Número 114, abril 2020
“Un libro pues para deshacer prejuicios y no para reemplazar unos por otros”. Un ensayo que busca un retrato de Antioquia con el enfoque de los creadores, el encuadre de quienes retratan y fustigan, de quienes están dispuestos a la poesía que alumbra paisajes, memorias, lecturas de una ciudad. Aquí está un capítulo de Qué es ser antioqueño, el reciente libro de Pedro Adrián Zuluaga. Leerán desde el cuarto de los renegados y las casas prohibidas.

Esas otras casas

Pedro Adrián Zuluaga. Ilustración Ximena Escobar

 

Ilustración Ximena Escobar

Las casas antioqueñas tradicionales son espacios superpoblados que favorecen poco o nada la intimidad, o el cultivo de esas prerrogativas burguesas de la soledad o el ensimismamiento. Por el contrario, son casas hiperconectadas donde portones y zaguanes, patios y corredores están hechos para que sus habitantes se interrumpan y tropiecen unos con otros. Algunas veces las habitaciones no tienen puerta, o están comunicadas entre sí. Por los distintos espacios de esta casa se circula sin mucha reglamentación u orden.

De niño recuerdo ir de cama en cama, probando lugares en los cuales sentir calor o compañía. También recuerdo lo contrario: las escapadas más allá de la frontera de la casa —hacia su borde animal, acuático y vegetal: el potrero de las vacas y la quebrada La Marinilla— cuando me empezaba a agobiar el asedio de tantos ojos. Entonces me volvía como el adolescente y aspirante a sacerdote Damián, protagonista del cuento “San Antoñito”, de Tomás Carrasquilla: “El curita de Aguedita se iba por esas mangas en busca de las soledades, para hablar con su Dios y echarle unos párrafos de Imitación de Cristo, obra que a estas andanzas y aislamientos siempre llevaba consigo. Unas leñadoras contaban haberle visto metido entre una barranca, arrodillado y compungido, dándose golpes de pecho con una mano de moler. Quién aseguraba que en un paraje muy remoto y umbrío había hecho una cruz de sauce y que en ella se crucificaba horas enteras a cuero pelado; y nadie lo dudaba, pues Damián volvía siempre ojeroso, macilento, de los éxtasis y crucifixiones”.

Cualquier aspiración mística o creativa que precisara de la soledad exigía un irse de la casa para fundar, lejos de ella, pequeños lugares librados del comercio de tantas miradas o del orden regulador del binomio padre/madre que se prolongaba en la vigilancia horizontal de los hermanos. En su autobiografía, la madre Laura Montoya refiere cómo, a la muy temprana edad de ocho o nueve años, le cogió el gusto a la penitencia y lo que hacía para aplicarse a ese llamado: “En el montecito vecino [de la casa donde vivía entonces] hice en una cuevita formada por raíces de árboles, el más dulce ensayo de vida eremítica”. Luego describe cómo encontró otro sitio, más distante de la casa que el primero: “En un paseo con los hombres de la casa a visitar unos aserraderos, elegí el sitio en que había de pasar mi vida de eremita de un modo definitivo. Me fui por fin. Estuve en la cuevecita algunas horas, pero un ligero inconveniente me hizo salir: no podía arrodillarme, porque se me hundían las piernas en el capote y caía; necesitaba una tabla que me hiciera resistente y parejo el piso de la cuevecita. Al día siguiente, tan luego como los deberes de la casa quedaron cumplidos, me fui con la tabla. Pasé un medio día arrodillada (resistía en esta posición tanto tiempo que hoy me asusto y hasta creo que quizá miento) en aquel sitio tan frío y duro, pero ¡para mi alma como el cielo!”.

Así que las primeras experiencias eremitas de Laura pasaron entre la “querida soledad del aserradero” y el montecito vecino donde podía “estar con Dios”. Antes de buscar la soledad por fuera de la casa —a salvo de ella y su vigilancia, pero en todo caso en sus cercanías—, Laura dice que, queriendo imitar a san Luis Gonzaga: “...buscaba los rincones de la casa para pensar en Dios. Como la sala de la casa vivía cerrada era mi lugar favorito. A la oración, cuando la familia se reunía para conversar en la mejor intimidad, yo entraba a ella, y tras los muebles, en un rincón, me acunclillaba a estar con Dios, hasta que llamaban a rezar o a refrescar”.

