Un peregrinaje, una clase de geografía olvidada, una expedición que no termina. Todo eso es esta crónica de una mujer y sus hijos que conocen de sobra las dos caras de las puertas que se abren y se cierran en Venezuela y Colombia. Puerto Carreño en el Vichada, Puerto Ayacucho en el Amazonas, cerros, ríos y el sueño de llegar al Chocó, la tierra de su primera huida.
Liz
Anamaría Bedoya. Fotografías: Juanita Escobar
Retrato
Llamamos por su nombre: ¡Liz! Una sílaba sucinta y seseante. Escuchamos pasos al otro lado de una lona verde que demarcaba la entrada de su casa. Era una noche ventosa. Juanita Escobar la había conocido tres años antes, en el Cerro de Bandera, Puerto Carreño.
“Ella estaba ahí, al filo del día, brillando con su voz y sus ojos como luciérnagas, imponiéndose en el paisaje, atrás de ella, el Orinoco extendido. Fue el primer retrato que hice en este río, desde hacía ocho años soñaba con conocer las aguas del Orinoco, las que dan el nombre al inmenso llano que yo ya habitaba, pero desde muy lejos, en el Casanare. En las fotos que tengo de ella a la orilla de río, su mirada va hacia Venezuela, nosotras estamos paradas en el departamento del Vichada, en Colombia, y en el escudo de la bandera amarillo con verde está escrito: ‘Tierra de hombres para hombres sin tierra’. Ahí estábamos nosotras, izándonos, proclamando nuestra manera de pertenecer, nuestra voz”.
Liz no había nacido cuando sus padres abandonaran el Chocó. Vivían en un pueblito aislado de la selva pluvial, pobre y acosado por la violencia. No había trabajo ni sosiego, no había cómo. Huyeron lo más lejos posible. Peregrinaron hacia el suroriente del país por paisajes desconocidos, cruzaron los Andes, anduvieron por lo llano, navegaron en el impetuoso Orinoco y llegaron a Puerto Ayacucho, en el estado de Amazonas, en Venezuela. Allí nació ella.
Huir fue una forma de libertad para el tropel de colombianos que se marcharon a finales del siglo pasado, era la posibilidad de reiniciar la vida, de encontrarle sentido a esa palabra. La búsqueda de un bienestar significaba darle la espalda a la casa, abandonar el burro, el perro, el platanal y la atarraya; decir adiós a los tíos, a los primos, a los abuelos.
De Colombia quedaba un papel con una lista de apellidos, algunas fotos y documentos de identificación personal. Los exiliados que migraron a Venezuela fueron miles, pero ningún registro oficial alcanzó a contarlos. Desplazados por la indiferencia del Estado, empujados por el desempleo, acosados por la muerte, desarraigados de la exuberante tierra que se peleaban bandos enemigos, escupidos por el hambre encarnada en la figura del país que los echó al olvido.
Puentes, trochas, ríos se convirtieron en la obstinada promesa del reinicio. El hogar se llevaba en la vehemencia de la marcha, en la barriga que crecía. La guía en el camino fue el deseo de encontrar un pedazo de tierra dónde levantar un rancho. Venezuela se convirtió en el remanso donde fue posible quedarse. Empezar de cero. Ser un desconocido. Ampararse bajo otras leyes. Comer pescados de otros ríos. Aprender nuevos mitos y leyendas. Moverse al compás de otros acentos.
Liz dice chama, cónchale, pana y, sin embargo, aunque a sus 32 años no ha ido ni una sola vez al Chocó, en su hablar hay un residuo del implosivo y vibrante dialecto del Pacífico. Está adherida a ese lugar a más de mil kilómetros de distancia. Quiere ir con sus dos niños.
Desea saber lo que se siente decir primo, tío, abuelo. Le gustaría vivir un aguacero en el lugar del mundo donde más llueve y bailar feroz y desenvuelta. Ha escuchado de esas parrandas que se arman en el mismísimo Chocó, donde, dicen, los bafles son más grandes que los niños. Imagina sus caderas moviéndose al ritmo de una chirimía, un currulao, un bullarengue. Le gusta reír duro, alzando los pómulos suaves y oscilando el cuerpo en regocijo; pero en sus ojos angulosos se vislumbra, rodeando el iris ébano, una indudable tristeza.
Hace tres años llegó a Puerto Carreño y empezó a recorrer las calles rojizas vendiendo productos para el pelo con la intención de convertir los pesos en fajos de bolívares para comprar comida y alimentar a sus hijos. Pero fue en el puerto donde finalmente encontró su ancla: un militar que parecía compartir sus gustos.
