Número 89, agosto 2017

Cuando a Medellín le salieron árboles
Diego Molina. Fotografías: Archivo BPP
 

Los primeros árboles que se sembraron en Medellín, según fuentes escritas, fueron unas ceibas (Ceiba pentandra) que Gabriel Echeverri (colonizador antioqueño y fundador de Caramanta) hizo traer hacia 1857 desde las riberas del río Cauca, y que, posteriormente, mandó plantar en la avenida derecha de la quebrada Santa Elena. Poco tiempo después, Pastor Restrepo plantó otras cuatro ceibas en el costado sur del Parque de Bolívar, dos de las cuales aún se encuentran en pie. Por la misma época, en 1878, Pedro Restrepo Uribe inició la arborización de la carretera del norte, sembrando árboles en buena parte de su extensión.

Y claro, no es que Medellín no hubiera tenido árboles antes de las iniciativas de los señores y los dones de la Villa. Solo que antes del siglo XIX los árboles crecían digamos de forma orgánica. Unos eran sembrados como fuente de alimento en los solares y patios, mientras otros brotaban espontáneamente tras alguna semilla de mango o mamoncillo lanzada por ahí a su suerte. De esos árboles de otros tiempos aún quedan señales. Hoy en día hay lugares cuya toponimia recuerda, como en el caso del chagualo (Clusia sp.), algún árbol que por largo tiempo sirvió a los habitantes como mojón espacial. Sin embargo, la ciudad antigua, la ciudad colonial, no tenía a los árboles como una de sus prioridades. No es sino caminar por las calles estrechas de Santa Fe de Antioquia para darse cuenta de que en lo que hoy conocemos como espacio público son notorios, por su ausencia, los árboles. Cabe entonces preguntarse, ¿por qué la ciudad se pobló de árboles?

Con ideas poco claras sobre las enfermedades contagiosas y los microorganismos, la gente enfermaba física y moralmente por unos elementos invisibles que flotaban y se transmitían en el aire. Según la concepción médica de la época eran “efluvios telúricos, aires mefíticos y miasmas” que llevaban al marchitamiento y la muerte. Estas ideas de los aires oprobiosos tuvieron, por supuesto, gran aceptación en las regiones malsanas del trópico. En nuestro ambiente particular, con unos soles incandescentes y una considerable humedad, la ciudad era el caldo de cultivo donde pululaban esos elementos perniciosos que eran considerados una de las principales causas de la debilidad de nuestro carácter físico y moral. Y es que nosotros, pobres descendientes de razas inferiores, viviendo en un cochambroso ambiente natural, no teníamos cómo expresar los rasgos de grandeza de otros pueblos. Esta condición quedó bien expresada por el eminente médico y geógrafo envigadeño Manuel Uribe Ángel: “En las elevadas montañas […] los efectos de los agentes físicos multiplican su acción hasta el infinito, pero casi siempre en el sentido de dar robustez y fuerza al hombre que las habita. Lo contrario acontece en las dilatadas planicies de la zona tórrida, cuyos moradores en general son más débiles y la pobreza fisiológica más notable […] Aseguramos haber notado que no debe ser uno mismo el tratamiento médico aplicado a los habitantes de las zonas tórridas, que el que debe ser empleado con nuestros compatriotas suecos y noruegos, daneses y alemanes, rusos y austriacos, ingleses y franceses están (sic) en general dotados de órganos más resistentes que los nuestros”. Sumado a esto, se retomaron los hallazgos que a finales del siglo XVIII hicieron los holandeses Van Helmont Priestley y Jan Ingenhousz, sobre el poder de las plantas para producir oxígeno, es decir, para “purificar” el aire. El descubrimiento de lo que hoy conocemos como fotosíntesis transformó la manera de entender las ciudades. Poco a poco los árboles se establecieron en las urbes como medios poderosos para purificar el ambiente y crear espacios saludables.

