De volcanes, poetas y pintores
Ignacio Piedrahíta
En el año de 1815 tuvo lugar la mayor explosión volcánica de la que se tenga noticia en la historia reciente de la humanidad. Entre los días 10 y 11 de abril el volcán Tambora estalló en la isla indonesia de Sumbawa con una fuerza equivalente a sesenta mil bombas de Hiroshima. La montaña en forma de cono del Tambora, de cuatro mil metros de altura, perdió sus mil metros superiores. Un kilómetro de montaña es exactamente lo que hay entre el río Medellín y el Alto de Santa Elena, una masa de piedra y tierra que, de un día para otro, voló por los aires hecha añicos.
El estallido del Tambora se escuchó a 1500 kilómetros de distancia, que es como decir de Medellín a las costas de Cuba, o más allá de Caracas, incluso no demasiado lejos de Lima por el sur. Los fragmentos de piedra pulverizada arrojados por la erupción fueron a formar capas de dos cuartas de espesor en islas vecinas situadas tan lejos como Bogotá de Medellín, y gigantescas nubes de ceniza cubrieron de noche los días siguientes en cientos de kilómetros a la redonda. Aun con lo despoblada que era la Tierra en ese momento, la explosión del Tambora mató a cien mil personas directamente por nubes ardientes de piroclastos que, a la manera de Herculano, incineraron viva a la gente. Y entre cincuenta y ochenta mil más murieron por hambrunas y enfermedades.
Los enormes volúmenes de gases expulsados por la erupción del Tambora se expandieron más rápido que las noticias, de modo que cuando estas llegaron a Europa, meses después, ya los cielos estaban inundados de vapores que afectaron el clima de la Tierra por espacio de tres años. La erupción y el cambio de clima no se relacionaron en aquel entonces como causa y efecto, y la gente empezó a ver empañados los amaneceres y atardeceres sin saber por qué. Al año siguiente el invierno se prolongó y el verano fue tibio y lluvioso. Los cultivos no maduraron y en muchos lugares no hubo cosecha: en Irlanda, dependiente siempre de la papa, murieron 65 mil personas como consecuencia de las hambrunas, que coincidieron con una epidemia de fiebre tifoidea.
Ese año frío de 1816 no sorprendió demasiado a los europeos a pesar de todo, pues el mundo estaba pasando por lo que se conoce como la Pequeña Edad de Hielo. La Baja Edad Media (del 900 al 1300) había sido caliente, pero a partir ese momento la Tierra se enfrió por espacio de cinco siglos y medio hasta el año 1850. Durante este último periodo las temperaturas cayeron y los inviernos fueron fuertes y largos. Los alrededores de islas como Islandia se congelaban y las aislaban durante casi todo el año, los enclaves recién habitados en Groenlandia quedaron abandonados porque las aguas para llegar allí se habían vuelto hielo. Y mientras tanto en las ciudades de Europa los ríos se congelaban y se hacían ferias de patinaje en el hielo, tanto en los canales holandeses como en el Támesis londinense. En las montañas, mientras tanto, los glaciares avanzaron, y en países como Suiza muchos pueblos altos fueron arrasados por las lenguas de hielo.
Precisamente en Ginebra estaban pasando el verano de 1816 el poeta Lord Byron con su amigo y médico personal Polidori, y en la vecindad estaba el también poeta Percy Shelley con su joven esposa Mary. Esta última da cuenta del clima indeseable de aquellas vacaciones: “Resultó ser un verano húmedo y desagradable, y la incesante lluvia a menudo nos confinaba por días enteros dentro de la casa”. Sin embargo, Lord Byron hacía de anfitrión y no dejaba aburrir a sus invitados. Tenía en su biblioteca una serie de novelas góticas alemanas traducidas al francés que compartía en voz alta durante los largos días de lluvia. Y, más aún, no contento con la pasividad de la lectura, el poeta les propuso un juego a sus amigos de tertulia. “Cada día uno de nosotros escribiría una historia de fantasmas”, dejó escrito Mary.
Agrega sin embargo la mujer que pronto los poetas pusieron reparos a que su tarea los obligara a navegar en las aguas bajas de la prosa y abandonaron. Y que ella siguió pensando que esa era su oportunidad para el desquite de un silencio al que la obligaban las cultas conversaciones de los hombres durante largas veladas. Cuando ya ellos habían olvidado la apuesta, ella todavía se estrujaba las neuronas para dar con algo que no solo los entretuviera y los obligara a escucharla, sino que diera tanto y más miedo como las novelas que Byron les leía hasta la aburrición. Fue entonces, cuenta, que un día en el que ellos hablaban con suficiencia de la naturaleza del principio de la vida, se le ocurrió que “tal vez un cadáver podría ser reanimado. […] Tal vez las partes corporales de una criatura podrían ser manufacturadas, ensambladas y dotadas de calor vital”. Entonces Mary Shelley les presentó a su ilustre esposo y amigos los primeros borradores de la novela que dos años después sería publicada para convertirse en su mega best seller, Frankestein.
