El Inca de los Andes caza las ruinas de su gran imperio
Hunter S. Thompson. Traducción al español de Luis Cáceres Álvarez
Cuando el frío andino desciende sobre Cuzco al anochecer, los camareros corren a bajar las persianas del salón del gran hotel en el centro de la ciudad. Lo hacen porque a esa hora los indígenas llegan a la entrada de piedra y miran, fijamente, a la gente que hay dentro. La ceguera envuelve a los turistas. Una vez que bajan las persianas, la sala de alto techo artesonado se anima de inmediato.
Los indígenas presionan sus rostros entre las barras de hierro que protegen las ventanas. Topan el cristal. Silban. Sostienen extrañas baratijas para vender. Imploran por “monies”, y generalmente arruinan el anhelo de los turistas por un inevitable pisco sour.
No siempre fue así. Esta ciudad de aire crujiente y noches frías en las montañas andinas sirvió como la capital rica en oro del imperio inca hasta 1532, la sociedad indígena que el experto en Sudamérica Harold Osborne ha llamado “la única civilización que ha logrado hacer de los Andes, realmente, un lugar habitable para el hombre”. En muchos de los edificios cuzqueños aún reposan cimientos incas, enormes paredes de piedra que han perdurado a lo largo de cuatrocientos años de guerras, saqueos, terremotos y descuido general.
Una imagen de miseria
Hoy, sin embargo, el indígena es un triste y desesperado espécimen que anda en la miseria, en la enfermedad, la suciedad, descalzo, envuelto en harapos y que mastica hojas de coca para aliviar el dolor de la realidad. Cojea por las calles empedradas de la ciudad que una vez fue la capital de su civilización.
Su cultura ha sido reducida a un montón de piedras. Los arqueólogos señalan que es un interesante montón, pero el indígena no tiene mucho estómago para hurgar en sus propias ruinas. De hecho, hay algo patético en que un niño indígena te conduzca a través de un campo para ver lo que él llama “ruinas”. Por el servicio quiere “monies”, y estará quieto a menos que le apuntes con tu cámara, lo cual costará unos diez centavos por disparo.
Probablemente, un indígena entre mil tiene alguna idea de por qué la gente llega a Cuzco a observar “ruinas”. El resto tiene otras cosas en que pensar, como conseguir lo suficiente para comer. Esto ha hecho de Cuzco uno de los puntos de agitación comunista en el continente.
Revoluciones recurrentes
“Levantamientos campesinos” inspirados por comunistas son viejas noticias en Cuzco, pues datan de principios de 1940. Lo cierto es que son familiares en todo el Perú. Una vez durante la Segunda Guerra Mundial, los comunistas se apoderaron de Cuzco y construyeron una gigantesca hoz y martillo de piedras encaladas sobre una colina con vista a la ciudad.
El patrón no ha cambiado mucho desde entonces. El invierno pasado el dirigente campesino Hugo Blanco organizó una milicia indígena en el Valle de La Convención, cerca de aquí, y llevó a cabo una serie de hostigamientos. Casi al mismo tiempo, hubo huelgas y peleas en las minas de Cerro de Pasco, propiedad de los Estados Unidos.
Pero el fenómeno no es restringido a las ciudades, ni solo a Perú. También es visto en el campo y en otros dos países andinos, Ecuador y Bolivia. De las tres naciones, solo Bolivia se ha preocupado por incorporar a los indígenas en la vida nacional. Perú ha tomado algunos pasos nerviosos y medidas tentativas, y Ecuador casi nada.
Las poblaciones combinadas de los tres países suman 18 500 000, de los cuales el 10% son blancos. Aproximadamente, el 40% son indígenas puros, y el resto son cholos, o mestizos. Si los indígenas y cholos se unen y desarrollan su poder, la configuración del norte de Sudamérica jamás podría ser la misma.
La cerveza es abundante
El comunismo no es el único motivo que puede despertar violencia en los, normalmente, tranquilos indígenas. Otra opción es la poderosa chicha, la cerveza casera de los Andes, que es bebida en grandes cantidades. En 1953 un estudio antropológico en Bolivia reportó 979 botellas que fueron consumidas en una provincia. Por cada hombre y mujer adulto se destaparon un promedio dos botellas y media al día.
Otra influencia de agitación es el conservadurismo extremo. Un ejemplo: el otoño pasado en Ecuador, una unidad de saneamiento de las Naciones Unidas patrocinada por la Misión Indígena Andina fue atacada por indígenas quienes habían escuchado que los hombres eran “agentes comunistas”. Un médico y su asistente fueron asesinados. Quemaron el cuerpo del primero. La prensa ecuatoriana calificó el incidente de “una trágica consecuencia de la rivalidad entre la extrema izquierda y la extrema derecha para ganar apoyo indígena”.
Este incidente y otros parecidos fueron atribuidos a elementos conservadores que se oponen a la reforma agraria o a cualquier otro cambio en el status quo. El ejemplo de Bolivia ha demostrado que una vez que los indígenas empiecen a votar tienen poca causa común con los terratenientes e intereses industriales. Por lo tanto, la mejor esperanza para el status quo es mantenerlos ignorantes, enfermos, necesitados, y políticamente impotentes.
