Decía el maestro Sebastiao Salgado que la fotografía está en vías de desaparición. Lo que tenemos ahora dejó de ser fotografía: es tráfico de imágenes. Ya dejó de usarse, excepto por parte de una minoría, eso que conocimos como fotografía: traspasar la captura de luz de un soporte químico a una superficie impregnable. Duró menos de 200 años entre el descubrimiento de cómo ennegrecer de las sales de plata hasta el proceso polaroid. La fotografía, según Salgado, existe en cuanto objeto físico, en cuanto soporte, en cuanto papel y tinta, en cuanto papel, cuadro, álbum, libro, objeto observable, palpable y coleccionable.
Con la llegada de la transmisión digital masiva, el sentido de la fotografía cambia y es reemplazado por el flujo de terabytes. Un río de billones de imágenes donde la significación de cada una de ellas finalmente se diluye en aquello que Phillip K. Dick, el autor de “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” bautizó como kippel, basura sentimental. En su novela, oleadas y oleadas de objetos ya desprovistos de su significación se tornan en un problema en los edificios abandonados: piedras engastadas en anillos de novias olvidadas, cajas de fósforos con un número de teléfono anotado, peinetas de abuelas, carritos de juguete, servilletas con notas de una conversación ignota, pinturas, tarjetas de amor, cartas (sí, cartas, cartas de papel, esa otra especie ya desaparecida): objetos que nos representan la memoria de un pasado individual y único. Y desde luego, fotografías. Postales, fotografías familiares, paisajes, mementos. En la novela de Dick, al abandonar la especie humana su contaminado planeta, los que se quedan deben lidiar con el kippel, esa míriada de mementos-basura. La que en su momento también pueden servir para impostar la memoria de un falso humano, un androide. La novela de Dick posteriormente se convirtió en la celebrada película “Blade Runner” de Ridley Scott, uno de cuyos mayores valores es, paradójicamente, su tono asfixiante, su atmósfera húmeda y oscura: su fotografía.
Quienes hacen ahora fotografía análoga, quienes se atreven a pasar del mundo de los inasibles pixeles al mundo de la impresión física, de la tinta y los papeles, son unos pocos nostálgicos, unos quijotes de la estética, unos valientes que en tiempos de Instagram cultivan la ampliación y la copia de unos cuantos ejemplares en papel de algodón. Cuando esas imágenes pueden multiplicarse ad infinitum en el ciberespacio, ¿para qué esforzarse en lograr un positivo perfecto? ¿Sobre todo cuando Warhol demostró con la sopa Campbell’s que la individualidad de la obra de arte había caído herida de muerte y que la serialización la conducía hacia otros terrenos, los de lo efímero?
Creo que la respuesta es la misma que nos lleva a pagar una pequeña fortuna por entrar a un concierto cuando podríamos adquirir el disco o bajar la melodía por unos pocos centavos: se trata de la experiencia. Pararse físicamente frente a un objeto y observarlo es diferente a abrir un archivo de bytes en un teléfono inteligente, o en un monitor. La experiencia visual y sensible frente al papel es diferente que frente a la proyección. “La televisión es la presencia de la ausencia”, decían los estudiosos de comunicación del siglo pasado, y esa aseveración se extiende al mundo de las tablets y los teléfonos inteligentes. Esa magia, esa hipnosis sobre el animal humano que ejerce la realidad no-realidad de las pantallas, se transforma en una atención distinta, reflexiva. Nos paramos frente a una fotografía impresa, frente a un objeto real en un espacio real inmediato a nosotros. Esa fotografía pretende hablarnos más allá de la evidencia de la imagen y transmitirnos un significado que hay que desentrañar de un contexto o de un planteamiento gráfico.
La fotografía que entra al tráfico de imágenes de la web ha sido despojada de ese contenido. Es un río infinito de selfies y de momentos circulares en la vida de las personas, una colección de poses frente a escenarios de exhibición, asados de sábado, alas de ángel en escenarios de grafiti o torres eiffel que se consumen dentro de grupos sociales como hamburguesas del espíritu.
Ese carácter evanescente y agónico de la fotografía verdadera, de la fotografía de papel, es muy adecuado para entender la palabra que Nelly Mercedes Oliva, artista plástica radicada en Medellín utiliza para autodenominarse como marginal de la fotografía, como subversiva de la corriente central del arte actual: fotografista.
