Epidemias y dilemas sociales
Jorge Orlando Melo
El diluvio. Gustave Doré, 1866.
Las grandes catástrofes de la antigüedad recordaban a los hombres que a pesar del texto bíblico que les prometía el dominio del mundo, la naturaleza se salía con frecuencia de todo límite y control. El diluvio universal llevó a un nuevo pacto con los dioses y desde entonces epidemias, terremotos o inundaciones cubrieron pedazos y trozos, áreas limitadas de la Tierra.
Pero durante el Renacimiento se volvió a crear un mundo único y las grandes epidemias de la conquista del Nuevo Mundo —la primera pandemia— se sumaron a las pestes de Londres, París o Italia. El descubrimiento de América abrió el camino para que las comidas de los indios se convirtieran en los manjares de Europa: el tomate, el aguacate, la papa o el ají se sembraron en Europa y cambiaron su alimentación. Y la conquista de las Indias creó una economía mundial en la que el precio del azúcar en Londres llevaba a expediciones para capturar esclavos en África, o la producción de oro de Barbacoas alteraba los precios de las telas que llegaban a España. Hizo que a América llegaran animales desconocidos, como los perros, las vacas (transmisoras de la viruela), los cerdos (con los que vino la influenza o peste porcina), o los anofeles (portadores de la malaria), que transformaron su vida y sus enfermedades. La naturaleza, como lo mostró después Humboldt, se volvió una sola. Los virus, microbios, bacterias y parásitos cruzaron los océanos, y la viruela y la malaria, la fiebre amarilla, el dengue o el tifo, desconocidos en América, ayudaron a que la población de este continente cayera entre un ochenta y un noventa por ciento en cien años, mientras la sífilis cruzaba el Atlántico y se regaba por Francia o Italia. El aislamiento había ahorrado muchas muertes, pues los americanos no morían antes de viruela ni los europeos de sífilis, aunque en cada lado había algunas enfermedades, que en Europa producían plagas y pestes, con muertes abundantes, y en América mataban en forma más gradual.
De todos modos, la caída de la población americana fue una experiencia sorprendente y aterradora: los cronistas, sobre todo Bartolomé de las Casas, las describieron en su dureza, y los reyes, católicos creyentes, buscaron aliviar sus conciencias tratando de frenar la caída de la población. No lo pudieron hacer, porque el proceso escapaba a sus conocimientos y a sus formas de decisión: los españoles no sabían lo que estaba pasando y la medicina era incapaz de encontrar remedios para estas enfermedades. El hecho de que los americanos se contagiaran de viruela, pero los españoles pudieran resistirla, era incomprensible. Y los mecanismos de decisión, que concentraban la autoridad en los reyes, tampoco eran apropiados ni oportunos. Los gobernantes trataban de frenar algo las muertes con cuarentenas y sobre todo con medidas sociales que enfrentaban a los reyes con los colonos españoles: tal vez si se trataba mejor a los indios, si no se les hacía trabajar tanto, si tenían más tierras para cultivar, resistirían mejor las enfermedades. Pero, como hoy, si se prohibía el trabajo indígena, decían los colonos, se morirían todos de hambre, porque solo los indios trabajaban. Por eso las autoridades locales aceptaron lo que pedían los colonos de la Nueva Granada: obedecer las leyes pero no cumplirlas. Un cabildo americano se alegró en 1620 de que la viruela hubiera matado solo a los niños y los muchachos: así no se afectaban los tributos, que solo los adultos pagaban, y los ingresos del rey y de los colonos seguían llegando. La Corona no tenía cómo escoger entre objetivos que resultaban en gran parte incompatibles: la vida de los indios o la supervivencia económica de las colonias, y debía tomar esas decisiones a medida que surgían problemas concretos y locales, y teniendo cuidado de que el costo no fuera fatal para el imperio o para los vasallos más poderosos.
El proceso para convertir el mundo en un solo espacio económico, alimenticio, informativo, recreativo y productivo ha sido lento pero exitoso. Entre las epidemias de la conquista y el coronavirus han pasado ya quinientos años. Al comienzo las enfermedades llegaban en barco y se propagaban lentamente, con viajeros que venían a pie y en canoa desde la costa a Bogotá. En 1802 una epidemia de viruela hizo que en Bogotá soñaran con usar la vacuna: cuando la expedición llegó en 1804 con los niños que habían sido contaminados por el virus de las vacas, ya la epidemia había pasado, aunque no había sido tan dura como otras, porque desde 1782 se había empezado a inocular el virus de los enfermos a los sanos que se arriesgaban.
