Número 89, agosto 2017

Bala perdida
Omar Mauricio Velázquez. Ilustración: Hansel Obando

Ilustración: Hansel Obando

 
Mi papá miró a un lado, como los viejos que buscan palabras para terminar sus frases.
—Muerte por bala de fusil accionada por calor inducido.

En una sala de espera de hospital, de esas donde el olor a alcohol se combina con algo de carne chamuscada, Joaquín, mi papá, aguardaba con paciencia el paso a su primera cirugía en 84 años. Estaba sentado en la misma silla donde meses atrás estuve yo esperando que me retiraran, con amabilidad y sin anestesia, un catéter luego de mi primera cirugía en 44 años. Hablábamos de todo, en especial de la salud y de la muerte. Mi hermana me hacía guiños invitándome al silencio. La presión de mi papá ese día subió a doscientos y en parte fue mi culpa. Pero teníamos que hablar de la vida, de la esperanza de más vida, de cómo se silencian los fusiles y de cómo las letras pudieron más que las balas en Colombia. Fue en ese lugar donde me repitió con detalle la muerte de su compañero de trabajo, años atrás, mientras fundían los fusiles del desmovilizado Ejército Popular de Liberación, EPL.

Mi hogar fue uno de esos con altas dosis de izquierda. Cada domingo era normal la lectura del semanario VOZ, de la revista Bohemia, del Gramna y de La Mujer Soviética, junto a El Colombiano cuando todavía se dejaba leer. Mi papá no es un erudito deformado por la academia. A él le tocó encontrarse con el conocimiento por otras vías, y los libros lo encontraron a él. Fue sindicalista y miembro activo de Fentrametal y del Partido Comunista Colombiano. Mi mamá, profesora universitaria, le siguió el camino y formó parte de la Unión de Mujeres Demócratas de Colombia, UMD. En ese hogar la premisa era el servicio. Fueron líderes, y todas mis hermanas mayores, las cinco, aprendieron de esa vocación. Incluso una de ellas tuvo la dicha de una beca para estudiar medicina en la Universidad de Rostov del Don. Yo lucía a mis siete años camisetas y chaquetas que decían CCCP y nunca supe explicar su significado, al menos hasta que en televisión vi a Rinat Dasaev, el arquero del equipo de fútbol de la antigua URSS. Fue la época donde un exactor de cine, Ronald Reagan, era elegido presidente de los Estados Unidos. Un momento de máxima tensión entre las súper potencias. Estábamos en tiempos de boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú y Los Ángeles, “La noche de los lápices” y la explosión en Chernóbyl.

Para mí todo transcurrió normal, y normalicé cada acto donde mis papás gritaban arengas contra la oligarquía el 1 de mayo y luego llegaban a la casa para ver La Mala Hierba, una telenovela sobre un traficante de marihuana, en esa época en la que la palabra narcotráfico todavía no hacía parte del diccionario de desgracias. Al menos hasta que mataron al ministro Lara. Ese día, por cierto, comprendí que algo oscuro estaba por encima de las tensiones políticas.

Mi vida transcurría entre ese mundo de las lecturas de izquierda, la escasa televisión, la radio de Montecristo, el ruido a mediodía de la carpintería vecina y las visitas de los “compañeros” de mi papá. De todos guardo recuerdos con cariño. De cada uno de ellos atesoro la evocación de las sonrisas. En particular de Lemus.

Jorge Lemus Aguilar era un negro alto y macizo, entiendo que caleño. Vivía con su familia en Bello, y muchos fines de semana me llevaron mis padres a su casa para hacer mi gracia: contar chistes.

Yo no tenía ni diez años, pero memorizaba historietas de Condorito y Larguirucho. Fue Lemus el que me apodó Montecristico. “Ahí viene Montecristico”, decía en cada encuentro organizado por el sindicato de la empresa siderúrgica de Medellín. Fue en esa época que mataron a Héctor Abad Gómez y yo veía cómo el hombre se sentaba con don Julio —otro curtido sindicalista— y mi papá a debatir el rumbo del mundo.

