Número 106, mayo 2019

Revolución doméstica
Omar Mauricio Velázquez. Fotografías: Archivo familiar

Congreso Nacional de la UMD. 1978.
Congreso Nacional de la UMD. 1978.


El pastel de pollo y el café con leche constituyen la piedra angular nutritiva de mi infancia. Me los compraban al lado del Edificio Henry, en La Sorpresa o en Fedeta. El bus de Castilla parqueaba en Juan del Corral, frente a la Lavandería Real, y desde ahí se caminaba para arriba, para abajo, para un lado y para el otro. Mi mamá solía bajar por Juanambú hacia la Plazuela de Zea y en la Plaza Rojas Pinilla se encontraba con doña Aura, que vivía ahí cerca, en un apartamento con olor a Creso Pinol donde siempre me daban Pepsi con galletas Sultana. Unos pasos más adelante estaba la Federación de Trabajadores de Antioquia, una agremiación de distintas organizaciones sindicales reunidas en un inquilinato donde, además de sus labores de vigilancia, los cuidanderos administraban una cafetería. Los tiempos muertos del colegio los pasé entre ese lugar y el Edificio Jemacías, al frente de la iglesia de La Veracruz y a dos calles del puesto de la señora a la que mi papá le compraba morcilla al salir de las oficinas del sindicato. Como podrán intuir, soy el hijo de un par de socialistas, algo así como gente de izquierda moderada incapaz de agarrar un fusil pero dispuesta a tirar tachuelas en las calles para protestar contra el Estado y el estado de las cosas.

—Hoy quiero papas —le dije a mi mamá mientras apretaba el puchero con el que siempre avisaba mi disgusto de estar en aquel tumulto de gente que todo el tiempo hablaba de la utecé, la cetecé, la cegetedé, y el pecé—. La última vez le compré un buñuelo y lo dejó completo —replicó mi mamá sin agregar más porque en ese momento llegaban sus amigas Irene y Gudiela, que estaban en Bogotá y traían noticias de la dirección nacional de la Unión de Mujeres Demócratas de Colombia.
—Aida dice que nuestra labor va más allá del voluntariado social y la pedagogía —algo así le escuché a doña Gudiela—. Y que como mujeres de izquierda también debemos hacernos sentir el Día del Trabajo —concluyó, y enseguida le dio la palabra a la compañera Mariela, o sea, mi mamá.
—Yo les he dicho que esos barrigones buscan cualquier excusa después de la marcha para volarse con esas mujeres de La Veracruz —dijo mi mamá, si mal no recuerdo—. Que nos plantemos con ellos también es una forma de hacernos sentir menos disminuidas y anuladas —sentenció.
—Sí, sí, esos degenerados nos tienen reducidas con la excusa del manifiesto y después se van para La Terraza y el Dino Rojo a beber aguardiente con esas tipas —refunfuñaba otra señora, de la que olvidé el nombre.

Y así, entre puños que se alzaban al aire mientras apretaban los dientes, caminaron por el estrecho corredor hasta el vetusto mezzanine donde al fondo, quedaba la oficina de la Unión de Mujeres Demócratas, UMD, uemedé. O húmedas como también les decían.

Los días previos al Primero de Mayo siempre eran iguales. Si salía con mi mamá, el pastel de pollo era en Fedeta, si salía con mi papá, en La Sorpresa, ahí al frente de Foto Garcés, donde me hicieron el retrato de la primera comunión.

—Ahí llamó mi señora —le escuché decir a don Camilo—. Esas húmedas nos van a dañar el plan con las coperas —remató, y lanzó una risotada que hizo temblar la larga mesa con trastos y cubiertos en el Sindicato de Trabajadores Siderúrgicos del que mi papá hacía parte.
—Voy a hablar con Mariela —dijo mi papá mientras se dirigía al teléfono Ericsson de disco, y al que le tenía que quitar un candado que evitaba las largas peroratas de un sindicalista sin identificar que disparaba la cuenta de servicios.
—Aló.
—Fedeta —le respondieron.
—Ve, pásame a Mariela la de la Uemedé —requirió mi papá. Al otro lado de la línea se escuchó un prolongado y agudo grito de Marieeeela y segundos después llegó mi mamá.
—Aló.
—Mella —contestó mi papá con la suavidad que enmascara el miedo varonil.
—Contá.
—Oíste, cuenta Camilo que ustedes van a ir a la marcha.
—Sí, ¿por qué? —respondió mi mamá.
Por un momento hubo un silencio que solo se rompía con los gritos de la plazoleta de La Veracruz, los pitos de los buses y el cordón del teléfono con el que mi papá jugaba.
—¿Por qué se les metió la idea de ir con nosotros a la marcha? —continuó mi papá.
—¿Por qué no?
—Mirá, te vas …se van a exponer a un bolillazo, a una batida y a esas cosas que son de hombres.

En aquella época el pitido intermitente del tu-tu-tu era una señal inequívoca del fin de la llamada. Mi mamá, resuelta, no solo le había tirado el teléfono a mi papá. Ese día había comenzado una revolución que la llevó a gritar consignas, a forjarse como líder y hacer de su proclama un fin: “Hay que educarse para crear autonomía”.

Mis padres han mantenido un matrimonio de más de sesenta años basado en el respeto, ese que hizo sentir mi mamá cuando le dijeron que “esas son cosas de hombres”. Mis expediciones al Centro a comer pasteles de pollo disminuyeron, al tiempo que entraba en la adolescencia y comprendía el apodo infame que los sindicalistas les tenían a las integrantes de la UMD. UC

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