Número 114, abril 2020

El provincianismo portugués

Fernando Pessoa. Ilustración Fragmentaria
Traducción Jorge Uribe, María José Galeano

Ilustración Fragmentaria

Si, utilizando uno de esos artificios cómodos, con los cuales simplificamos la realidad por la determinación de comprenderla, quisiéramos resumir a un síndrome el mayor de los males portugueses, diremos que ese mal consiste en el provincianismo. Es un hecho triste, pero no nos es exclusivo. Esa misma enfermedad la padecen muchos otros países que se consideran civilizadores, con orgullo y equivocadamente.

El provincianismo consiste en pertenecer a una civilización sin tomar parte en el desarrollo superior de la misma: en seguirla, por tanto, miméticamente, con una subordinación inconsciente y feliz.

El síndrome provinciano comporta, por lo menos, tres síntomas flagrantes: el entusiasmo y admiración por los grandes ambientes y por las grandes ciudades; el entusiasmo y admiración por el progreso y por la modernidad; y, en la esfera mental superior, la incapacidad de ironía.

Si hay una característica que inmediatamente distingue al provinciano, es la admiración por los grandes ambientes. Un parisiense no admira París; le gusta París. ¿Cómo va a admirar aquello que es parte de él? Nadie se admira a sí mismo, salvo un paranoico con delirio de grandeza. Recuerdo que una vez, en los tiempos de Orpheu, le dije a Mário de Sá-Carneiro: “Usted es europeo y civilizado, salvo en una cosa, y en esa usted es víctima de su educación portuguesa. Usted admira París, admira las grandes ciudades. Si usted hubiera sido educado en el extranjero, y bajo la influencia de una gran cultura europea, como yo, no le importarían las grandes ciudades. Estarían todas dentro de sí”.

El amor al progreso y a lo moderno es otra forma de esa misma característica provinciana. Los civilizados crean el progreso, crean la moda, crean la modernidad; por eso no les atribuyen mayor importancia. Nadie le atribuye importancia a lo que produce. Quien no produce es el que admira la producción. Dígase incidentalmente: esta es una de las explicaciones del socialismo. Si alguna tendencia pertenece a los creadores de civilización, es la de no fijarse bien en la importancia de lo que crean. El infante don Henrique, al ser el más sistemático de todos los creadores de civilización, no vio sin embargo el prodigio que estaba creando: toda la civilización transoceánica moderna, aunque con consecuencias abominables, como la existencia de los Estados Unidos. Dante adoraba a Virgilio como un ejemplo y una estrella, nunca soñaría en compararse con él; y, no obstante, no hay nada más cierto que el que la Divina Comedia sea superior a la Eneida. El provinciano, sin embargo, se queda pasmado con lo que no hizo, porque no lo hizo; y se enorgullece de sentir ese pasmo. Si no lo sintiera, no sería provinciano.

Es en la incapacidad de ironía que reside el trazo más profundo del provincianismo mental. Por ironía se entiende, no decir chistes, como se cree en los cafés y en las redacciones, sino el decir una cosa para decir lo contrario. La esencia de la ironía consiste en que no se puede descubrir el segundo sentido del texto por ninguna de sus palabras, deduciéndose sin embargo ese segundo sentido del hecho de que sea imposible que el texto deba decir aquello que dice. Así, el más grande de todos los ironistas, Swift, redactó, durante una de las hambrunas en Irlanda, y como sátira brutal contra Inglaterra, un breve escrito proponiendo una solución para esa hambruna. Propone que los irlandeses se coman a sus propios hijos. Examina con gran seriedad el problema, y expone con claridad y ciencia la utilidad de los niños de menos de siete años como buen alimento. Ninguna palabra en esas páginas asombrosas quiebra la absoluta gravedad de la exposición; nadie podría concluir, del texto, que la propuesta no se hace con absoluta seriedad, si no fuera por la circunstancia, exterior al texto, de que una propuesta de ese tipo no puede hacerse en serio.

Esto es la ironía. Su realización exige un dominio absoluto de la expresión, producto de una cultura intensa; y eso que los ingleses llaman detachment (el poder de alejarse de uno mismo, de dividirse en dos, producto de ese “desarrollo de la amplitud de consciencia”, en que, según el historiador alemán Lamprecht, reside la esencia de la civilización). Su realización exige, en otras palabras, no ser provinciano.

El ejemplo más flagrante del provincianismo portugués es Eça de Queirós. Es el ejemplo más flagrante porque fue el escritor portugués que más se preocupó (como todos los provincianos) por ser civilizado. Sus intentos de ironía aterran no solo por el grado de fracaso, sino también por la inconsciencia de este. En este capítulo A Relíquia, un Paio Pires hablando en francés, es un documento doloroso. Incluso las páginas sobre Pacheco, casi civilizadas, son estropeadas por varios lapsos verbales, que rompen la imperturbabilidad que la ironía exige, y arruinadas completamente por la introducción del desgraciado episodio de la viuda de Pacheco. Compárese a Eça de Queirós, no diré ya con Swift, pero, por ejemplo, con Anatole France. Se verá la diferencia entre un periodista, aunque brillante, de provincia, y un verdadero, aunque limitado, artista.

Para el provincianismo solo hay una terapia: saber que existe. El provincianismo vive de la inconsciencia; del suponernos civilizados cuando no lo somos, del suponernos civilizados precisamente por las cualidades por las que no lo somos. El principio de la cura está en la consciencia de la enfermedad, el de la verdad en el conocimiento del error. Cuando un loco sabe que está loco, ya no está loco. Estamos cerca de despertar, dijo Novalis, cuando soñamos que soñamos.UC