Número 89, agosto 2017

Carta abierta al humorista involuntario
Juan Fernando Ramírez Arango. Ilustración: Samuel Castaño
 

Ilustración: Samuel Castaño1. El perfil de los números primos

La primera y única vez que hablamos fue en Carlos E. Restrepo, el 29 de mayo de 2008, siete días después de su debut como provocador en la Universidad de Antioquia: esa tarde subió al escenario del Camilo Torres con trece perros rescatados de las calles, pero luego hizo bajar a uno que interrumpió su perorata a punta de ladridos. Casualmente, yo había dejado de leer su obra tras su libro número doce, publicado en 2002, a los 31 años de su exilio en México. Usted había anunciado que ese sería el último, “el ultimísimo”, pero no fue así, lo que iba en contra del quinto mandamiento de mi decálogo de lector, esto es, si alguna de mis plumas de cabecera rompe esa promesa, nunca pasaré mis ojos por el resto de su obra. Ese decálogo lo heredé de mi guía literario, el lector más voraz que he conocido, mi difunto tío Beto. Para él, la clave de ese libro número doce estaba en el vocablo “espejo”, presente trece veces allí, en ese prisma hendecagonal en el que usted hizo lo imposible para un narrador en primera persona: desdoblarse para decir yo me morí. A esa imposibilidad mi tío la llamó una broma literaria, al estilo de Sunset boulevard en el cine, y usted un tour de force. En la FIL de Guadalajara del 2015, Pilar Reyes, su editora, dijo que ese tour de force fue para usted un golpe de vida, y que de ahí en adelante se ha convertido en el escritor que más ha narrado su propia muerte desde distintas historias. Usted estaba en ese evento, por séptima ocasión en esa feria internacional de las vanidades, sito entre Pilar Reyes y Jorge Volpi, quienes le servían de soporte para la presentación de su libro número veintiuno. Además del récord que le atribuyó la susodicha editora, ese día usted quebró una marca personal, pronunció su discurso más corto hasta hoy, de tan solo 151 segundos. Fue una píldora de lo habitual con una pequeña variación de colofón: al final escupió que con dos libros más, o sea con un total de veintitrés, podrá bajar tranquilo al sepulcro… ¿Sabía usted que todos los grandes anarquistas murieron un día 23? La película alemana Nada es lo que parece abre con ese dato menor. Es de 1998, año en el que, después de largo rato sin hacerlo, usted dejó su casa de la Avenida Ámsterdam, la calle circular. Se fue por la tangente que desemboca en Barcelona, a una feria del libro en la que Colombia era el país invitado. La sede era el Mall de Fusta, una bifurcación de Las Ramblas, del paseo que nunca duerme. Al recorrerlo, ese insomnio se le sumó al suyo. A tal punto que, no bien arribó al Portal de la Paz, de cara al Monumento a Colón, se hizo la pregunta cardinal de Pasternak: ¿Por qué me asusto cuando conozco el insomnio tanto como la gramática, cuando es mi aliado? La respuesta tardó cuatro abriles para materializarse, sería su libro número doce. Otro de los invitados colombianos a esa feria del libro de la ciudad condal, fue su difunto colega Óscar Collazos. Sí, él, al igual que usted, nació en 1942, pero murió en mayo de 2015, o sea unos meses antes de que usted lanzara al mercado su libro número veintiuno. Collazos, además, le escribió tres columnas de opinión fechadas en el siglo XXI. En la primera, lo llamó anarquista de derecha. En la segunda, hereje. Y en la tercera, anarquista inofensivo. El único denominador común de esa trilogía veleidosa fue la forma alegórica en que lo definió a usted, a través de una de las máximas más trilladas de Paul Valéry: “El león no es más que un cordero con rabia”.

Posdata: En una columna paralela a la tercera de Collazos, Eduardo Escobar, el nadaísta, dijo que usted en esencia “no es más que un sentimental disfrazado de nazi”. A propósito: ¿No le parece que los nadaístas se debieron haber autodenominado más bien nevernistas? Sí, de neverness, un vocablo inglés del siglo XVII, en desuso, muerto, inventado por Wilkins en El idioma analítico, y que Borges revivió en Borges para millones, documental estrenado el 14 de septiembre de 1978. Neverness: “aquello que nunca ocurrirá”.