Pero ahora, en este confinamiento, el primero que me toca en la vida, estoy en medio del mundo y veo todas las mañanas las calles de Wuhan, Guayaquil o El Cabo o las ventanas desde donde la gente aplaude en El Ensanche o Milán: ahora las epidemias las riegan instantáneamente, entre otros, millones de turistas que en un solo día van hasta el otro extremo del mundo, convertido en un inmenso espacio de viajes y vacaciones y un solo ámbito de producción: el cierre de los bares en China hace que esa misma tarde alguien decida no sembrar cebada en África.
En estos cinco siglos los países capitalistas de Europa han ido imponiendo su dominio sobre el mundo, tanto en términos económicos como políticos y culturales. El avance de las técnicas extendió un sistema de producción que permite alimentar una población inmensa. Y desde el siglo XVIII la Ilustración produjo una cultura en la que periódicos y libros impusieron un ideología de la razón y cambiaron la forma de explicar las enfermedades, que dejaron poco a poco de ser castigos de Dios para convertirse en el resultado de cambios imprevisibles de la naturaleza y en el efecto de las conductas humanas, que deben estudiarse con métodos científicos, y que pueden combatirse y precaverse con cuarentenas, vacunas y remedios, y no únicamente con rogativas a la Virgen de Chiquinquirá, cuyo papel en la epidemia actual ha sido muy limitado.
Por eso ahora, en vez de esperar a que la Virgen de Chiquinquirá frene la epidemia, como hicieron los tunjanos en 1588 (según Pedro Simón, ella sí los oyó, y la epidemia de viruelas se acabó a los seis meses), se aplican cuarentenas (como lo hizo Pamplona ese mismo año, y se libró de las muertes que le tocaron a otras provincias en esos seis meses) y hay hospitales, pruebas y exámenes, drogas y remedios, modelos matemáticos de la extensión de la infección, datos y cifras. Las personas creen en la ciencia, en la razón, en las pruebas y los experimentos (y en lo que los medios les presentan como datos sólidos), y no confían mucho en que las rogativas, a quien sea, paren los contagios.
En los siglos XVIII y XIX a veces todavía las autoridades vacilaban: el obispo virrey Caballero y Góngora prohibió las cuarentenas o “degredos” de los comerciantes que subían de la costa a Bogotá, pues la epidemia de 1782 era un castigo divino que había que cumplir, por la rebelión de los comuneros contra el rey. Pero poco a poco las medidas humanas ganaron a la intervención divina y las epidemias se fueron reduciendo, a base de higiene, limpieza, comida más abundante, cuarentenas y, sobre todo, como pasó con la viruela, el sarampión, el polio y el tifo, a punta de vacunas. En 1918 vivimos la última gran epidemia: la gripa española. En dos meses mató unas dos mil personas en Bogotá, y otro tanto en el resto de Colombia, pocos comparados con los millones que probablemente arrasaron las epidemias del siglo XVI. Se aplicó toda la ciencia posible, a diferencia de la epidemia del cólera de 1849, cuando el dilema, como hoy, estuvo en gran parte entre la economía y la vida y el gobierno escogió la economía. Muchos liberales se opusieron a la cuarentena, pues iba a afectar la producción y el comercio; muchos conservadores se opusieron porque la población debía sufrir el castigo divino. Los artesanos estuvieron de acuerdo en que no hubiera confinamiento, para tener de qué vivir.
Hoy —en parte como resultado de los grandes cambios que avanzaron en el siglo XVIII, cuando se inventaron los derechos del hombre y la ciudadanía— la sociedad es democrática, más o menos, y los gobiernos tienen que aplicar medidas que cuenten con un respaldo social importante, que no produzcan la rebelión de los empresarios, de los desempleados o de la mayoría de la población. La democracia es complicada, con procesos de decisión muy enredados, que combinan la igualdad de los votos con la desigualdad inmensa de los poderes políticos o económicos: por eso hay que tener mecanismos para que los puntos de vista de los más poderosos y ricos no se impongan automáticamente, de modo que las decisiones tengan algo en cuenta los intereses y las opiniones (que no siempre coinciden) de los más pobres. El capitalismo es un sistema en el que finalmente mandan los empresarios, pero necesitan convencer a la mayoría de las personas: sus votos eligen los gobernantes, y las democracias son el resultado de esta difícil transacción entre el poder y el número. En esta epidemia se ha visto cómo los más amigos de los empresarios, Trump, Johnson o Bolsonaro, preferían correr los riesgos de salud para no afectar la economía, lo que también, a la larga, podía haber llevado a consecuencias difíciles de prever y calcular. Pero tuvieron que ceder ante la presión de la población, que no sabía cómo escoger pero finalmente se enfrentaba, en el corto plazo, a la angustia confusa e inmediata de la enfermedad, el hambre y la muerte.
