un museo para niños y adolescentes, descubrí una información que me hizo moderar el juicio: el periodista de Libération insiste, con gran entusiasmo, en que en el museo va ser expuesto el cráneo de Descartes.
Ladrones de cráneos
En julio de 2015 el cráneo de Murnau fue robado del panteón de su familia en el cementerio de Stahnsdorf, cerca de Berlín. La policía no logró encontrar ninguna pista que condujera a la captura de los ladrones. El cráneo del más conocido pirata alemán, Klaus Störtebeker, ejecutado en el año 1401, que tenía clavado, como un adorno, un inmenso clavo de hierro y que se encontraba desde 1933 en el Museum für Hamburgische Geschichte, fue robado en enero del 2010. La policía logró encontrarlo en marzo del 2011. A comienzos de mayo de 2007, el cráneo de Kádár János, presidente de la Hungría comunista, fue robado de su cementerio en Budapest. Los ladrones no fueron atrapados, y el cráneo no fue encontrado. Fueron también robados en diversas circunstancias los cráneos de Beethoven, Sade, Mozart, Goya, Haydn, Descartes, así como la cabeza momificada del rey Enrique IV de Francia. A Einstein no le robaron el cráneo, sino el cerebro, que luego fue cortado casi en 1500 trozos por Thomas Harvey, el médico que le practicó la autopsia en el Princeton Hospital.
La historia más intrincada es la del cráneo momificado de Enrique IV. En 1793 los revolucionarios presos profanaron las tumbas reales de Saint Denis, y los esqueletos hallados de sus féretros fueron sacados y desmembrados. Ni el cadáver de Enrique IV escapó a esa furia desatada, y llegó, después de dos días, a una fosa común, cubierto con cal viva. Durante la Restauración, Luis XVIII ordenó traer de nuevo los restos reales a la Catedral de Saint Denis. Tres cadáveres fueron encontrados sin cráneos y se presupone que uno de ellos sería el de Enrique IV. Luego de más de cien años, no existe ningún tipo de información sobre el cráneo del rey.
El 31 de octubre de 1919, con ocasión de la subasta de los objetos provenientes del taller de la artista Emma Nallet-Poussin, Joseph-Émile Bourdais compró tres cráneos anónimos. Según se lee en un artículo publicado en 1924 en una revista dedicada a la historia del arte, Bourdais se convenció de que uno de ellos es el cráneo de Enrique IV. Desde ese momento dedicó su vida a demostrar que el cráneo era el auténtico cráneo del rey; pero no logró tener pruebas sólidas como apoyo de su afirmación, así que su hipótesis no ha sido confirmada. Obsesionado con este problema llegó a identificarse con él, pidió que en su tumba del cementerio de Pantin se fijara una fotografía en la que apareciera junto con el cráneo momificado.
En 1995 la hermana de Bourdais vendió el cráneo momificado a Jacques Bellanger. Este lo conservó en la buhardilla de su casa por más de cincuenta años hasta cuando decidió contactar al historiador Jean-Pierre Babelon para pedirle su opinión sobre el ilustre casco. En el año 2010 el cráneo fue sometido a unas complejas pruebas y, luego de estas, el médico forense Philippe Charlier, conocido por sus estudios de paleontología, dijo haber comprobado de manera indudable que el misterioso cráneo era el de Enrique IV. Pero la historia no termina aquí, porque sigue una serie de controversias: dos nuevos estudios cuestionaron los métodos empleados por Charlier, mientras que un tercer estudio confirmaba la tesis. La opinión pública, sin embargo, parecía estar convencida de la verdad de la versión de Charlier, en especial después de que este escribiera, junto a Stéphane Gabet, un libro titulado El enigma del rey sin cabeza. A causa de las disputas entre los hombres de ciencia la cabeza momificada, que debía ser inhumada en la catedral de Saint Denis, se conserva desde 2010 en la bóveda de un banco parisino.
La historia del cráneo de Descartes
Al encontrarse en una difícil situación financiera y sintiendo que permanecer en Holanda —donde vivió durante veinte años— se había vuelto inseguro, Descartes, por invitación de la reina Cristina de Suecia, aceptó partir hacia Estocolmo en el otoño de 1649. Probablemente fue tentado tanto por la protección que le podía ofrecer una de las monarquías más poderosas de Europa, como por la generosa pensión que le fue prometida. La reina, sin embargo, era una varonil y excéntrica mujer que se mantenía lejos de cualquier coquetería, siguiendo los estrictos consejos de su padre, el rey Gustavo II Adolfo, quien murió en 1632 en la batalla de Lützen, cuando ella tenía seis años. Esforzándose en ser digna de las esperanzas que puso en ella Gustavo II Adolfo, trabajó mucho, dándose apenas dos o tres horas de sueño por noche. Su estricto programa le impuso pedir a Descartes que sus encuentros para las lecciones de filosofía fueran fijados a las cinco de la mañana. El ritmo del filósofo, acostumbrado a permanecer en la cama hasta casi las once, fue completamente trastocado. Además, tuvo que enfrentar el terrible frío del norte, y esto le llevó rápidamente al final. Descartes murió de neumonía el 11 de febrero de 1650 y fue enterrado en Estocolmo.