El árbol-filtro apareció en escena para salvar a los habitantes de la ciudad de su infausto ambiente y destino. Se entronizó dentro de las élites el poder del árbol. La burguesía local se sorprendía con los bulevares —todos sembrados de plátanos (del árbol, no de la mata de plátano)— construidos en el París del Barón Haussmann, se maravillaban con el Hyde Park de Londres o con la Villa Borghese de Roma. Así se dio la importación de ideas sobre la naturaleza que transformaría a la Medellín que a pesar de su marcada realidad rural se soñaba moderna.

Nosotros no teníamos realezas a la cuales expropiarles sus jardines para hacerlos parques públicos. Lo que teníamos eran ejidos, en otras palabras, potreros, los cuales no eran adecuados para la representación de una naturaleza moderna. La solución entonces fue convertir las plazas coloniales en parques modernos, o simplemente cercar, ordenar y civilizar los potreros. Así fue como surgió el Parque Bolívar —en un principio sin su famosa Calliandra medellinensis—, en un terreno donde antes pastaban las vacas y se fusilaba a los indeseables, y que se transformaría en un espacio respetado al que se fueron a vivir los más prestantes mercaderes de la ciudad. Lo mismo ocurrió con la plaza de Berrío. Igualmente se hicieron tímidos intentos para convertir algunas avenidas en algo similar a los bulevares europeos. Para los años veinte del siglo pasado se arborizó con palmas reales la calle Bolivia y se sembraron chingales (Jacaranda mimosifolia) en Ayacucho, convirtiendo una simple calle en el popular Paseo de Buenos Aires; lo mismo ocurrió para 1929 con la avenida Libertadores (hoy Regional) que se transformó en el Paseo Los Libertadores.

Pero la cosa no era abrir un hueco y sembrar un árbol. Los árboles, en aquella imagen de la ciudad moderna, tuvieron que enfrentarse a la tradición. Lo primero fue la lucha contra las vacas. Estos rumiantes que de cuando en cuando cobraban una que otra vida en la Villa, aburridos ya de la misma pobre hierba del valle, encontraron en los árboles recién plantados una alternativa gourmet a su monótona dieta. Ya para 1915 la Sociedad de Mejoras Públicas se quejó ante el Concejo de la ciudad “manifestándole que las bestias que han estado pastando en el Bosque de la Independencia están impidiendo la marcha de los trabajos que allí se adelantan, y que ya han destruido muchos de los árboles que se han plantado cuidadosamente para su ornato”. Igualmente, el empresario Ricardo Olano, conocido en toda Colombia como “el apóstol del árbol”, se lamentaba en 1947 de cómo “el gran parque del Cerro Nutibara, donde la Sociedad de Mejoras Públicas sembró más de cinco mil árboles, fracasó porque el cerro está dividido por cercos de alambre por los potreros que lo rodean y el distrito no los sostuvo y el ganado destruyó los árboles”. En conclusión, las vacas fueron los enemigos de los árboles por muchos años.

La cuestión de las vacas deja ver una realidad que los entendidos no entendían y era el hecho de que la Medellín urbana, la Medellín de la industria y el comercio, era aún una ciudad montañera, habitada por hombres y mujeres que recién habían bajado de la montaña. Y así, para el ordeñador y arriero convertido en operario, un árbol sembrado en la calle, al son de los cocos, resultaba menos que absurdo, y es que los árboles eran para algún tipo de usufructo: para madera, leña o carbón vegetal; de ese modo un árbol-filtro purificador de los cuerpos era un chiste. Este hecho lo recoge el agudo Tomas Carrasquilla cuando afirmaba que “esto de la siembra sin cogienda es signo palmario del adelanto urbano: arborizar no es verbo para el campesino utilitarista e intonso. Supone, hasta en los mismos que lo conjugan, algún arbitrio culto de gentes que no viven en el monte”.