La forma como se tomaron esas decisiones, y se tomarán las que tienen que ver con el retorno gradual a la vida normal, muestra las grandes limitaciones de los sistemas políticos: los datos son incompletos y deficientes o se ocultan, los recursos se administran más o menos a la brava, pero, fuera de algunos países autoritarios, hay que dar explicaciones a la opinión y no es posible desafiarla o engañarla más allá de ciertos límites. Uno podía ver cómo en España el ejército hacía hospitales mientras en Brasil se construían cementerios, y ambos casos eran presentados como ejemplo de eficiencia estatal; los aplausos en las ventanas eran lo importante, y todos hablaron durante semanas del pico del contagio, sin que nunca nos dijeran qué era, si el día en que empezarían a bajar los casos nuevos o los muertos, o cuando se redujera el “porcentaje de aumento”, o cuando bajara varios días seguidos, o qué: en el fondo era el momento en que los gobiernos podían decir a la población que ya la amenaza no era tan grave, y esto era lo que realmente importaba, pues era el gesto político que podría tranquilizar un electorado ansioso.
El diluvio universal. Miguel Ángel, 1509.
Esta experiencia, creen muchos, va a cambiar la forma en que la sociedad enfrenta los grandes riesgos y amenazas actuales. Puede que haya una respuesta mejor a problemas concretos como la distribución de alimentos, el manejo de grupos especiales (presos o viejos que viven en residencias y ancianatos), la forma de cumplir obligaciones de pagos o trámites que era evidente que se podían hacer en línea y las instituciones rechazaban. Lo más seguro es que se trabajará más desde la casa, sobre todo en asuntos administrativos o de diseño. Tal vez los gobiernos crearán algún mecanismo para controlar mejor, ante riesgos parecidos, el tráfico internacional, que sigue de modo absurdo regulado, en una crisis como esta, por centenares de países independientes. Y puede que se establezca alguna forma de seguro que permitirá contar con recursos para alimentar a los que tengan que dejar de ir a su trabajo. Pero en los asuntos de fondo no es muy probable: las angustias e indecisiones seguirán iguales, cada gobierno buscará cómo encontrar qué hacer y cómo repartir los riesgos y peligros, la población mirará con quietud fascinada e inquietud angustiosa lo que pasa en todas partes y los países y las autoridades no sabrán cómo escoger entre el confinamiento y el trabajo, la salud y la economía, las certezas borrosas del presente y las incertidumbres del futuro. Ni siquiera puede saberse si, en uno o dos siglos, las religiones que siguen pensando que su dios debe gobernarnos a todos acepten convivir sin violencia.
La humanidad no aprende, aunque algunos de sus miembros pueden hacerlo. En los últimos veinte años hubo pandemias notables, pero como se concentraron en países pobres, poco se aprendió de ellas. Esta vez las enfermedades y epidemias competirán con otros peligros, con los problemas del medio ambiente y del calentamiento global, con los riesgos de que las grandes empresas de la red tomen el control de la sociedad, con las dificultades para que los sistemas burocráticos digan más o menos sinceramente qué están haciendo, con las reglas para movernos en este mundo unificado pero lleno de barreras y aduanas. Sabemos que en esos mismos años, un día cualquiera, las autoridades informarán que en unas semanas se van a inundar millones de kilómetros de playas, que Turbaco o Mompox se convertirán en puertos de mar. Aunque se sabe por qué pasará esto y cómo evitarlo, probablemente no lo haremos: ese día habrá gobiernos que van a tener que construir en poco tiempo miles de kilómetros de muros de contención, para evitar que las aguas derriben ciudades con millones de habitantes. Unos podrán hacerlo y tendrán recursos y técnicas para ello: otros deberán moverse a tierras más altas; muchos se ahogarán. Pero la población difícilmente votará ahora por gobiernos que decidan evitar este problema empezando a prevenirlo ya mismo: si acaso por gobiernos que sean capaces de enfrentarlo, en algunos casos, cuando llegue.