2. Margarito Ledesma

Como vio, yo creo ciegamente en los números primos. Por eso, a pesar de mi timidez, me acerqué a hablarle ese día, un 29 del mes cinco. Además, en ese 2008, se cumplían 37 años de su exilio en México, y usted estaba a uno de llegar a los 67, y muchos personajes que he admirado murieron cuando los dígitos de su edad sumaban trece, luego, yo creía que usted estaba próximo al más allá, y que esa era mi última oportunidad para dirigirle la palabra. Yo estaba con mi novia, celebrando por anticipado nuestros primeros cuatro meses juntos. Era su etapa dulce y gregaria, combinación inestable que manifestó, por ejemplo, usurpando mi historial de préstamos de la BPP, sí, la biblioteca que marcó la lejana adolescencia suya, pero cuando la sede quedaba en la avenida La Playa. Ella quería leer todo lo que yo había leído, y le recomendé que iniciara con su obra por una razón muy simple: a usted le regalaron a su difunta perra Bruja, omnipresente interlocutora en su pentalogía autobiográfica, casi siempre transfigurada en función de vocativo, un 6 de enero, y yo nací un 8 y mi novia un 10, ambos de ese mes inaugural. Además, la Bruja murió de trece años, todo un récord para un gran danés. Así que, aparte de estar en la etapa dulce y gregaria de nuestro noviazgo, mi novia vivía la adicción inicial que producen sus libros. De ahí su sorpresa cuando le dije una cursilería: “Allá viene el autor al que quieres más que a mí”. Usted iba acompañado por varios familiares, camino a la antigua sede del MAMM, a una exposición de Débora Arango. Ya habían pasado ocho años desde su discurso más popular, viral en las cadenetas de Hotmail antes de la irrupción de las redes sociales, dirigido a los jóvenes de Colombia. Allí, el narrador en el que se convierte usted, el cordero rey de la selva o el romántico de las SS, duda de su existencia histórica por primera vez: “Hoy les estoy hablando, vivo, o lo que parece”. E instalado en esa incertidumbre esencial, ruge, dispara frases de neón: “Yo he vivido a la desesperada, y se me hace que a ustedes les va a tocar vivir igual”. Y sí, los que intuíamos en nuestro futuro esa extrapolación de su experiencia, hicimos fila aquella noche para saludarlo a la entrada del MAMM. Mi novia, por supuesto, no me acompañó. Mi única preocupación en la cola de esa fila inútil, era cómo romper el hielo, para lo que ensayé una estrategia bipartita: 1) Me ubiqué en su tiempo y en su perspectiva historiográfica, 2008 = año 252 de la era de Mozart. 2) Como yo no puedo separar al autor de su obra, lo repasé a usted en cifras brutas: cinco operaciones en los ojos, tres en el derecho y dos en el izquierdo. Nueve pasaportes, ocho colombianos y uno mexicano, el primero dado en Medellín el 18 de marzo de 1964. Regido por dos mandamientos, aún no sumaba el “No votarás”. Dos veces biógrafo, todavía no salía a la luz como hagiógrafo, etc., etc. Numerización espuria que me remitió a la frase que demostró su calidad de fantasma, de ser invisible e intangible: “Llevo cientos de páginas diciendo yo y hasta ahora nadie me ha visto”. Fractal de fractales de nosotros los escritores en primera persona que bifurca el cuarto libro de su pentalogía autobiográfica o autobiografía imaginada. Y allí, en la primera contraportada de ese libro indulgente, la del 89, encontré la mejor forma para romper el hielo: ¿Cómo está don Fernando, o debería decirle Margarito Ledesma? Sonriente y sonrojado, usted replicó con otra pregunta: ¿Cómo lo supo? Yo le respondí que gracias a mi tío Beto, lector voraz, ludópata y, por lo tanto, practicante, como usted, de la libromancia. Por ciertas marcas textuales, mi tío descubrió que, Margarito Ledesma, era el seudónimo que usted había usado para comentar los últimos dos libros de su pentalogía autobiográfica, comentarios burlones que aparecían en las contraportadas de los mismos, en las de editorial Planeta: “El autor continúa por lo pronto con su caprichoso recuento de lo vivido y de lo soñado, sin distinguir entre lo uno y lo otro, ni de paso entre lo que son memorias y lo que son novelas, confundiendo los géneros literarios”. Pero Margarito Ledesma ya había sido el seudónimo de alguien más, de Leobino Zavala (1887-1974), quien fuera notario y diputado local y federal de San Miguel de Allende, ciudad del estado mexicano de Guanajuato. En 1950, bajo el genérico Poesías, Margarito Ledesma publica su primer y único libro, prologado por Leobino Zavala, quien cuenta que, alrededor de 1910, recibió el encargo de revisarlo, corregirlo y publicarlo, pero lo archivó sin leerlo. Con lo que tal vez quiso decir que tardó cuarenta años para idear una contradicción que devendría en otra, para idear a un poeta provinciano, prácticamente analfabeto, que, en sus poemas, explotaba todos los clichés del Modernismo, a un poeta popular que, por el desdén de la crítica, se fue convirtiendo en poeta de culto. Doble contradicción que va muy bien con su apelativo, porque, según Leobino Zavala, Margarito Ledesma, en lugar de poeta, prefería que lo llamaran humorista involuntario… A lo mejor usted también quiere que lo recordemos con ese apelativo. No por nada, para ir de una contraportada a otra, en la de su libro número veintiuno, se iba a leer: “Un libro sobre un paraíso perdido en la pluma de uno de los más grandes prosistas de la lengua”, pero, como reveló Pilar Reyes en la referida presentación del mismo, en aquella de la FIL de Guadalajara del 2015, usted prefirió que se leyera lo siguiente: “Un libro sobre un paraíso perdido en la pluma de uno de los escritores más burlones del idioma”, y así quedó.