Pero Byron no desaprovechó aquel oscuro verano provocado a miles de kilómetros por el Tambora. Los días opacos y melancólicos en los que estaba sumido en aquel entonces, gracias a la tormentosa separación de su esposa que lo acusaba de bisexualidad, le sugirieron el apocalipsis, y en el mes de julio escribió su poema Darkness (Oscuridad) que en traducción libre empieza de la siguiente forma: Tuve un sueño, que no era para nada un sueño./ El brillante sol se extinguía, y las estrellas/ deambulaban anocheciendo en el espacio eterno,/ sin rayos de sol, sin una guía, y la Tierra helada/ se mecía ciega y ennegrecida en el aire sin luna;/ la mañana llegaba y se iba —y volvía, y no traía el día […].
Más tarde el mismo Byron, que moriría ocho años después a la edad de 36 años, dijo que había escrito el poema “en Ginebra, cuando hacía un celebrado día de oscuridad, en el que los gallos cantaron al mediodía y las velas se encendieron como si fuera media noche”. El tema del juicio final estaba de moda en la época, y los gases del volcán le dieron a Byron señales de su poética llegada.
Lo que oscurecía la atmósfera del mundo en ese entonces no era precisamente la ceniza del volcán sino sus gases, que se expandieron a una velocidad insospechada alrededor del globo terrestre. En décadas recientes en las que se puede medir este tipo de cosas, los vulcanólogos rastrearon los gases arrojados por la explosión del Chichón en México en el año 1982. El estallido ocurrió el día 5 de abril, y el día 25, solo tres semanas después, sus gases habían formado un cinturón alrededor de la Tierra atravesando todo el océano Pacífico, Oceanía, la India, África Ecuatorial y luego el Atlántico para finalmente llegar de nuevo al mar Caribe. Todo esto ayudado por la rotación de la Tierra, quien se cubría de aquellos velos volcánicos como si por juego se probara nuevas prendas.
Varios tipos de gases son exhalados por el estallido de un volcán, entre ellos el CO2 que ayuda para bien al calentamiento global. Pero hay uno en especial que hace cambiar la manera como percibimos el cielo, el SO2, dióxido de azufre, que al mezclarse con el vapor de agua va a formar diminutas gotas de ácido sulfúrico. De ahí que los amaneceres y atardeceres se vean empañados y amarillos. Esto lo observó con particular cuidado el mejor paisajista de la época, cuando hacía bocetos en medio de sus largas caminatas por Europa entre 1816 y 1819.
Inglés de nacimiento pero viajero por vocación, William Turner tenía ya cuarenta años cuando recorría las orillas de Rin en el oeste de Alemania dos años después de la explosión. Y, según el vulcanólogo Hans-Ulrich Schmincke, hasta ese momento los paisajes con castillos que Turner pintaba eran más bien convencionales. Fue solo a partir de entonces que “su luminosidad alcanza —mediante el empleo desmesurado de tonos amarillos y una exageración de los reflejos atmosféricos de la luz— una intensidad tal que parece como si Turner quisiera cegar al espectador de su cuadro”. Así lo dice Michael Bockemühl, un estudioso del pintor, quien, sin considerar la teoría del estallido del Tambora, agrega: “La manera como [Turner] vino a descubrir su propia forma de pintar sigue siendo una cuestión abierta”.
Es allí donde aparece la especulación acerca de la musa volcánica. Si uno se pone a hojear la obra de Turner puede observar que en la primavera de 1815 el pintor da un paso titubeante hacia sus cielos empañados y sulfurosos con en el cuadro Dido construye Cartago, una recreación de una obra del pintor Claude Lorrain. Pero solo es a partir de aquellos años viajeros por Europa continental cuando Turner empieza a experimentar con cielos estallados, plenos de amarillos incendiarios que parecieran emular el propio zumbido del Tambora. En palabras de Bockemühl, los cambios en la manera de pintar de Turner son evidentes: “Ya en bocetos del viaje por Escocia en 1817, y las acuarelas del [viaje] italiano marcan un abandono de la tradición y el realismo. Son una pequeña revolución. Significan una transformación de su estilo”.
Turner al parecer nunca se refirió a la cuestión de aquel cambio decisivo en su forma de usar el color. Pero no era de extrañarse, pues se sabe que no tenía facilidad de palabra. Su origen humilde lo había marcado con un acento tan fuerte que lo hacía avergonzarse al hablar en público. Dicen que en las conferencias no se le entendía nada, y que “dibujaba como otros escriben”. De ahí que sus cuadernos de dibujo fueran sus verdaderos diarios. Por otra parte, Turner se caracterizaba por el secretismo alrededor de su vida privada, y rara vez se refería a su arte o a sus cuadros en particular. Es cierto que Turner ya tenía tendencia a los cielos cargados y nubosos, pero la luminosidad solo vino a verse a partir de aquel año que se conoció como “el año sin verano”. Tanto los cielos tormentosos como los mares encrespados, que algunos le criticaban como demasiado estáticos, se llenaron desde entonces de graciosa movilidad por medio del colorido. Y, más interesante aún, a partir de ese momento las figuras comenzaron a hacerse borrosas rumbo a la abstracción.
Ni Byron ni Mary Shelley ni Turner supieron que el Tambora pudo haber inspirado algunas de sus obras maestras. Que quizá fueron los humos del volcán los que calladamente los llevaron a un estado de rara inspiración. El mayor estallido que ha ocurrido en la Tierra en los últimos miles de años no solo impuso la muerte, sino que, como un verdadero apocalipsis, movió a la creación de mundos nuevos.