En parte esto es así, porque no hemos inventado un sistema político capaz de tomar decisiones comunes e informadas sobre esta clase de problemas, que desbordan las fronteras nacionales y en los que hay que comparar los beneficios de la prevención, un bien incierto cuyos resultados nadie garantiza, con unos costos reales inmediatos, que asumirán diferentes países y grupos económicos y sociales. En estos asuntos los más poderosos tienen intereses urgentes y no renunciarán a sus ganancias actuales para evitar males que tal vez no se van a concretar: impedir el calentamiento global, por ejemplo, supone acabar con el uso del petróleo y bajar el consumo de carnes, y todo el poder de los petroleros y los gobiernos se usará para demostrar que es posible, con algo de precaución, evitar los daños locales que producen sistemas como el fracking (aunque no se eviten los daños ambientales al planeta, pero este es un problema que los gobiernos pueden eludir, pues los tribunales no tienen jurisdicción fuera de las fronteras: pueden, razonablemente, exigir que el fracking se haga con grandes precauciones locales, para frenar las protestas de los ambientalistas, mientras se crean algunos empleos produciendo algo más de energía fósil que nos perjudique a todos, pero en un horizonte tan remoto que en apariencia no importe).
Es probable que algo parecido ocurra con enfermedades como la obesidad o la diabetes, que pueden amanecer algún día fuera de control, pero que solo se enfrentarán más o menos en serio cuando se vea que se están desbordando: mientras tanto el sistema democrático no tiene mecanismos de transacción y decisión que permitan a la mayoría escoger, por ejemplo, reducir la producción de petróleo o imponer un impuesto creciente al azúcar. Entre otras cosas porque el sistema de comunicación actual, para estos efectos, hace que la población, estimulada por el miedo, el temor, las emociones, las noticias falsas y los argumentos falaces, vote por los que se opongan a gastarse la platica de todos en prevenir males futuros, cuando hay tantos males actuales, tanto desempleo y tanta pobreza.
En resumen, creo que no hay razones para el optimismo que nos lleve a pensar que a partir de esta experiencia sabremos cómo ponernos de acuerdo para evitar nuevas pandemias, prevenir nuevas enfermedades, evitar el calentamiento global o la obesidad mórbida de todos. Pero tampoco hay razones para un pesimismo ilimitado: habrá gobiernos capaces de hacer los muros para evitar que el mar se meta a las ciudades y de pagar tratamientos a los que los necesiten, aunque cuesten más de lo que habría costado evitar esas enfermedades y epidemias.
El problema sigue siendo que la democracia, como sistema político, es el mejor de los sistemas posibles, pero es bastante defectuoso. Decide en el marco local, pero sus problemas son universales, y decide en el presente, pero debe tener en cuenta los efectos del futuro: el tiempo, con sus incertidumbres, es de la esencia de estas decisiones. Y depende, para adoptar políticas, de la calidad de la información de los ciudadanos, y de su capacidad para evaluar la veracidad de lo que oyen, para criticar las fuentes y hacer argumentos complejos, basados en la evidencia, a partir de hechos imprecisos, como son la mayoría de los hechos sociales. Muchos argumentan que hay que enseñar historia para que no repitamos el pasado, lo que nunca pasa: la pandemia actual repite elementos aislados, pero en esencia es algo nuevo, y siempre en la sociedad las condiciones son novedosas. Lo que sí sería útil es que se usen las clases de historia y de ciencias sociales para enseñar a argumentar en asuntos inexactos. La historia, como la sociología, la economía o el derecho, son ciencias inexactas, aunque hagan todo lo posible para hacer creer que son tan exactas como la aritmética. El derecho, en especial, ha promovido formas de razonamiento que favorecen a unos u otros pero se presentan siempre como el resultado inexorable de deducciones lógicas e imparciales, que sirven para esconder que buena parte de los argumentos de las sentencias sobre derechos se refieren, más que a la existencia y reconocimiento de esos derechos, a la forma práctica de hacerlos efectivos, con un balance concreto y un marco temporal de asignaciones de recursos.
Por eso la calidad de la información y del debate público son tan importantes en las discusiones y decisiones políticas: porque a partir de las imprecisiones de la información y de la manipulación de las emociones se montan argumentos peligrosos, alimentados por los poderosos, los políticos, los empresarios, los medios de comunicación, que llevan a que muchas veces los ciudadanos apoyen medidas que a la larga los perjudican o elijan a quienes, pensándolo bien, un tiempo después, era evidente que los iban a fregar.
El arca de Noé sobre el monte Ararat. Simon de Myle, 1570.