El jardín de las inmundicias
Diego Molina. Fotografía Juan Fernando Ospina
La peste negra del siglo XIV en Europa se dio gracias a una interacción particular de organismos y tuvo resultados inesperados. Ratas cargadas de pulgas que a su vez hospedaban una bacteria mortal (Yersinia pestis) habían flanqueado las murallas de las ciudades medievales llevando consigo la muerte y estremeciendo los cimientos cosmogónicos de una época. Una visión del mundo que orbitaba alrededor de la presencia y los designios de Dios se fracturaba de a poco con cada hombre, mujer o niño que moría. Paradójicamente, los muertos de la peste, las ratas y sus pulgas infectadas serían la chispa que daría luz al periodo que hoy conocemos como Renacimiento.
La historia de la peste no es la única historia que comienza con una rata y que vincula a otros organismos en torno de la enfermedad. En 1779, el químico holandés Jan Ingenhousz revelaría el papel de las plantas como productoras de oxígeno basado en un brillante experimento realizado unos años antes por su homólogo inglés Joseph Priestley. Resulta que al poner una rata y una planta encerradas herméticamente dentro de una campana de cristal, Priestley observó que tanto la planta como el roedor sobrevivían; contrario a lo que sucedía cuando encerraba a la rata sola, sin la planta, y el animal moría lentamente y asfixiado. Con este experimento el británico descubría la habilidad de las plantas para “purificar” las “exhalaciones carbónicas” de otros organismos. Es decir, las plantas eran capaces de limpiar el aire y de ese modo permitir la vida de los seres que respiran a su alrededor. La trascendencia de lo hallado por Ingenhousz y Priestley en relación con el poder purificador de las plantas no sería, sin embargo, más que un episodio en el ya abultado libro de la historia de la ciencia, si no fuera por las implicaciones prácticas que tendría su descubrimiento en relación con la enfermedad y nuestra forma de habitar la ciudad.
El poder purificador de las plantas se articularía con la apariencia de nuestras ciudades modernas a través de las ideas sobre la enfermedad y el contagio presentes a lo largo del siglo XIX. Durante la mayor parte de ese siglo la enfermedad se entendía como el producto de miasmas, vapores deletéreos y efluvios telúricos: enemigos invisibles que se producían y se reproducían en las aguas estancadas, excrementos, cadáveres o en cualquier otra materia orgánica en descomposición. Una vez en contacto con la atmósfera, la humedad, la suciedad o las corrientes de aire, estos elementos perniciosos eran transportados por el espacio propagando de este modo la enfermedad. A la sombra de estas ideas, el aire se convertía en una especie de actor social ambivalente que, cuando limpio y oxigenado revitalizaba, pero cuando corrupto e impuro era medio transmisor de enfermedad y muerte. Considerando su capacidad de tornar en respirables los malos aires, las plantas se pensaron como filtros orgánicos capaces de purificar no solo el ambiente sino también de paso a las personas que respiraban esos aires.
La forma ilustrada de entender a las plantas como instrumentos profilácticos cambió a su vez la manera de entender su poder medicinal. Ya no solo eran las infusiones, los cataplasmas y bebedizos de hierbas las formas en las que raíces, cortezas, hojas y flores se convertían en medicina. Si hasta ese entonces la química oculta en las células vegetales les había conferido un papel especial como medicina tradicional, la inserción de las plantas en las ideas de los miasmas y los malos aires hizo de ellas organismos saludables y útiles por el solo hecho de existir.
Con la muerte de aquella rata sola y asfixiada en la Inglaterra de fines del siglo XVIII, había nacido un nuevo tipo de planta que encontraría en el árbol, como epítome físico y simbólico del reino vegetal, una nueva dimensión: había nacido el árbol medicinal. Este árbol moderno, unidad casi mística hecha de múltiples especies, encontraría su nicho ecológico en las ciudades en crecimiento que compartían con la rata del experimento de Priestley su asfixia por cuenta de sus propias exhalaciones, miasmas y efluvios.
