EDITORIAL
Cinco fechas de cuarentena
I
18 de marzo
Nuevas rutinas, más sencillas, más lánguidas, más íntimas. Nuevos miedos, más profundos, más ciertos, más colectivos. No hace falta estar contagiado para que el cuerpo cambie y la mente tome rumbos inesperados. Estar quietos nos obliga a pensar de otra manera, a sufrir el tiempo que tanto hemos deseado y a rumiar los males que tanto hemos ignorado. La frivolidad ahora parece un pecado excesivo, y el humor pierde buena parte de su espacio, quedando un resquicio para el cinismo más inteligente e igualitario: ahora la burla macabra, la mueca que invoca la peste, nos corresponde a todos. Los pleitos de todos los días han perdido su valor al mismo ritmo de las acciones. A diferencia de las tragedias que trae la guerra, donde el poder, los palacios, los atriles y los escudos patrios se engrandecen, con la condena de las plagas esos alardes se hacen más nimios y menos eficaces.
Aún no hemos sido tocados por ninguna tragedia. Lo nuestro es todavía un miedo a la muerte en abstracto, no el dolor frente a sus detalles. Nuestro ánimo puede cambiar de forma drástica. Montaigne, amigo de sus debilidades y dado a experimentar con su carácter para evidenciar sus propios errores, nos habla de ese espíritu voluble: “Si me sonríe mi salud y la luz de un precioso día, soy un hombre estupendo; si tengo un cayo que me duele en el dedo del pie, soy hosco, desagradable e inaccesible”.
Para los afortunados, quienes podemos sentarnos a leer, a pensar o trabajar desde la casa, se viene el aburrimiento más que la desesperación, y tal vez aparezcan algunas de las lecciones que adelanta Joseph Brodsky: “Eres finito –dice el tiempo con la voz del aburrimiento–, y cualquier cosa que hagas desde mi punto de vista es vana… El aburrimiento supone, en efecto, una irrupción del tiempo en nuestro esquema de valores. Sitúa la vida en su justa perspectiva. Lo cual da como resultado la precisión y la humildad”.
II
25 de marzo
Mientras las redes rechinan y se dan las cruentas batallas de teclado, la ciudad muestra una cara apacible. El encierro, la política, los comunicados que se superponen y los decretos que se contradicen multiplican la neurosis y el mito de la ciudad vacía. En Medellín, el decreto no dio autorización para salir a comprar alimentos, pero algunos caminan con juicio hasta el mercado y hacen sus compras. El metro deja oír su zumbido cada media hora y unos pocos buses ruedan. Recicladores, barrenderos y domiciliarios son los dueños de la ciudad, ejercen su mayoría con desenfado. Desde las casas muchos piden leyes marciales, claman por la policía y el ejército.
Las muertes por el covid-19 serán inevitables. Ya hemos comenzado el conteo. Las medidas son urgentes, y pueden limitar las libertades personales pero no pueden suspenderlas. La tentación de la servidumbre, de entregar toda la responsabilidad a la severidad de un dirigente o un gobierno, puede resultar peor que los estragos del virus. La potencialidad de contagiar a otros es un patrimonio de todos, no es un asunto de víctimas y victimarios. No somos una mayoría de sanos contra los apestados o los posibles transmisores. La histeria podría llevarnos a ver a los ancianos “prófugos” para recibir un poco de sol en los parques. Todas las decisiones, sean médicas, sean políticas o sociales, tienen efectos secundarios. Tendremos que ir haciendo porosa, poco a poco, con responsabilidad, nuestra burbuja de cuarentena. Lo dijo un risueño reciclador en medio de su rebusque en la ciudad vacía: “Al que no sale no le da el viento”.
III
1 de abril
Tal vez tenían razón los habitantes de algunas ciudades europeas durante una de las tantas pestes en siglo XIX: “Y cuando la gente se dio cuenta y creció la creencia de que el cielo no quería o no podía ayudarles, no solo bajaron los brazos diciendo ‘Dejemos llegar lo que tenga que llegar’. Más aún, pareció como si el pecado hubiera brotado de un malestar secreto y clandestino hasta convertirse en una horrorosa, rabiosa plaga, que, mano a mano con el contagio físico, trataba de matar el alma mientras la otra destrozaba el cuerpo…”. Caminamos sobre un hielo muy delgado, dice Ángela Merkel, y la metáfora sirve para señalar la pequeña línea entre la salvación y en inframundo.