Por insistencia de sus amigos y sus admiradores, quienes gozaban de influencia en la corte de Luis XIV, se decidió que su cuerpo fuera llevado a Francia. Por orden del señor D’Alibert, transmitida en el mes de mayo de 1666. El cofre de cobre en donde se hallaba lo que había quedado del cadáver de Descartes, llegó a Francia en enero de 1667 gracias a las gestiones conjuntas del caballero de Terlon, embajador de Francia en Estocolmo en ese entonces, y del señor de Pomponne, quien sería su sucesor como embajador de Luis XIV en Suecia. Pero debido a que los escritos de Descartes fueron condenados entretanto por la iglesia, su cuerpo no fue protagonista de un regreso triunfal ni logró recibir los elogiosos discursos preparados por sus admiradores. De modo que fue enterrado un tanto deprisa en la iglesia de la abadía de Sainte-Geneviève.
Durante la Revolución francesa se propuso conducir el féretro al Panthéon; pero el proyecto fracasó, y los fragmentos del esqueleto de Descartes llegaron a diversas partes. Se logró reunirlos apenas en 1819, cuando fue enterrado en la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, pero en esta ocasión se constató que faltaba el cráneo. Después de laboriosas investigaciones se encontró que el oficial sueco encargado del transporte del féretro fue quién robo el cráneo; pues consideró que este no debía regresar a Francia, un país incapaz de apreciar el genio de su más ilustre filósofo. Al llegar a manos de sus herederos, el cráneo fue vendido en una subasta, cambiando luego de propietario en muchas ocasiones. El sabio sueco Berzelius, quien se encontraba en París en 1819 y seguía con cuidado el escándalo, logró encontrar el cráneo en Estocolmo, lo compró por una ínfima suma y se lo ofreció a Cuvier en 1821. De esta manera, el cráneo llegó al Muséum national d’Histoire naturelle, y, desde 1931, al Musée de l’Homme, donde se conservó en reserva, siendo expuesto solo en algunas ocasiones hasta la reapertura del museo en 2015.
Musée de l’Homme, 17 de
agosto de 2016
Al volver con una beca de la École Pratique des Hautes Études en el verano del 2016, decidí ir al Musée de l’Homme para ver el cráneo de Descartes. Así como me esperaba, no reconocí nada: el espacio del museo fue transformado de manera radical, y el desorden del 2003 fue reemplazado con el radiante orden francés que conozco muy bien. Si en la primera visita al museo me sentí como en Slobozia, pequeña ciudad rumana; en la segunda tuve la impresión de ser transportado al Cabo Cañaveral. Si en el 2003 todo parecía polvoriento, anticuado, arrojado patas arriba; en el 2016 todo era aséptico, organizado, racional y rebosante de novedad. En lugar de afiches amarillentos, gráficos anticuados, planos desaliñados había pantallas, computadores, paredes hablantes. En el 2003 te paseabas entre maquetas descoloridas que te daban información sobre la altura promedio de los habitantes de la tierra empleando decenas siluetas hechas de caucho. En el 2016 sentías el olor del humo de la cueva de unos hombres de hace cuarenta mil años, te divertías en posiciones grotescas frente a unas pantallas interactivas para saber en cuál oficio encajabas, veías cómo se mostraría tu cara si fueras un hombre del Neandertal.
Fascinado por la nueva fachada del museo, que logró vencer mi resistencia e incredulidad en la tecnología, pasé de una a otra sala, y de un piso a otro, convencido de que a la larga iba dar con el cráneo de Descartes, al que imaginaba puesto en una vitrina especial, al lado de algunos detalles sobre su biografía y de las primeras ediciones de sus más importantes escritos. Después de casi tres horas en el museo llegué a la salida sin encontrar el famoso cráneo. No tuve más paciencia para comenzar desde el principio, pero había guardado en el bolsillo un plano del museo y me prometí volver cuando fuera a entrar al museo de la Marina, situado en el ala izquierda Passy a Palais de Chaillot. Cuando volví, después de algunos días, no tuve la energía suficiente para entrar también al Musée de l’Homme. Decidí encontrar el cráneo de Descartes con ocasión de la siguiente beca que me llevaría a París. En el verano del 2017, si bien volví a París, tuve un programa de actividades muy cargado, así que no tuve tiempo de buscar el cráneo. Me dije que no iba a perder otra ocasión más y en 2018 decidí cumplir la palabra.
