Ciclismo de sopa y seco
Luis Fernando González. Fotografías: Archivos Jairo Mejía y Jairo Gallego
No era el mejor equipo de ciclismo pero estaba integrado por los más valientes. ¿O cómo se le puede decir a un grupo de muchachos embutidos en camisetas de lana virgen, a más de treinta grados de temperatura, pedaleando a orillas del río Cauca, a pleno mediodía, listos para empezar a subir en sus pesadas bicicletas desde el puerto de La Felisa hasta el alto de Piononos?
Su fuerte no era la pretemporada ni los exigentes rituales de la preparación. Salían a montar cada uno por su lado. Algunas veces se acompañaban. Bajaban, subían, planeaban; hacían kilómetros para endurecer las piernas. Pura intuición y entusiasmo. Pedalear y sufrir era la máxima del equipo.
Era el ciclismo primitivo de un pueblo que se aficionó desde que en enero de 1952 pasó la segunda Vuelta a Colombia en bicicleta. Primero la etapa Riosucio- Medellín, y a los dos días, el regreso de Medellín a Riosucio que inauguraba la famosa “etapa de la muerte”: por una carretera infame de barro y piedras, después de subir el alto de Minas, bajar a La Pintada para subir por la vía de Tamesis-Valparaíso-Caramanta, bajando luego de Hojas Anchas a Supía, entraban al pueblo como una exhalación suicida por la antigua Calle Real, giraban bruscamente a la derecha, ahí en la esquina de la tienda de Papá Álvaro, dejando como recuerdo el silbido de las bicicletas al pasar y los rostros enmascarados de polvo o barro, según el estado de la carretera, para seguir raudos hacia la plaza de mercado y comenzar de nuevo a trepar al alto del Gallo, seguir a Quiebralomo, y por fin entrar a la meta en Riosucio, que se coronaba con un repecho digno de las mejores fotografías. Desde entonces, cada año, buena parte del pueblo se apostaba en esas cuestas para ayudar a los que subían con dificultades, rezagados y zigzagueantes, sudorosos y con las piernas temblando por el esfuerzo final luego de horas de pedaleo en esa infernal carretera.
Fueron años de ver pasar las carreras y escucharlas por la radio. Pero también de ser la meta de una etapa en un pueblo sin hoteles suficientes. Entonces las casas de familia hospedaban y se repartían a ciclistas, mecánicos, acompañantes, periodistas y todo ese circo que seguía la vuelta. No faltaron el honor mancillado, los noviazgos y hasta los matrimonios puestos en duda a causa de esas jornadas que cambiaban el ritmo del pueblo. Los trasmóviles parados en la meta, con los locutores narrando fugas y persecuciones inventadas, hasta que llegaban los ciclistas a la meta y lograban verlos un poco más cerca de la imaginación; el alarido de sus voces se combinaba con el estruendo de las chicharras que se agitaban en los árboles de mango del parque, pues bajo su benigna sombra se ponía la línea de llegada.
Ese mundo contagió por años de fiebre ciclística al pueblo. Durante décadas los vieron pasar hasta que quisieron tener ser protagonistas. Y pusieron su entusiasmo al servicio del naciente ciclismo local. Le echaron mano a don Joel, el señor que alquilaba bicicletas, pues era lógico suponer que supiera de ellas, pese a que por la edad el físico no le diera y hubiera sufrido las pálidas; a Crisóstomo, el panadero; Tití, luego convertido en músico popular; los hermanos Rojas; Gersaín Ramírez, una verdadera locomotora, y en fin, a todo el que montara por obligación y afición lo contagiaron con la fiebre de las competencias que cada ocho días organizaba el recién creado Comité Local de Ciclismo. Primero un circuito en el pueblo, después la Doble a La Felisa y cada vez se cogían más confianza e iban un poco más lejos, en las famosas dobles, las hazañas de ida y regreso: a Moná, a Arenales, hasta el río Arquía en los límites con Antioquia, casi en el confín del mundo imaginado.