También el cineasta y poeta Víctor Gaviria, en una entrevista con Fernando Cortés, refiere esa necesidad de aislarse. Cuenta que, cuando se graduó del bachillerato del Calasanz, le pidió a su papá de regalo los libros de cuentos de Hans Cristian Andersen, que ya había leído siendo niño. Y que una vez recibió esos dos volúmenes empastados en cuero, decidió que quería ser escritor: “Me situé en una pieza de la casa, que era calorosita, mantenía las persianas cerradas, prendía una lamparita y ahí estudiaba, leía y escribía. Entonces empecé a hacer cuadernos, tenía un diccionario de sinónimos y me ponía a hacer descripciones de las cosas […]”.

Los niños y adolescentes “raros” (muy frágiles o demasiado sensibles) no son los únicos que buscan cómo escaparse de la casa, y que para eso construyen versiones en miniatura de la misma, o que idean casas imaginarias y reinos paralelos inmateriales. También las mujeres y los hombres adultos conciben y ocupan casas sustitutas como el convento o el burdel, lugares para vivir o estar de paso pero siempre bajo la consigna de sentirse como en casa. No por nada se llama a los burdeles “casas de citas” y muchos conventos se nombran a sí mismos como “casas donde habita Dios”. Quizá el empecinamiento de Laura en fundar casas para estar con sus hermanas elegidas, las monjas, y su terquedad en protegerlas de las múltiples persecuciones, fue un rezago adulto de esa niña necesitada de un cuarto propio, por no decir que de una casa. En su autobiografía, Laura habla de su prima Leonor Echavarría, quien fuera fundadora del Colegio La Inmaculada. Previene a su confesor de que referirá una “cosa graciosa” que mostraría el buen corazón de Leonor: “En nuestras horas de conversación se había enterado muy bien esta buena prima de las angustias de mi vida de orfandad y nada la conmovía tanto como el haber sabido que nunca había tenido libertad para comer nada fuera de las horas ordinarias por vivir siempre en casa ajena y sin confianza; no podía hablar de eso sin llorar y gozaba pensando en que yo iba a tener casa propia y a disponer de todo con libertad. Tanto era su afán que me comprometió a que le pusiera telegrama el día en que, al llegar a la casa, pudiera irme a la cocina y comer lo que quisiera”.

El lugar propio, ese cuarto aislado o recóndito que amplía la libertad de ser. Si la casa es ajena o amenazante, hacerse como un ovillo, íntimo e invisible, en cualquier lado; para protegerse, así sea transitoriamente, de la precariedad. Puesto que lugares propios y casas son movedizos, más ideas que realidades materiales. Cuando en La mujer del animal, de Víctor Gaviria, Amparo es confinada a un espacio en donde se ve asediada cualquier libertad de su ser, bajo el ojo despótico de Libardo, ella, sin embargo, humaniza ese cautiverio y convierte su celda en su casa. Y no se va de ella porque allá afuera no hay nada que le ofrezca amparo, como su nombre, y porque viene de no estar y de no ser, de ser una arrimada en un hogar para niñas; viene de estorbar. Esta celda, al fin, parece pertenecerle.

Así que el lugar en donde uno elige sentirse como en casa no siempre corresponde al espacio asignado por la tradición, la respetabilidad o la normalidad. Los más o menos abundantes testimonios sobre el burdel (o los burdeles) de Marta Pintuco, coinciden en atribuirle un cierto aire de familia, como si su encanto consistiera en ofrecer la experiencia de estar en una casa más laxa, en la cual ser más uno mismo, según las promesas de autenticidad de la vida burguesa. Hay algo incierto o al menos vago en el mito de Marta Pintuco, nacida en 1921 en Yarumal y por tanto coterránea del beato Marianito Eusse, el pintor Francisco Antonio Cano, el poeta Epifanio Mejía y el fotógrafo Benjamín de la Calle. Los habitués de sus casas de lenocinio no se ponen de acuerdo sobre si el burdel de la madame paisa quedaba en el barrio Lovaina, sector de tolerancia de Medellín, o en el más respetable barrio Prado. En el periódico El Bombazo se consigna la siguiente información: “Como pieza testimonial el nombre de Marta Teresa Pineda, aparece registrado en el directorio telefónico de 1955, página 301, éste refiere su propiedad o negocio en la Cra. 50 (Palacé) N.° 67 (Barranquilla) 47”. Lo cual no aclara mucho las dudas, pues la dirección está en el límite de ambos barrios.

