Número 106, mayo 2019

CAÍDO DEL ZARZO

EL NOVENO ARTE
Elkin Obregón S. 

 

Tal vez haya un género en el cine, las historias de aquellos que enfrentan la ley. Y en él, otro, las historias de robos; un clic más y tenemos el que motiva estas líneas: los robos en los que el ingenio suplanta a la violencia: ni disparos ni bombas ni puñales. Apenas el poder del ingenio, del savoir faire, del talento. El robo elevado, o casi, al nivel de las bellas artes.

Durante muchos años, el cine se empeñó en destinar al fracaso esos eventos, y no solo en el triste Hollywood del Código Hays. En la inglesa The lavender hill mob (1951), Alec Guinness construye una trama cuya realización, por fuerza, le lleva años; al final, un incidente fortuito lo echa todo por tierra. Rififí (1954) y Topkapi (1964) son dos notables ejemplos, quizás los mejores, y sin duda los que más frustran al esperanzado espectador. Ambas son dirigidas por Jules Dassin, un norteamericano enviado a tierras europeas por el poderoso macartismo. En las dos, como en la cinta de Guinness, un detalle imposible de prever (aquel odioso pajarito de Topkapi) da al traste con dos proyectos tan minuciosos como la más espléndida de las filigranas.

Sospecha uno que, al menos en Hollywood, aquel incómodo veto comenzó a disiparse con The Thomas Crown affair (1964), con Steve McQueen en el papel de un impecable gentleman que lleva a buen término una jugosa estafa bancaria. Treinta años después, en un pseudo remake, es Pierce Brosnan quien lleva la carne al asador.

Muchos otros filmes debo dejar en el tintero: The score, por ejemplo, con Marlon Brando mirando de lejos el duelo entre Robert de Niro y Edward Norton, duelo cuyo final he de callar. Ocean’s eleven, también con dos versiones, ambientadas en Las Vegas. La primera —Sinatra— sin triunfo, la segunda —George Clooney— dejando con un palmo de narices al supervillano Andy García.

Para terminar, una de mis favoritas: How to steal a million (William Wyler, 1966), donde Peter O’Toole y Audrey Hepburn, sin ayuda de nadie, logran burlar el complejo sistema de seguridad de un museo; el objetivo, una estatuilla que, de por sí, es una estafa.

En fin. Todas estas películas triunfalmente delictivas cumplen a rajatabla la leyenda escrita en la pared de un local, escenario de un robo cometido en Niza, a finales del siglo XX: “Sin armas, sin violencia, sin odio”. Que era lo que se quería demostrar.

Elkin Obregon

CODA

Los intocables (1975) es un espléndido libro de entrevistas que nos permite espiar la obra de cinco grandes artistas colombianos. Altamente recomendable, si bien hoy solo es posible rastrearlo en bibliotecas y librerías de viejo (gracias, Paola). El autor se llama Fausto Panesso. Lo busco en Google y encuentro variada información sobre sus libros. Sobre él —su vida, sus andares, sus fechas—, ni una línea. Justo esa clase de ignorancia que añoraba Borges. UC