Mientras crecí y pasé de la acelerada infancia a la adolescencia, las visitas recibidas y hechas se redujeron. Mataron a Antequera, a Pardo Leal y a Bernardo Jaramillo. Mi papá quemó sus libros de izquierda, volvió trapos de cocina las camisetas de la Unión Patriótica y en la sala de mi casa ya no se leía porque los domingos el hombre limpiaba su 38 Llama Especial, el arma de dotación que se le entregó, dizque para que se defendiera. Pero sus gracias eran otras. Había que ver a mi papá tirando trompo, tenía lo que mi mamá llama “sonsonete” y daba como tres giros en el aire hasta soltarlo. Verlo con ese revólver nos daba pánico a todos. Por esos mismos días, una tarde de sábado, mi papá llamó a casa.
—Aló —contesté y no hubo respuesta, solo se escuchaba el tremor seco de una fábrica al fondo.
—Aló —insistí.
—¿Mauricio? —contestó mi papá. No había tono en su voz. Era como si algo se hubiera apagado.
—Sí papá. Dime —lo apuré para que soltara un taco que ya me contagiaba.
—Vea, páseme la mamá —me dijo sin mucho apuro y con una modulación que no le conocía.
—No está, papi —le dije con la expectativa convertida en zozobra.
—¿Se acuerda de Lemus? —me respondió; de inmediato sabía que había muerto. Siempre que mi papá comenzaba con el “¿se acuerda de…?”, yo sabía que la historia se había repetido. Que “en extrañas circunstancias”; que “una moto”; que “de una camioneta gris sin placas se bajaron”; que “entraron a la casa unos tipos con brazalete y subametralladoras”. Guardé silencio un momento.
—Papi, ¿estás bien? —le dije calculando su estado de conmoción.
—Sí, mijo. Ya voy para la casa. Dígale a Mariela que el Negro murió.

Un sindicalista menos en la lista que sumaba la infamia en Colombia. La palabra exterminio ya había cobrado sentido, pero nunca la vida de alguien cercano a nuestros afectos. Lo que yo no sabía era que había sido esa cosa que llaman destino lo que acabó con el Negro Lemus.

Esa noche mi papá se sentó con mi mamá en la sala. Hablaron largo; recordaron el pelo quieto y el bigote de Lemus. Se reían de su risa. De su acento. Recordaron que fue él quien les dio pistas para uno de sus paseos a Juanchaco y Ladrilleros. Aquel día no hubo ni ron ni aguardiente, solo recuerdo un titular que hablaba de un viejito cascarrabias que intenté entrevistar para mi clase de Estética: “Arenas Betancur hará monumento a la paz”. Algo así decía.

Ese día, había una ceremonia en la que el EPL entregaba un arrume de fusiles, rifles y carabinas que se convertirían en una escultura. Era un gesto de paz de la guerrilla con el país, cuando las noticias ya nos ocupaban con la guerra al narcotráfico.

Aquel sábado de 1991 mi papá estaba en el turno de seis a dos. Atendía el llamado al restaurante para la hidratación reglamentaria, pues el horno de fundición a su cargo era uno de colada continua, algo así como una olla que nunca se apaga, y del que salían interminables ríos de metal fundido. Invitó a Lemus para compartir el agua y la leche. Cuenta mi papá que Lemus no quería pasar horas extras a causa del gesto de paz. Así que se fue al horno y comenzó a apilar las armas del EPL, mientras mi papá iba al restaurante a descansar las manos que se acercaban a la jubilación. La atmósfera de aquella siderúrgica era de ruido frenético cada día, una mezcla de hornos descomunales que producían eventuales explosiones con descargas de toneladas de chatarra. Por eso nadie escuchó el estallido de una bala.

Mi papá, alertado por el bochinche, llegó hasta donde estaba un grupo de obreros y alcanzó a escuchar el fatídico: “Ese no llega al hospital”. A mi viejo siempre se le quiebra un poco la voz cuando recuerda que le dijeron que era el Negro Lemus, el compañero con el que compartió ideología y trabajo.

“Camina a ver, vamos a almorzar, le dije ese día al Negro, y no llegó a almorzar”. Le escuché esa frase a don Joaquín, con la mirada clavada al piso mientras le quitaba una manchita de café al pantalón.

Veintiséis años después, yo estaba al lado de mi papá en la sala de espera de un hospital. El inconveniente olor a carne chamuscada daba paso a las primeras notas primaverales que se desprendían de una trapeadora. Eran casi las seis de la mañana. La enfermera que revisaba los documentos y los interminables formularios le dijo a mi papá que pronto le darían ingreso. Fue cuando me habló de los contenedores con las armas de las Farc. Fue cuando recordó esa fatalidad que se llevó la vida de un sindicalista con la bala de un grupo armado de ideología comunista.

Yo estaba a punto de irme, antes de su cirugía, cuando me remató el cuento.
—Las cosas han cambiado mucho. Civilmente fuimos simpatizantes de la revolución. Ojalá que hoy, que también las ideas pudieron más que las armas, ninguna se salga de esos contenedores a encontrar quién sabe qué karmas. UC

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