Con la modernización, la ciudad no solo se hizo accesible, se convirtió en el faro luminoso de una civilización que atraía a hordas de campesinos que, como polillas, vendrían a morir sacrificados ante sus luces. Los otrora ordeñadores y futuros operarios se fueron acumulando, uno a uno, en las oquedades que dejaba disponible la estructura de la antigua ciudad. Las casas de patios signo de la colonia, ya en declive, como sus antiguos ocupantes, se usaron extensamente para albergar a una creciente población urbana. En 1852 el botánico escocés Isaac Holton describía el lugar donde su lavandera vivía en Bogotá como un sitio oscuro, sin drenaje ni alcantarillado, sin ventanas, con un poyo para cocinar incrustado en la pared, cuyo adusto mobiliario se componía de una mesa, una silla y una butaca, tres platos de barro y unas esteras roídas que hacían las veces de camas y, peor aún, sin acceso al patio para compartir con los de su misma clase. Las limitaciones para socializar se compensaban con la extrema vida comunitaria que llevaban algunos adentro de esas cavernas modernas donde no pocas veces se acomodaban hasta nueve personas. Así las cosas, si un pollo a manera de almuerzo entraba en esa habitación, sus huesos y lo que quedaba de él después de la humana digestión salían por la misma puerta por la que había entrado. La ciudad moderna, que se apretaba en su antiguo cascarón como una chicharra que no puede mudar de exoesqueleto, se abarrotaba de gente, de respiraciones y de aires malsanos y así pronto se hizo infecciosa, insalubre, mortal. Tuberculosis, tifo, sarampión, viruela y disentería se destilaban del revoltijo de excrementos y orines de cristianos y otras especies que se acumulaban en las calles con cáscaras, huesos y sangres de variada naturaleza.
Ante este panorama el árbol medicinal entra en escena. Los doctores se lo diagnostican a una ciudad enferma. El gremio médico produce o traduce artículos que hablan de las bondades del árbol y de los jardines en las ciudades. Ejemplo de esto ocurrió en 1886, cuando el médico medellinense Francisco Uribe aconsejaba “continuar la plantación de árboles que tanto embellecen las calles y paseos como purifican el aire atmosférico”. Cuando Uribe habla de continuar es porque, siguiendo los ejemplos de ciudades europeas como París y sus bulevares, la ciudad de finales del siglo XIX se reverdece: aún infecta pero, ansiosa de ser moderna, se llena de árboles. En nuestro entorno local, esta tendencia global cambiaría el paisaje bucólico de la Medellín en la que los minifundios y solares cultivados de caña, maíz o frijol se fueron transformando en ciudad, lo que traía consigo otro tipo de vegetales; la ciudad llegó con sus plantas ornamentales y su árbol medicinal. Se ajardina entonces la Plaza de Berrío y en lo que hasta entonces era un potrero periférico, sitio de fusilamientos y vacas, se plantaría el Parque de Bolívar. El agricultor que sembraba para comer, ahora trasplantado a la ciudad, se convierte en jardinero y de sus manos emergen jardines, parques y avenidas arborizadas. Todo muy oxigenado.
A finales del siglo los árboles se convierten en mobiliario urbano. Así como una farola produce luz o un poste sostiene los cables, el árbol produce oxígeno y al mismo tiempo embellece. El árbol como filtro orgánico trabaja. A diferencia de su homólogo rural (el del bosque, perdido entre una multitud de sus congéneres), el árbol de la ciudad se individualiza, se siembra ordenadamente en ringleras, se le controlan las plagas, se le poda, se le regula su crecimiento. De este modo, el renovado ser humano urbano comparte, de alguna manera, su destino de orden y control con ese árbol trasplantado en la ciudad. Sin embargo, así como el árbol renegado que en el día produce su valioso gas y en la noche dispersa el maligno CO2 como subproducto de la respiración inversa de las plantas conocida como transpiración, así mismo algunos seres humanos urbanos, renegados, impotentes o marginados, no cumplían con su función social. Sin embargo, una vez más, el árbol medicinal vendría a ejercer sobre ellos su labor civilizatoria y vigorizante.
Dado que la concepción de la enfermedad de ese momento también incluía dentro de su definición al inmoral, vagabundo, ladrón y homosexual, los espacios oxigenados no solo servían para curar el cuerpo, en ellos, los vicios y las pasiones mundanas también encontraban sosiego. Es así que, entre otras medidas higiénicas, los árboles como filtros orgánicos fueron usados para el “perfeccionamiento de la raza”, estado al cual no se llegaba según Manuel Uribe Ángel “sino por medio de una perfecta robustez y por la posesión de humores exentos de todo vicio debilitante y enfermizo”. Esta labor civilizadora y reconstituyente de los árboles se vería modulada por la realidad de una sociedad profundamente desigual.
Acostumbrados a acceder de primeros a las maravillas que la modernidad traía consigo (electricidad, alcantarillado, radio), las elites se vieron obligadas a compartir con los pobres, enfermos y marginados de toda factura la opulencia del aire purificado. Esto pronto provocaría el conflicto y sucesivos intentos de exclusión. En 1912, por ejemplo, argumentado la recaudación de fondos para un asilo bajo su administración, distinguidas damas de la sociedad medellinense enviaron una solicitud al Concejo de la ciudad pidiendo “autorización para cobrar la entrada al Parque de Bolívar, a la hora de la retreta, y únicamente el domingo de Pascua”. Debido a la inconformidad social que representaba cobrar por el ingreso a los parques, el Concejo, ese mismo año, llegaría a una solución alternativa al privatizar los asientos de los parques de Berrío y Bolívar. Acogiendo la propuesta de los concejales Restrepo y Posada esta entidad aprobó el uso de los asientos a las personas que en previa licitación pública hubieran dado la mayor suma de dinero por el derecho a sentarse; más aun, según el decreto, los asientos serían resguardados de su uso por personas no autorizadas a través del ojo vigilante de los guardaparques que eran empleados públicos.