Lo suyo, sin embargo, no ha sido un retorno, ha sido el desexilio. El desexilio de los que empezaron a regresar porque en la nación hermana las cosas ya no eran como antes. Lo que consiguieron durante años se hizo pedazos que quedaron en el camino. El vestigio de otra huida. Huir del Estado venezolano, de la crisis fronteriza, de la depresión económica, de la represión política.
Liz vino con lo que tenía puesto, en cada mano un hijo.
Aquella noche sin estrellas, Juanita, que había aplazado durante meses ese momento, se presentaba ante ella sin cámara. Ese día no habría fotos.
“Era el día de escuchar lo que ella quisiera contar, de comprender los gestos y las miradas, de darle tono a las tardes del río, de darle hondura al por qué de sus lágrimas. La historia de Liz está llena de raíces que flotan, viajan buscando dónde agarrarse, encontrarse y seguir perteneciendo.
Un año después de nuestro primer encuentro fuimos a las playas del río Bita, hicimos muchas fotos, entre esas las raíces de su pelo y las del árbol… ambos momentos complementaron su retrato, trayéndome más imágenes para comprenderla a ella, y a través de ella el territorio: el cuerpo del agua que se funde con el cuerpo de la mujer.
Liz nunca dejó de acompañarme. A lo largo de esta búsqueda, han ido apareciendo otros personajes, Lourdes, Gledys, Ariani, Samay, María, Lilibeth, todas ellas hilos de pensamientos e historias que me han ido envolviendo. Marcando el ritmo del tiempo necesario para estar, descubrir y contar sus memorias, han surgido muchas preguntas, las he lanzado al río esperando que los viajes y los encuentros traigan más y más respuestas; más y más preguntas, para no irme nunca, para seguir habitando el vasto territorio del llano del Orinoco”.
La silueta delgada de Liz apareció por encima de la lona verde. Vimos su sonrisa blanquísima, las piernas tersas, sus duros hombros redondos y brillantes, como dos barnizados pomos precisos para sostener sus brazos atléticos de mujer enseñada a trastear con lo que es suyo. La cascada lustrosa de trencitas caía a ambos lados, por encima del pecho. El abdomen duro, surcado de arrugas el ombligo, huella de dos partos. Los ojos lacrimosos.
Puso en el patio tres sillas plásticas, sin soltar el smartphone. Se sentó apoyando los codos en los muslos, como la líder que es cuando anima a sus compañeras de fútbol en la cancha. Miraba de soslayo, a través de la puerta abierta, a sus hijos, y al hijo de su marido, que veían televisión. Bajó el tono, recelosa. Las frases empezaron a fluctuar como olas espumosas que despertaran los recuerdos en su nido.
La madre que levantó a los hijos vendiendo empanadas en el Amazonas venezolano, el padre muerto antes de tiempo, los diplomas inútiles y desvaídos, los amores siempre idos, los máwaris (encantos del río) que quisieron llevarse a sus hijos, las promesas perdidas en el vocerío del puerto, las ofertas laborales como espejismos y la casa temporal para guarecerse de la incertidumbre, para cobijar un collage de familia y procurar que no se desbarate, para servir la comida sazonada con esmero; para orar en soledad y espantar los miedos al desarraigo, al abandono, al aborrecimiento...
En su relato estaba todo eso, y también risitas afelpadas, lagrimones retenidos bajo los párpados, una rodilla hinchada de patear balones, varios secretos en fila y la presencia de la manta rosa refulgente donde se acuesta a ensoñar con el día que vaya, sin volver a cruzar el Orinoco, al Chocó.
Manta que una tarde encapotada de nubarrones grises, se convirtió en un vaporoso velo. Envuelta en él, sobre las rocas ancladas al tiempo del río, recordó a los vuelos que vienen recorriendo la llanura, y a la espesura de la selva cuya voz viaja impregnando caminos circulares y pueblos escondidos.
Ante el temido río, que la ha llevado, traído y sobrecogido hasta el cuello con sus aguas frías, se infló de viento aquel fúlgido velo. Contempló la otra orilla, y en ese mirar largamente, se elevó, ingrávida y sutilmente, sobre los encantos del río.
Voz
Yo con el Orinoco no quiero nada
Mi mamá no tuvo la oportunidad de sacarnos mucho a conocer, porque únicamente conocía allá Venezuela e Isla Margarita, no Caracas, ella nunca nos sacó por esas partes. Vea, esa señora se adaptó tanto que yo le he dicho que se venga para irnos para el Chocó y no, ella dice que no, que cónchale, que ella reconoce que es colombiana, pero que la vida en Colombia es muy dura porque aquí toca pagar arriendo, agua, luz, y que vea la situación de nosotros en Puerto Carreño que no se consigue trabajo. Ella me dice, a qué, hija, a qué nos vamos nosotros por allá, a pasar trabajos, si es que nosotros en Venezuela a veces no se consiguen las cosas, pero Dios proveerá. Como ella es cristiana, eso es lo que dice ella.