Como respuesta a esta barbarie, las élites cívicas y progresistas de la ciudad, agrupadas en la Sociedad de Mejoras Públicas, se lanzaron en una campaña civilizatoria. Había que mostrar al pueblo los beneficios probados del árbol. La revista Progreso se convirtió entonces en el medio perfecto de propaganda para declararle la guerra al “hombre estorbo”, ese ciudadano que no hace ni deja hacer y que entre otros muchos rasgos negativos no entiende el poder del árbol. Se crea una nueva empresa en la que se componen himnos, poemas y oraciones para convencer a los medellinenses sobre el papel de este nuevo verde moderno. Igualmente, y solo como medida alternativa ante “la falta de educación de nuestro pueblo”, los árboles y plantas urbanas se hacen sujetos de ley. Decretos y acuerdos son expedidos desde el Concejo y la administración municipal prohibiendo el corte y uso de los árboles colocados en la vía pública, árboles que, a pesar de todo, “grupos de salvajes” se empeñaban en usar como postes eléctricos, soporte de avisos, leña para cocinar o, como ocurre hasta nuestros días, letrina pública.

En 1913 se inauguró el Bosque de la Independencia, hoy Jardín Botánico, coincidiendo su apertura con otra forma de entender los árboles de Medellín. Al nacer el siglo XX las ceibas, pisquines (Albizia carbonaria) o guayacanes (Tabebuia chrysantha) seguían prestando algún servicio a la ciudad, pero ahora eran útiles en cuanto brindaban un espacio para el sano esparcimiento de los obreros que, alejados de la cantina, disfrutaban con un domingo en familia. Así, paradójicamente, cuando el aire del valle comenzaba a enrarecerse de verdad, ya los árboles no eran filtros, ahora no eran más que ornamentación, parte de la utilería en el escenario cotidiano; y así, degradados ante el ciudadano ordinario al nivel de adorno, poco a poco, los árboles de Medellín empezaron a perder terreno ante el nuevo rey de la modernidad: el automóvil.

Desde la segunda mitad del siglo XX y lo que llevamos del actual, las ideas sobre el árbol urbano han sufrido cambios y continuidades. Por una parte se afianzaron las formas técnicas, cada vez más necesarias, de manejar y tratar la naturaleza de la ciudad, la silvicultura urbana se consolidó como una práctica indispensable en la regulación de las relaciones, muchas veces conflictivas, entre los árboles y la ciudad con sus cables, techos y tuberías. De otra parte, algunas ideas se han transformado radicalmente. Mientras las antiguas capas de verdes con las que se había pintado la villa y la ciudad estaban hechas indiscriminadamente con plantas y árboles traídos de cualquier rincón del mundo, en un tiempo de éxodos e incontables trasatlánticos atravesando los océanos, ahora son las especies nativas las que se elogian como modelo de verde ideal para la ciudad, así que eucaliptos y pinos despiden un aroma inmigrante que, aunque aromático, es un tanto molesto. Liberados parcialmente de su lastre simbólico como depuradores de los aires y como mera escenografía urbana, los árboles de hoy responden a conceptos como el de biodiversidad, diversidad que paradójicamente es buena solo cuando es la autóctona, la que cabe en las fronteras imaginadas de los países.

La historia de los árboles de Medellín demuestra cómo la concepción de la naturaleza no surge espontáneamente como un producto de la cultura y es más bien un constante proceso de resignificación. Así, las ideas sobre la naturaleza y las plantas en particular no son estáticas. En el futuro tal vez se narrarán los tremendos esfuerzos adelantados por el Jardín Botánico en las siembras de cientos de árboles nativos en Medellín. En unas cuantas décadas quizás, o tal vez dentro de un siglo, los árboles con los que compartimos las calles de la cada vez más poluta Medellín ya no existirán. Y es que ya se escuchan voces como la del profesor Prashant Kumar, de la universidad de Surrey en el Reino Unido, quien afirma que en las ciudades encañonadas (como Medellín) los árboles grandes pueden atrapar perjudicialmente la contaminación a nivel de la calle, por lo que sería preferible plantar cercas vivas y arbustos en su lugar. Quizás nos acercamos al tiempo del arbusto, quién sabe. Lo que sí es seguro es que las plantas de la Medellín de hoy no serán (como no serán los edificios, los vestidos ni la tradiciones) las plantas del Medellín del mañana.UC

Parque Bolívar, Francisco Mejía, 1922.
Barrio Manrique, Benjamín de la Calle, 1920.
La Playa, Óscar Duperly, s.f.
Calle Bolivia, Francisco Mejía, 1928.
Parque Bolívar, Fotografía Rodríguez, 1916.
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