Carta al Príncipe
Juan Guillermo Valderrama Santamaría. Ilustración: Manuel Celis Vivas
Hoy, que ya han pasado los años y lo veo a usted tan sereno y campante por el mundo, viviendo de los logros de su padre, o de sus errores, me atrevo a escribirle esta misiva y créame que me tiembla la mano, porque la verdad me tiembla, pero me decidí, puesto que yo, igual que muchos, fui una víctima más del Soberano y de su corte.
No pido una mísera indemnización, una moneda, no; el dinero a estas alturas del partido ya no importa; lo que importaba ya está muerto.
Solo quería contarle, sin resentimientos, que cuarenta años atrás llegó al barrio el nombre de su padre y todo cambió; detrás del suyo, el de su hermana, el de su madre, el de sus tíos y tías, el de su abuela. En fin, el de toda su familia, usted me entiende.
Nosotros éramos un grupo de amigos, de todos los colores a los que aún no les despuntaba el bigote, el menor, que era yo, no cumplía los catorce.
Y digo amigos porque el idioma no nos lo habían cambiado; amigo era el amigo o llavecita, no parcero o gonorrea.
Después de salir del liceo, o de la escuela, donde jugábamos a ser inteligentes, nos parábamos en la tienda de la esquina, donde, igual, jugábamos a ser mayores; éramos más de veinte, sin contar a las mujeres. Cada cuadra tenía su esquina y cada esquina su tienda.
Era difícil vernos a todos reunidos, desde que no hubiera un picao, un baile, una elevada de cometas.
Discúlpeme, me estoy desviando del tema; a usted qué le va a importar… Le decía que hace cuarenta años pasábamos de los veinte y teníamos sueños. No le mentiré, ya todos conocíamos el poder de la yerba, no todos la usábamos pero sí habíamos experimentado con sus duendes y demonios grises.
Pues bien. Con la aparición de su padre apareció el dinero, y no digo que él lo trajera, no, fue mera casualidad, una cosa llega con la otra, usted me entiende.
Llegaron las vueltas, los escapularios, las Calimatic, las Mini Uzi; la palabra sicario saltó del diccionario al televisor, e hizo su debut La Oficina. Muchas casas de una planta se convirtieron en edificios de cinco pisos, con altar a María Auxiliadora, alumbrada de noche y alumbrada de día, o con la imagen del Niño Jesús de Atocha que repartía su abuela, ¿lo recuerda?
Detrás, ¡maldita sea!, arribaron cogiditos de la mano el maldito perico y el maldito bazuco; malditos, sí, porque nos robaron los sueños a casi los veinte que vivíamos parados en esa esquina.
El barrio se llenó de ollas: la de Gloria, Jahel, la de Tato, La Arboleda, El Morro, San Cayetano, el parque, Bulerías, y una docena más. Los sueños se fueron a la mierda por ese maldito polvo, a la mierda las muchachas, las ganas de hacer el amor, los balones, la familia, los sueños de ser abogados, futbolistas, médicos, ingenieros, periodistas, aviadores, poetas, policías; a la mierda se fue la tienda y a la mierda la esquina. ¿Lo recuerda?
No, usted qué lo va a recordar, discúlpeme, era una simple pregunta; usted no era de allí, usted solo recuerda lo que le conviene, por ejemplo: la fábula de esos miserables dos millones de dólares que, según usted, su padre quemó para darle calor a la heredera.
En tanto usted intentaba mostrar la cara protectora de su padre yo pensaba que quizás uno de esos billetes verdes había pasado antes por nuestras narices.
¿Se imagina cuántos muertos son dos millones de dólares? ¿Cuántas narices tuvieron que aspirar para calentar a la princesa? ¿Cuántos bazucos se tuvieron que armar para poder hacer una hoguera? ¿Cuántos seres humanos nos convertimos en leña para que la Infanta no se muriera de frío?
No es reclamo, créame; a veces me apasiono y me gusta hacer sumas y restas; no soy tacaño. Dos millones no son nada para calentar a quien se ama.
Me volví a ir por otro lado, discúlpeme de nuevo, este apasionamiento mío me hace cometer errores, y desviarme de lo esencial. Le decía: de los veinte murieron diecisiete; no sé por qué razón quedamos tres: la Urraca, Tembleque y quien le escribe. Los otros ya no están.
Pécora, Mako, la Gallina, Moncada, Tato, Adolfo, Elkin, el Coco, Totuma, el Negro, Sol, el Víctor, el Liso, Caliche, la Gaita, Pate y Juanjo; diecisiete, que quede claro: hablo de mi esquina, la tienda de don Ignacio. Si me pusiera a sumar otras, ni el papel ni la memoria alcanzarían.
Por eso fue que me atreví a escribirle, no por los tres que quedamos vivos, no, por los miles de diecisietes que reposan en el olvido.
Piénselo bien cuando, con jactancia, va por ahí diciendo que su padre se suicidó: “Me confesó que tenía quince balas en su pistola y que catorce de ellas irían para sus enemigos, y la última, para él”.
¿Qué le añade, de más o de menos, al holocausto que dejó, si fue suicidio o un tiro de gracia? Creo que lo importante fue que se le acabaron las balas.