El poeta envigadeño Mario Rivero, en una simpática entrevista con el periodista y locutor Bernardo Hoyos, en un programa de la emisora de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, deja salir estos recuerdos sobre Marta Pintuco, sus casas y sus mujeres: “Esas mujeres querían a los hombres. Los respetaban. Si uno les caía bien, le daban desayuno con huevo. Le decían: ‘¿Cuándo vuelve, mijo?’. ¡Y no le cobraban!”. En ese mismo programa Rivero y Hoyos no se ponen de acuerdo sobre un gato pintado por Fernando Botero. Discutieron sobre si el gato ronroneaba en la casa de Marta Pintuco (que es la tesis de Hoyos) o en casa de las mellizas Arias, otras mesdames de Medellín.

Los burdeles de Lovaina han sido detenidos en el tiempo, con personajes hieráticos y rotundos, filtrados por la mirada sardónica de Botero. Para Juan Gustavo Cobo Borda son “su escenario más feliz y más jocundo”. El escritor discurre en los ejemplos de ese locus amoenus dentro de la obra del pintor antioqueño: cuadros como La casa de Amanda Ramírez (1988) y La casa de las mellizas Arias (1973). “Un mal gusto populachero y entrañable, un mal gusto subdesarrollado, de desmesuras y contrastes, alimenta la dilatación formal de esas figuras, con el piso sembrado de colillas de cigarrillos y el aire hecho visible gracias al revoloteo de las moscas”, dice Cobo Borda. Cuando el escritor habla de las familias burguesas también pintadas por Botero, “orgullosas de sus casas de juguete, o de su fotofija, para mostrar, tomada en el jardín aledaño”, dice que “son ellas el contrapunto legal y aceptado de esa zona roja que visitamos antes”. Intuye así que ambos tipos de casa se miran oblicuamente y se niegan, solicitándose.

Muchos decires (además de los de Bernardo Hoyos y Mario Rivero, destacan los de los periodistas y escritores Óscar Domínguez y Reinaldo Spitaletta) sobre los burdeles de Medellín en las décadas de mediados del siglo coinciden en valorar la amplitud cultural de lo que allí ocurría. En su crónica La nostalgia de Lovaina, Ricardo Aricapa dispensa toda suerte de rumores, que luego son recogidos en la crónica Lovaina, merengues y preservativos, de Simón Posada Tamayo: que el expresidente Belisario Betancur visitaba la casa de Esperanza Restrepo y se enfrascó en peleas a puño limpio; que el escritor Manuel Mejía Vallejo quedó en calzoncillos apostando su ropa jugando a la botella; que el periodista Enrique Santos Montejo, conocido como Calibán, visitó la casa de Ligia Sierra y le dedicó una de sus columnas de prensa.

En las muchas ocasiones que la mencionan, Marta Pintuco suele ser recordada como una mujer culta que escuchaba atenta los deliquios poéticos de sus clientes, o a falta de estos, sus versiones y traducciones de otros poetas. El cultivo de ciertos gustos, que estaban tal vez proscritos en la propia casa, obligaba a salir en busca de esas casas sustitutas. No se salía de la casa para sentirse como un extranjero, sino para regresar a una versión ideal de uno mismo. Para sentirse, en otra casa, como en casa. Se puede objetar el machismo que entraña este hábito de ir a las casas de prostitución; pero las mujeres también encontraron en esos espacios un lugar desde el cual tener conciencia de su cuerpo y hacerse activas en su deseo.

Sociabilidad masculina y disidencia femenina

Quizá habría que escribir un poema, o algo que le hiciera de verdad justicia, a las cantinas, los billares y cafés que aún resisten en Medellín. En una ciudad en la que limpiar y borrar se han hecho prácticas comunes como resultado de un acuerdo tácito entre las élites y el resto de la sociedad, que todavía sobrevivan sitios como La Payanca, La Polonesa, el Café Málaga, Homero Manzi, El Guanábano y Adiós muchachos muestra la persistencia de un cierto escepticismo, un mirar la vida al través que tuvo en estos lugares —y lo sigue teniendo— una vitrina para desplegarse y exhibirse.

Cafés como el Pilsen, que quedaba en una de las esquinas del Parque de Berrío, no resistieron el empuje modernizador y cerraron sus puertas melancólicamente. Algunos de sus clientes habituales, entre ellos el editor y periodista Alberto Aguirre, se desplazaron a otros sitios. Volví a encontrar a Aguirre, leyendo los periódicos de la parroquia, en los billares de las calles Caracas y Maracaibo, en el Centro de Medellín. Cafés, cantinas y billares fueron, y en menos medida lo siguen siendo, espacios de socialización preferente pero no exclusivamente masculinos, pues muchas mujeres se los han tomado como propios; lugares de conservación y al mismo tiempo de rebelión, donde herencias y tradiciones se someten a la aguda revisión de la ironía y el escepticismo.