Mientras tanto, las ceremonias religiosas se han tomado Facebook y los sacerdotes confiesan en los call center.
IV
8 de abril
En el Reino Unido Boris Johnson apostó por los científicos. El crudo realismo de los modelos y el inevitable pragmatismo económico. Si es cierto que una muy buena parte de la población debe infectarse para lograr la “inmunidad del rebaño”, pues lo mejor sería dejar avanzar el virus y encerrar a los más débiles. “Debo ser claro con ustedes y con la ciudadanía británica: muchas familias van a perder a sus seres queridos antes de lo que pensaban”. El papá de Johnson, entonces, no podría cumplir sus deseos de ir al pub del barrio. Pero los científicos cambian de una semana a otra frente a este virus más ubicuo que inocuo. Y señalaron la posibilidad de 260 000 muertes en unos meses a causa del covid-19 y la congestión hospitalaria. Ahora Johnson está en una Unidad de Cuidados Intensivos por coronavirus y la reina Isabel II habló sin corona frente a la nación: “Deberíamos sentirnos tranquilos de que, si bien aún nos queda más por soportar, volverán los mejores días: estaremos con nuestros amigos nuevamente; estaremos con nuestras familias nuevamente; nos volveremos a ver”. Las sillas presidenciales se ven tan inútiles por estos días que los ciudadanos se sienten mejor siendo súbditos.
También la ideología se hace invisible en medio de la confusión del mundo que mira tras la ventana. Trump y su desmesura se encargó de retar el virus sin dejar de dar bofetadas a sus rivales vía Twitter. Su oficio es no tener miedo. Pero Queens, su distrito en NY, según sus propias palabras, es ahora el foco de la infección. Y el presidente bajó el tono y agachó la cabeza. Desde el otro lado del muro, y de las ideas y los intereses nacionales, AMLO hace lo mismo que Trump, solo que ya no enérgico sino adormecido.
Tal vez nosotros debamos agradecer la intrascendencia a la que nos había acostumbrado el gobierno, y vivir una crisis en tono menor en lo político, sin el estridente llamado al heroísmo ni las audacias del caudillo.
V
15 de abril
Las recomendaciones sensatas desde los hospitales traen consecuencias en cuartos distintos a las Unidades de Cuidados Intensivos. La precaución frente al ataque del virus crea necesariamente sufrimientos sociales, estragos económicos, desbalances familiares, crisis personales. No se trata del falso dilema entre la vida y la economía, entre unos cuantos codiciosos y la salud de todos, entre el balance de las empresas y el conteo de las muertes. La quietud mundial que se impuesto afecta sobre todo a quienes basan la subsistencia en sus recorridos diarios, en sus esfuerzos de puertas para afuera, en el pago por sus servicios o su rutina del minuto a minuto.
Peter Singer, profesor de bioética en Princeton, lo dice con arriesgada claridad en una conversación publicada el domingo pasado en el NYT: “Creo que la suposición, y ha sido una suposición en esta discusión, de que tenemos que hacer todo lo posible para reducir el número de muertes, no es realmente la suposición correcta (…) Ningún gobierno invierte cada dólar que gasta en salvar vidas. Y realmente no podemos mantener todo cerrado hasta que no haya más muertes. Así que creo que es algo que debe entrar en discusión. ¿Cómo evaluamos el costo general para todos en términos de pérdida de calidad de vida, pérdida de bienestar, así como el hecho de que se están perdiendo vidas?”.
Buena parte de los casos en los que en coronavirus resulta mortal se dan por una especie de sobre reacción del sistema inmune. Cuando el organismo no logra detener el virus y detecta un daño celular, provoca una respuesta inflamatoria para defenderse liberando gran cantidad de citocinas. Esa inflamación generalizada acaba en un daño sistémico y en la muerte del paciente. La comparación puede ser válida al evaluar las medidas de los gobiernos y la sociedad frente a la pandemia. ¿Estaremos en una sobrereacción que puede causar daños más graves al “sistema social”?