Yo tenía seis añitos cuando mi papá se enfermó, lo tenían hospitalizado aquí, nosotros duramos cuatro años viviendo en Carreño. En ese tiempo no querían atender a los colombianos. Entonces mi mamá se tuvo que venir con él para hospitalizarlo acá. Los colombianos se tenían que esconder, la policía los atacaba. Incluso, tenía yo como nueve años, cuando se querían llevar a mi papá y a un tío preso porque no tenían papeles.
Y menos mal que nosotros éramos bastantes, ocho hermanos y estábamos pequeños todos, y fue que le lloramos a los policías y no se los llevaron. Después, gracias a Dios, primeramente, y al presidente Chávez fue que les dieron su nacionalidad venezolana… Cuando a mi papá le dieron de alta, nos devolvimos para Puerto Ayacucho.
Yo no tuve novio, a los diecisiete me conseguí mi pareja, y me metí con ese muchacho. Mi mamá nunca me llegó a aceptar un novio oficial. Entonces yo agarré y me fui con ese muchacho, quedé embarazada de mi hijo. Cuando mi hijo Marco, el mayor, ya tenía dos meses, nos separamos.
Al tiempo, cuando mi hijo ya tenía como cuatro años, fue que conocí a mi segunda pareja. De ese señor sí no puedo hablar, me fue de maravilla, me quiso a ese chino como nunca nadie lo ha querido, eso le brindó un amor… Nos separamos porque se volvió muy mujeriego, ya todo era para la calle, ya no daba para la casa. Yo decía: para vivir con una persona así, me quedo sola.
Ya yo estaba pasando muchos trabajos, a veces acostaba a mis chinos sin comer nada, a veces no tenía ni siquiera un kilo de harina para hacer una arepa, yo me la pasaba llorando, no hallaba qué hacer, no tenía trabajo, el papá del segundo niño no me ayudaba, entonces me salió la oportunidad de venirme para Carreño.
Yo vendía productos de Tupperware y así fue que me empecé a venir y así fue que conocí a mi pareja de hoy en día. Un día estaba en el puerto cuando conocí a Frank. Pero antes de eso, Dios me mandó un mensaje a través de una señora. Me tocó la puerta y me dijo que me tenía un mensaje de parte de Dios, que si yo estaba dispuesta a escucharlo.
Entonces la señora me dijo: Dios te mandó a decir que te ha visto llorando, que no llores más, que él te ha visto sufriendo, que a veces no tienes qué comer, pero que no llores más, que él te tiene un hombre preparado en tu camino. Es un señor blanco, que no es de aquí, que cuando ustedes se vean eso va a ser amor a primera vista.
Eso fue así, porque en el momento en que yo llegué a Puerto Carreño y nos vimos, eso fue una química muy brava. Nos intercambiamos números, los mismos gustos que tenía él los tenía yo, yo tengo hijos varones, él tiene hijos varones y tienen casi la misma edad. Ahí nos fuimos conociendo, nos hicimos novios, yo iba y venía, hasta que un día, en el 2016, él me dijo que ya era hora que nos metiéramos a vivir. Y ahí viene Santa Teresita, ahí empezamos desde cero, a dormir en el suelo, prácticamente.
Cuando yo lo conocí, él tenía esto (la casa), pero esto no era casa, esto era horrible, él lo quería vender porque esto era muy feo, entonces yo vine, busqué al maestro de obra, para que no tuviera que pagar ayudante yo me ofrecí, el caso es que un día llegó a la casa y yo ya tenía todo empacado: nos vamos, le dije. Que para dónde, decía él. Para la casa. Que no, que eso no está terminado. Y yo: no importa. Y vea, poco a poco le hemos ido metiendo y ya mire cómo llevamos esto, pero el hombre se puso muy egoísta y mandó a poner todo esto a nombre de la hermana.
Yo sé que mis hijos no son de él, pero cuando yo lo conocí yo nunca se los negué, él me habló de sus hijos, y a mí me da tristeza porque él no comparte con los míos. Yo sé que no son sus hijos, pero él ya los tiene que ver como si fueran suyos porque ya nosotros estamos conviviendo. Y si él me quiere a mí tiene que querer a mis hijos, porque si no los quiere entonces no me quiere a mí.
He estado hablando con mi hijo mayor, y le dije: ¿A ti te gustaría que yo te mandara para Venezuela? ¿Qué sentirías? ¿Tú te pondrías bravo conmigo? Y me dijo: Mamá, no. Y después me dijo: Mamá, sí, porque quiere decir que tú vas a preferir más a un hombre que a mí que soy tu hijo. Y eso es lo otro que no me gusta de ti: cómo tú te dejas humillar de él. Y yo: Hijo, yo hago eso, yo aguanto maltrato, humillación, por ustedes, porque aquí aguantamos maltrato, pero tenemos un techo, un plato de comida, ¿qué hacemos nosotros si salimos de aquí? ¿Para dónde nos vamos a ir?