A ellos no les gusta el cambio
Y los indígenas, que viven principalmente en una meseta árida que se extiende desde unos diez mil pies sobre el nivel del mar en Ecuador a quince mil en Bolivia (Denver, por contraste, está a 5280 pies), son curiosamente receptivos a este conservadurismo. Desde la destrucción de su imperio por los españoles a mediados del siglo XVI, el indígena ha visto todos los cambios para peor, excepto, a veces, los cambios propugnados por sus “líderes campesinos” de inspiración comunista. La palabra “gobierno”, para ellos, ha sido sinónimo de “explotación”.
Una antigua tradición indígena, ahora en decadencia, era recibir a todos los forasteros por un pasillo de piedras, porque ellos invariablemente acarreaban problemas. Hasta hace muy poco cualquier hombre que llegara por “negocios oficiales” podría haber significado que un pueblo entero fuera enviado como mano de obra a las minas por el resto de sus vidas.
Incluso cuando está convencido de que alguien está tratando de ayudarlo, el indígena se resiste a cambiar sus métodos. Arnaldo Sanjines, un trabajador boliviano para el Servicio Agrícola Interamericano en La Paz, cuenta que se detuvo en una pequeña granja para demostrar el uso de un arado de acero a un indígena que usaba el mismo arado que sus antepasados hace quinientos años. El anciano usó la nueva herramienta y estaba, obviamente, convencido de su superioridad, pero finalmente se la devolvió.
“Ah, señor”, dijo, “este es un arado maravilloso, pero me gusta el viejo de madera, y creo que voy a morir con él”.
El trueque es una forma de vida
El Señor Sanjines sacude la cabeza con tristeza mientras habla de los doce años que ha pasado en el servicio, tratando de convencer a los indígenas de renunciar a sus antiguos métodos de agricultura. Uno de los principales obstáculos, dice, es que ellos viven casi en su totalidad fuera de la economía monetaria; subsisten, como siempre han hecho, en un sistema de trueque. Un indígena, después de caminar por millas a un mercado del pueblo, vuelve a casa para decir que fue engañado porque todo lo que obtuvo por su producción era dinero.
Hay una clara distinción entre los “indígenas urbanos” y los que se quedan en las montañas. Desde el sur de Bogotá, las ciudades andinas están invadidas por “mendigos indígenas” que no tienen reparos en mentir en las calles principales, agarrando las piernas de cualquier transeúnte que parezca exitoso.
Uno de los grupos más eficaces de ahora que trabaja con los indígenas en Bolivia son los Maryknoll Fathers, una orden católica con sede en La Paz. Un sacerdote dice: “Bolivia no tiene una oportunidad a menos que los indígenas se unan al país. Estamos haciendo algunos progresos aquí, más que los otros, de todos modos. En Perú y Ecuador lo único que hacen es crear concesiones necesarias”.
En 1957 el padre Ryan, uno de los veteranos de Maryknoll, comenzó en Radio Penas, que transmite lecciones en español a los millones de indígenas que solo hablan quechua o aymara. Con tres mil receptores de frecuencia fija, donadas por Bloomingdale’s en Nueva York, los Maryknolls han enseñado a unos siete mil indígenas en los últimos cinco años a hablar el idioma del país. Hay una clase diaria, pero es difícil conseguir que sintonicen el horario correcto, porque ellos anuncian la hora por el sol.
El centro del “problema indígena” es Perú, imán de oro que llevó a los españoles a América del Sur en el siglo XVI. (En los primeros seis meses de la conquista, Francisco Pizarro y sus hombres saquearon templos incas con adornos de oro por más de veinte millones de dólares, que se fundieron y se enviaron a España). Perú fue el escenario de varias batallas sangrientas por la conquista. Pizarro decidió construir Lima, su Ciudad de los Reyes, desde donde virreyes españoles dirigirían los Andes hasta que fueron expulsados en 1821.
La lucha por el poder
Hoy en día la “riqueza de los Andes” ya no es el oro, es el poder político adormecido en la población indígena. Esto explica la larga y amarga lucha por el apoyo indígena entre comunistas peruanos y la Alianza Popular Revolucionaria Americana (Apra).
La revolución de 1952 en Bolivia contra los intereses dictatoriales llevó la presión indígena al país; se entregó el derecho a voto al indígena, y al menos permitió el inicio de una influencia en el gobierno. Ecuador no parece, por ahora, una amenaza; el punto de ebullición allí está aún a varios años de distancia.
Sin embargo, en el Perú la presión está como jamás ha estado antes, y el principal punto es aquí en Cuzco. Y quienquiera que consolide el apoyo indígena en esta nación no solo gobernará sino que precipitará eventos en Bolivia y Ecuador.
Hoy en Cuzco, los turistas todavía pasean por la ciudad y pagan a indígenas harapientos por posar para las fotos. Todavía toman el pequeño tren a Machu Picchu para mirar las fabulosas ruinas. Todavía se sientan en el cómodo viejo hotel y beben pisco sour mientras los camareros tiran de las persianas. Pero los indígenas están todavía afuera, y si los recientes eventos son un indicio, se están cansando de tener las persianas cerradas frente a ellos.