Ante los intentos de restringir el uso de los parques por parte de los pobres, enfermos o mendigos, pronto se escucharon voces en favor de la democratización de estos espacios y de sus aires limpios. En 1910, ante el anuncio oficial de la construcción del Bosque de la Independencia (hoy Jardín Botánico), aparecería en el Diario de Medellín una pequeña columna en la que se exigía que este nuevo espacio fuera un lugar en el que “todos ‘republicanamente’ tengamos un sitio de recreo común á todas las clases sociales; que puedan respirar su aire libre y perfumado los pobres y los ricos, los blancos y los negros; (...) ¡que allí vayan también las clases medias, que por él también puedan pasearse los mendigos, los que están condenados á no asistir á los parques cuya entrada cuesta dinero á toda clase de espectáculos públicos”.
Idealmente, los parques de la ciudad eran lugares donde el trabajador podía pasear de manera sana con su familia los fines de semana, alejado así de las chicherías y de sus vicios, mientras los enfermos y mendigos encontrarían en sus aires consuelo y algo de sanación. Sin embargo, los intentos de cobrar por la entrada a estos espacios, aunados una fina maquinaria de exclusión compuesta por horario, rejas y celadores, privatizaban los buenos aires medicinales de los parques y excluían a todos aquellos incapaces de pagar por su entrada. Así, parecía que el poder sanador de las plantas y de los espacios verdes de la ciudad se hacía mercancía de consumo, cruel presagio de los actuales modelos empresariales de la salud.
Sin embargo, todos aquellos al margen, atacados de melancolía, lunáticos, huérfanos, criminales, ociosos o leprosos encontrarían la forma de que las plantas siguieran trabajando en su recuperación física y moral, ya no en los centros de las ciudades o en las plazas convertidas en jardines, sino en sitios aislados de reclusión. A los huérfanos en Bogotá, por ejemplo, se les enviaba al orfanato San José donde con el cultivo de hortalizas y la producción de jardines se les enseñaba el valor de la disciplina. A los leprosos de las zonas más pobladas del país se les confinaba en el pueblo Agua de Dios donde se les asignaban trabajos agrícolas; así mismo a los reos, algunos de los cuales eran enviados a colonias agrícolas en medio de la manigua como la del Carare en el Meta. En todos estos lugares correccionales las plantas ya no solo cumplían con su papel como filtro y purificador de lugares malsanos, allí plantas ornamentales, hortalizas y árboles selváticos (ya no tan salubres) eran herramientas de disciplina y corrección moral. Sin embargo, esto hace parte de otra historia que no puede ser contada aquí.
Finalmente, con la aceptación de las ideas sobre los microrganismos demostradas a través de una serie de elegantes experimentos por Louis Pasteur, los miasmas y efluvios que, invisibles, habían sido portadores de las muertes por siglos, adquirían un cuerpo. A su lado, la invención de la penicilina por Alexander Fleming durante la década de 1920 daría herramientas para combatir ciertas infecciones de origen bacteriano. Aunado a estos hallazgos médicos, un progresivo fortalecimiento en la cobertura de la infraestructura sanitaria posibilitó un mejoramiento de las condiciones de vida urbanas.
Sin embargo, a pesar de que el árbol ya no era el medio más eficaz en la lucha contra el contagio y la enfermedad, su presencia en nuestras ciudades ha persistido como legado de aquella lucha contra los agentes infecciosos e invisibles que mataron a muchos de nuestros antepasados. Usados por siglos como fuente inagotable de metáforas (hablamos del árbol de la vida, de echar raíces, de ser fuerte como un roble, de marchitarnos, de morir de pie), las plantas en general y el árbol en particular son organismos que sufren una transformación conceptual de cuando en cuando. El nuevo árbol moderno del siglo XXI nuevamente instrumentalizado, a medio camino entre la metáfora y la técnica, se usa como barril, como prestador de servicios ecosistémicos (coincidencia contractual) cuyo trabajo es acumular o “secuestrar” CO2. En su nuevo papel el árbol de hoy nos permite expiar, de cierto modo, nuestra colectiva mea culpa del sistema actual de consumo. Sin embargo, en estos días en los que al engranaje de esa gran maquinaria del mundo del crecimiento económico se le atraviesa de nuevo un enemigo invisible que la asfixia y parece detenerla, resulta inquietante la coincidencia de cómo hace solo unos meses veíamos con indiferencia esos pulmones del mundo amazónico ardiendo al lado de sus homólogos australianos, y sean ahora nuestros propios pulmones los que colapsan cuando un virus destruye ese bosque de alvéolos que todos llevamos adentro.