En un reportaje publicado en el periódico Universo Centro, María Paula Hernández y Mateo Narváez describen la penumbra moral que cubrió a los billares durante buena parte de la vida colonial y de la temprana república, asociados como estuvieron al juego, la apuesta y el intercambio social no controlado. Hernández y Narváez explican las prevenciones de las autoridades por el tipo de alcohol que se consumía junto con la práctica del billar. Mientras las clases populares lo jugaban tomando chicha, guarapo y aguardiente de caña, las élites lo hacían tomando vino, bebida de la cual la “gente acomodada, sujeta a la cristiandad y a las leyes de la razón”, decía José Celestino Mutis, podía obtener efectos benéficos, siempre y cuando su uso fuera moderado. Según se lee en el reportaje: “Para inicios del siglo XX, el billar se encontraba totalmente incluido en la parafernalia festiva de la sociedad antioqueña. Las mesas de billar eran un elemento indispensable en los clubes que surgían en la época, como el Club Unión y el Club Campestre. Por su parte, el pueblo accedía al deporte por medio de los billares que iban surgiendo en Guayaquil, corazón de la ciudad para la época”.

Los billares, cantinas y cafés no son, como puede pensarse a vuelo de pájaro, templos de la nostalgia. Allí, en la esfera pública distendida y democrática que estos sitios permiten, se pulen activamente el escepticismo y el humor, piedras angulares del carácter regional y poderosos antídotos contra el autoritarismo, la solemnidad y la automortificación, que gracias al temple de figuras como las del expresidente Álvaro Uribe, se asocian tanto a los antioqueños. Para muchos, por fuera de la región, y en parte debido a las derivas sociales, políticas y económicas de esta, la cerrazón ideológica y la proclividad a anular simbólicamente al otro consumen cualquier imaginario sobre Antioquia. A eso contribuye el solo recuerdo de los desmadres delincuenciales de Carlos Castaño o Pablo Escobar, o de la mentalidad “chata y roma” que se trasluce en acciones como las de aquel energúmeno que en junio de 2019 acuchilló la bandera multicolor que identifica las luchas por la emancipación LGBTI.

Esos personajes, tan escénicos, tienden a eclipsar unas formas de ser menos solemnes. Uno de esos personajes liminales que encarna la antisolemnidad es la procaz tía solterona de muchas familias paisas; rebelde que no cumplió con el destino previsto para las mujeres y que se ha dedicado a ser una suerte de conciencia alterada de la sociedad. Mucho de ese desparpajo de las solteronas o simplemente de algunas mujeres mayores que ven el mundo a través del filtro de la ironía está recogido en la literatura de Tomás Carrasquilla o Tomás González, por poner dos ejemplos.

Ellas son generadoras de un tipo de sabiduría y de contra-tradición, que les da la vuelta a las voces oficiales provenientes de la iglesia, la familia y el patriarcado, y las carnavaliza, derogando su poder. En Abraham entre bandidos, una novela de Tomás González, se escuchan con nitidez esas voces, de hombres y mujeres cincelados por la tradición oral y capaces de sacarle pequeñas chispas de sabiduría. Por ejemplo: “Nadie camina con tanta maña a esa hora a no ser que se lo proponga; y nadie se propone caminar a la perfección a las tres de la mañana a no ser que esté borracho”.

Los vínculos entre lengua escrita y tradición oral son abundantes en Antioquia, como lo ratificó el colombianista Raymond L. Williams. Con posterioridad a los primeros cuentos y novelas de Carrasquilla, Antonio José “Ñito” Restrepo empezó a recopilar el Cancionero de Antioquia, que publicó en 1927 en Barcelona, y que supuso la llegada a la tradición literaria de una rica veta de poesía popular. Juan Camilo Escobar especula que el cancionero fue un trabajo que Restrepo acometió quizá desde la década de 1910, y que su publicación ayudó a consolidar una idea del pueblo como un necesario compañero de las élites. Esta solidaridad entre clases privilegiadas y pueblo, cuya evidencia ha aparecido y seguirá apareciendo en este libro, también se perfila —pero con muchas opacidades— en los arrimados, los recogidos y los bastardos, a quienes, por mucho que tuvieran un lugar en la casa común, también se les hacía saber de su condición periférica.UC

Qué es ser antioqueño
Qué es ser antioqueño
Pedro Adrián Zuluaga
Ediciones B
2020