Mi padre no se podía quedar atrás. Ciclista apasionado y seguidor de las vueltas a Colombia quería tener su propio equipo. Nos eligió a mi hermano mayor y a mí como jefes de filas. Salíamos en recorridos cortos, el plan de la vega, después una bajada hasta el sitio de Palmasola y el giro para regresar. Siempre llegué de último. Me di cuenta de que no servía para sufrir. Apenas seguía la rueda en el plan, bajaba temeroso y en la subida, apenas se inclinaba la carretera, ya me quería bajar. Ponía pie a tierra, caminaba, luego me montaba unos metros, y volvía a repetir el ciclo, hasta que por fin llegaba al alto, donde me estaban esperando. Me negué a ser ciclista, entonces, por obligación y afición, me integraron como acompañante y alimentador.
Al primer integrante, mi hermano mayor, se le sumaron tres nuevos ciclistas: Luis Eduardo ‘Dinoplino’ Giraldo, Aguirre –un panadero– y Jairo Gallego; así formó mi padre su equipo, entre corajudos y talentosos, entre porfiados y buena vida, como Gallego, un verdadero ciclista rompecorazones. La plata no rondaba pero a la escasez se le sumó creatividad. Mi madre tenía una tejedora manual marca Brother, en la que hacía por encargo buzos, bufandas y todos los productos tejidos de hilo y lana; así que tejió los uniformes del equipo de El Tambo, el nombre del negocio de mi padre, con los colores de la bandera del pueblo: amarillo y verde.
Del propio bolsillo del patrocinador, salía el pago del carro acompañante. Un jeep Willis, de los mismos que llevaban los campesinos de las veredas al mercado dominical y los regresaban ebrios con sus mercados y sin un peso en el bolsillo. El sábado de competencia lo acondicionábamos para el recorrido: llantas de repuesto, caramañolas, agua en galones, bocadillos… y un fogón de petróleo.
Colgados en la parte posterior del jeep, seguíamos el grupo de ciclistas; un pelotón no muy numeroso. El tramo de ida era la parte fácil y divertida pese a la velocidad y las curvas. El viento en la cara y la temperatura amable. Luego del falso plan y la zona de columpios. Al regreso, la temperatura comenzaba a apretar. Los ciclistas sudaban y los menos fuertes perdían la rueda, igual que los más veteranos, entre ellos don Joel que porfiaba con entereza y pundonor para no dejarse ganar por los más jóvenes. Era orgulloso y testarudo, pero los años irremediablemente cobraban factura.
Comenzaba la subida. A medida que se empinaba la carretera el reguero de ciclistas era mayor. No había forma de atenderlos a todos, un solo carro acompañante para todo el equipo lo hacía imposible. Entonces íbamos de atrás hacia adelante. El asfalto parecía derretirse. Las camisetas de lana verde amarilla eran verdaderas hornillas. El agua acumulada en los galones les caía generosa en la cabeza e iba rodando por sus cuerpos. Pero las camisetas atrapaban el agua, la retenían y se iban colgando. Más que aliviar el calor y refrescarlos, se volvían un ancla.
Las caras de sufrimiento eran el indicativo para que el director, es decir, mi padre, ordenara prender el fogón de petróleo al interior del jeep. Había que calentar el caldo de pescado. Parecía ser la fórmula secreta. Salía caliente y humeante. Luego de las maromas en la parte interior en la elaboración, se pasaba a las maniobras en el exterior, pues colgados debíamos pasar el caldo a los ciclistas sin regarlo y sin quemarlos, mientras ellos, con ojos suplicantes, nos pedían que no lo hiciéramos. Mi padre furioso, ordenaba entregar aquel exótico y peligroso energizante. Algo tomaban y mucho se regaba. Tal vez por eso no ganamos ninguna carrera.
Así, la meta ubicada en el parque del pueblo, al lado de la iglesia, siempre fue un objetivo lejano. Atrás, comiendo el polvo tirado por los carros que indefectiblemente nos adelantaban. Lo nuestro fue una nebulosa entre las náuseas y el sofoco. Más que ganar era aguantar. De honor era llegar jadeantes, con los raspones, el dolor muscular y un cansancio infinito como las medallas más preciadas. Nunca se dijo que la verdeamarela de El Tambo faltó en la raya de sentencia. ¡Eso jamás!