Entendámonos: Nelly no gana fortunas haciendo fotografía de matrimonios ni produciendo moda o gastronomía, ni ilustra campos mineros con drones, sin que esta observación señale peyorativamente esos oficios, tan afines al origen de la fotografía. No. Nelly hace grafismos con fotos. Así de simple. Y para que sean grafismos, o sea rasgos parecidos a los que se logran con ese carbón llamado grafito, tienen que ser análogos, así se hayan trabajado originalmente en soportes digitales. Porque el grafismo, en su etimología griega, es la manera de escribir o dibujar un individuo. Nelly ha regresado a esa actividad antigua y fundamental usando en vez del lápiz de grafito sus lentes y sus herramientas digitales contemporáneas, para trabajar el grafismo en su estado más puro, el blanco y negro.
Sabido es que los ortodoxos creen que el blanco y negro es el estado puro de la fotografía: el regreso a las sombras primigenias, esas sombras que quedaban luego del ennegrecimiento de las sales de plata expuestas a la luz, la interpretación de esas sombras. El blanco y negro nunca perdió prestigio frente a sus némesis el ektachrome y el kodachrome (procesos de positivado de color del siglo XX), entre otras causas porque el periodismo, necesitado de imprimir o transmitir cientos de miles de imágenes a bajo costo, demandaba enormes cantidades de fotografía en blanco y negro. Eso permitió que en la punta de ese iceberg apareciera el arte: el trabajo del periodismo alcanza momentos de epifanía, y así muchos fotógrafos provenientes del periodismo hicieron su encuentro con el arte: desde el manido ejemplo del francés Cartier Bresson y de la pareja húngara oculta bajo el seudónimo de Robert Capa, hasta algunos memorables fotógrafos colombianos como la antioqueña Luz Helena Castro, el bogotano Carlos Caicedo o el cataquero Leo Matiz. Es muy común encontrar fotógrafos provenientes del periodismo tratando de cruzar la frontera hacia el arte, así como hay muchos periodistas tratando de cruzar la difícil y engañosa frontera hacia la literatura.
Pero Nelly Oliva tampoco transita ese áspero camino entre la fotografía institucional, periodística o publicitaria, y el arte. Al igual que Cortázar, quien prefirió trabajar como traductor de enciclopedias o envolver regalos de navidad antes que contaminar sus dedos de periodismo, Nelly se gana la vida como maestra, y a veces, muy de tarde en tarde, es posible ver su cámara empeñada en algún monte de piedad, mientras su dueña recupera la razón y se da cuenta de que su vida se compone de las sombras del eterno cuarto oscuro de su mente, desde donde proyecta hacia nosotros su visión del mundo. Una visión del mundo que creeríamos miope, no en el sentido peyorativo en el que se usa esa palabra, sino por el abundante uso del lente macro y de la manipulación de la profundidad de campo como herramienta de desenfoque, no como un recurso manido sino como un lenguaje consistente.
Nelly no es miope, pero sí lo parece, porque nos hace parte del mundo de la cercanía extrema de microscopio y el desenfoque propio del mundo de las dioptrías negativas. Su visión y su lectura del mundo están hechas en la escala de un lente macro. El recurso de la profundidad de campo, que para muchos es eso, un recurso que enfoca una flor o un pájaro en primer plano y desenfoca el resto, para Nelly es mucho más que eso: es un lenguaje. Los encierros, las fronteras, las cercas, los alambres, cobran vida en primerísimos primeros planos, en volúmenes de texturas irreales, como si fueran parte de un mundo de insectos gigantescos. Los insectos gigantescos somos nosotros, los humanos, los que estamos presos de esas marañas de cables, de ladrillos desportillados, de paredes de bahareque desencajadas y en estado de disolución. Allá la luz, aquí Nelly, tras las rejas. Y nosotros.
Podríamos decir que la fotografía de Nelly es sucia, en el sentido de que hace del deterioro y del mugre urbano y humano un tema. Las texturas y combinaciones de lo prosaico y lo abandonado se nos vuelven en el cotidiano de nuestra vida urbana un horroroso saco de ruido visual. Nelly resignifica esas texturas con su gusto por los mohos y lo podrido y lo abandonado. Lo que nos hace ver es el rastro de lo vivido y convertido en pasado a través de huellas del tiempo: las grietas, los desmoronamientos, las pinturas desconchadas y los quicios de las puertas deshojados por la humedad.
Pero es un mugre limpio. La cuidada composición, el balance exacto, la limpieza y la perfección técnica de Nelly, la pureza de su forma fotográfica, contrastan con la suciedad y la resignifican. Así la suciedad y el abandono, desde un racimo de cables hasta un vagón abandonado, pasando por una colina cubierta de favelas que se levanta sobre un lago como la negación del Monte Saint Michel de la costa francesa, se convierte en arte. En sus fotos hallamos la belleza de lo derruido, de la destrucción (o la construcción de una nueva realidad) que logra el tiempo sobre lo abandonado.
Una prefiguración del futuro de lo humano.