Hoy entré a messenger y le escribí a Duque (el presidente), le estoy pidiendo ayuda, trabajo o una casa. Le estoy pidiendo mucho a Dios, si me sale esa casa sería la mujer más feliz… Yo hace rato ya me hubiera abierto de aquí. Es que yo no me salgo de aquí porque no tengo a dónde ir, como voy a llevar mis hijos para Venezuela si los saqué de allá para que tuvieran una mejor educación, un mejor futuro. ¿Qué hay en Venezuela? Desgracias, muertes, niños muriéndose de hambre, inseguridad.
Yo le mandé este mensaje: Buenas noches, mi querido presidente. Lo saludo desde Puerto Carreño, Vichada, espero verlo pronto por acá. Mi Dios lo bendiga a usted y a su familia. Me respondió: “Muchas gracias por escribirnos, Liz, es un gusto saludarte, valoramos mucho cada una de tus palabras. Nos alegra saber que contamos con tu apoyo. Mensajes como el tuyo nos motivan a seguir dando lo mejor de nosotros para construir el país que todos soñamos. Amamos a Colombia y por eso trabajaremos incansablemente para hacer realidad cada compromiso que hemos hecho con los colombianos. Un fuerte abrazo”. Entonces yo le escribí otras cosas esta mañana, vamos a ver si me responde más tarde.
Me gradué de Licenciada en Educación Inicial, pero como todo lo estudiamos en Ayacucho… aquí quería meter mis papeles para trabajar, pero me dijeron que no me los valían por ser de Venezuela. Que tenía que mandarlos a notariar, no sé qué poco de requisitos, y eso es plata, entonces lo dejé ahí.
Aquí está muy duro el trabajo, la gente se está yendo para Villada, para Bogotá, para Medellín, para otras partes... Mire yo he metido hojas de vida por donde quiera. Eso está muy duro, esa gente a veces no consigue efectivo, no consiguen el arroz ni la harina ni el aceite.
Mi sueño es ir al Chocó, y siempre le he dicho a mi esposo: cónchale, que yo quiero tener esa dicha de pisar el Chocó. De poder decir esa palabra de tío o primo, porque nosotros únicamente conocemos papás y hermanos. Mi segundo sueño, si Venezuela se compone, ni lo pensaría dos veces para regresar. Pero si sigue como está, yo por allá no regreso. Y mi sueño aquí es conseguir algo: una casa, un trabajo, que yo pueda tener para darle a mis hijos, para sus estudios, para su futuro, para que el día de mañana no estén pasando ninguna necesidad. Que mis hijos no le estén mendigando un pan a nadie, sino que yo se los dé.
Mi sueño, era conocer a mi abuela, ese era mi mayor sueño, pero ya mi abuela murió, ni en fotos conocimos a mi abuela. Eso debe ser una alegría muy grande ir al Chocó, imagínese la música, la alegría. Yo bailo de todo, menos joropo. El joropo no me gusta, eso no es música que me trasnoche. Eso es como que uno estuviera matando hormigas, no me gusta.
Yo a ese Orinoco le tengo mucho miedo, desde la última vez que mi hijo casi se me ahoga ahí quedé curada. Casi pierdo a mi hijito en el Orinoco. Dicen que en ese río hay muchos encantos, y hay gente que no cree en eso y es verdad: hay encantos.
Él tenía cinco años, y una hermana mía le preguntaba que qué había pasado. Y él le decía: No, tía, una mujer en el agua me decía: ven, ven, ven. Y ese niño pasó toda la noche llorando, le dio fiebre, se paraba asustado. Y lo llevé con una señora, y ella me dijo que sí, que era un encanto que se lo estaba llevando.
Yo quería ir al Inírida, pero me dicen que hay que pasar un tal Chorro de la muerte, y noooo. No, prefiero ir para el Chocó. En Quibdó. Imagínate esas fiestas, esos bailes, ay, no, yo tengo que ir allá. Yo creo que por allá me quedo [risas]. Si me gusta me quedo. Yo tengo que ir al Chocó. Tengo que llevar a mis hijos para que ellos conozcan, porque ellos me dicen: Mamá, ¿cuándo vamos a montar en un avión?
¿Qué tal que me guste y me quedé por allá? Me consigo un chocoano [risas]. Pero que no sea negro. Negro con negro no pega. Imagínate, se va la luz y ninguno de los dos nos vemos [risas]. Negro no, no me gustan los negros, para vivir no. Para eso Dios hizo a los blancos, los morenos… No, yo negra con otro negro, no. Dios mío, no me vayas a castigar. Yo quiero un blanco.