Musée de l’Homme, 13 de agosto de 2018
En el verano de 2018, una vez volví a París, me propuse un paso rápido por el Musée de l’Homme, teniendo como único fin encontrar el cráneo de Descartes. Llegué al museo alrededor de las once, subí el piso, tomé un plano con el orden de las salas y comencé a buscar el cráneo. Conforme a las indicaciones del plan, el cráneo de Descartes se encontraba en la sala uno. Durante media hora busqué todos los objetos y las pantallas de la sala; pero el cráneo de Descartes no aparecía. Exasperado, pasé a la sala dos, me devolví y realicé sin éxito una nueva búsqueda. Encontré apenas algunas máscaras de Maramureş, que no me acordaba haber visto en el 2016. El cráneo de Descartes no estaba en ninguna parte. Incapaz de aceptar un nuevo fracaso decidí pedir ayuda al vigilante, un negro amable y grueso. Le expliqué qué buscaba, pero me dio a entender que estaba muy ocupado; no parecía convencido de poderme ayudar. Empecé a preguntarme si el famoso cráneo había sido sacado del museo sin que el público se enterara. El vigilante se quedó pensando un momento, luego, inseguro, me condujo frente a una vitrina y me dijo victorioso: “Ahí está”. Le agradecí pleno de entusiasmo y comencé a mirar la vitrina con cierta impaciencia, deseoso de dar lo más rápido con el cráneo de Descartes. Si bien escruté cada inscripción con toda la atención posible y me fijé con máxima paciencia en cada cráneo, no di con el de Descartes. Era una vitrina con cráneos de gorilas, orangutanes y chimpancés.
Impaciente, me devolví donde el vigilante, cuya sonrisa se parecía mucho a la de Louis Armstrong cantando Hello Dolly. Le expliqué que no fui a la vitrina correcta y le mostré que apenas había algunos cráneos de simios. Sonriéndome más ampliamente, me aseguró que íbamos a resolver el problema y se dirigió hacia otros tres vigilantes. Se juntaron para hablar. Después de una corta discusión, regresó y me condujo a otra vitrina, diciéndome otra vez: “Ahí está”. De nuevo le agradecí, pero esta vez sin mucho entusiasmo. Ya no estaba para nada convencido de que iría a encontrar el cráneo. Las primeras miradas arrojadas sobre la vitrina no fueron para nada prometedoras: vi el busto de Aristóteles esculpido en mármol negro y tres objetos modelados en cera: un cerebro de perro, un cerebro de mono y un cerebro de cerdo. Luego divisé la representación en papel maché de un hombre despellejado vivo, el esqueleto de un chimpancé colgado de una rama, y también el busto de un orangután modelado con yeso. En algún momento, cuando empezaba a perder la esperanza, observé un cráneo terroso sobre el que apenas se distinguían las huellas de unas letras. Aprecié las notas explicativas de la parte inferior de la vitrina y tuve la confirmación: ¡era el cráneo de Descartes!
Solo después de haberlo examinado durante diez minutos desde todos los ángulos, me acordé de que el pobre cráneo debió soportar las fantasías de cada uno de sus diez propietarios, luego de haber sido vendido en la primera subasta por la familia del oficial sueco que lo había robado. Cada uno de ellos consideró necesario escribir algo sobre el cráneo, esperando, probablemente, que de esta manera su nombre estuviera asociado al del filósofo. Algunos no se detuvieron ahí y, bajo la influencia de las especulaciones frenológicas de boga en ese tiempo, sintieron la necesidad de observar que tenían que tratar con un cráneo increíblemente pequeño para alojar la genialidad atribuida a Descartes.
Existe una anécdota que circuló en París a comienzos del siglo XIX, anécdota cuyo autor permaneció anónimo y que reproduce perfecto el ridículo al que podían llegar aquellos que insistían en descubrir las huellas del genio, conforme a un cráneo: “Me acordaré siempre que Spurzheim me mostró un día, sin vacilación alguna, un cráneo modelado en yeso del cual me dijo que representa fielmente el cráneo de Descartes. Según las reglas frenológicas, este cráneo era el cráneo de un estúpido y no pude abstenerme de hacer esta observación. Spurzheim me mostró en vano las protuberancias frontales que no existían. Sin duda, él las veía; pero yo no las observaba. Obligado a la final, por la evidencia, terminó por decirme que, si el cráneo era tan famoso como yo esperaba, esto debería significar que Descartes no era un espíritu tan grande como se creía de costumbre. Al no poder agrandar el cráneo para acoger la genialidad de Descartes, decidió achicar la genialidad de Descartes para hacerla caber en el cráneo”.
Mirando con una cierta melancolía el cráneo del genio francés, pensé en cómo sucede casi siempre lo mismo: intentamos entender hasta las últimas consecuencias las ideas de un gran espíritu, hacemos esfuerzos para que no se nos escape ni siquiera un matiz de su sofisticada visión sobre el mundo, nos esforzamos en no perder el sentido de alguna alusión o de alguna referencia obscura en un texto olvidado, y sin embargo terminamos inmóviles en última instancia frente a una calavera que nos contempla irónicamente a través de sus inmensas cuencas vacías.