3. Emigración póstuma

Según usted, “el lector es cambiante, voluble, pasajero... El lector es una puta”. Y tiene razón: yo, por ejemplo, cuando abandoné su obra tras leer su libro número doce, la reemplacé por la de Thomas Bernhard. Sí, aquel escritor austriaco con el que eventualmente lo comparan los críticos europeos, después de tachar en la lista a Céline, Bloy, Genet, Cioran, Renan, Lautréamont, Vian, etc., y que, ha reiterado usted en unas cuantas entrevistas, nunca ha leído. Y le creo, porque usted dejó de leer literatura cuando empezó a escribir, alrededor de 1982, y justo un año atrás, en la edición 14 de Quimera, Miguel Sáenz, el que sería el gran traductor de Bernhard al español, se quejaba por la apatía de las editoriales españolas frente a la obra de dicho autor de lengua alemana, y usted no sabe alemán. Bernhard tampoco leía literatura, era lector voraz de prensa, de los periódicos que más odiaba. Según Juan Villoro: “Ahí encontró lo poco que vale un idioma, el pensamiento como la más banal de las abyecciones, y transformó esa hojarasca en una sinfonía descomunal a través de su obra”. Voltaire fue uno de los pocos autores que mencionó en sus libros, y a usted el crítico Christopher Domínguez Michael, casualmente, lo tildó de moralista del siglo XVIII. En una entrevista que le concedió usted al susodicho Villoro, publicada por El País de España el 3 de enero de 2002, él le preguntó: “¿Se imagina escribiendo desde un entorno plácido o necesita, como Bernhard, el roce con lo que detesta?”. “No he leído a Bernhard pero sé que él insultaba a Austria, su patria, porque la odiaba; yo en cambio insulto a Colombia, la mía, porque la quiero. Y porque la quiero, quiero que se acabe: para que no sufra más”. En una de las pocas entrevistas que dio Bernhard, publicada en 1987, Asta Scheib le preguntó: “¿Escribe usted desde una posición de odio universal?”. “Yo amo a Austria. Esto no se puede negar. Pero la estructura del Estado y de la Iglesia es tan horrible que solo se puede odiarla”. En esa misma entrevista reveló que dejó la música porque no es una práctica solitaria como la escritura. Y usted, en la entrevista con Villoro, dijo: “Lo que yo hubiera querido ser en la vida es músico, compositor. Pero como no tenía música en el alma, no me quedó más remedio que dedicarme a esas dos artes menores del cine y la literatura”. La flauta mágica, primera ópera que oyó y vio, la que más oyó y vio, fue la piedra angular de Bernhard, y para usted “Mozart es lo máximo”. La piedra angular de su moral es su primer mandamiento: “Nadie tiene derecho a reproducirse, imponer la vida es el crimen máximo”. Y Bernhard escribió en Maestros antiguos: Comedia, su penúltima novela, protagonizada por un musicólogo de 82 años, lo siguiente: “Somos indulgentes con los padres en lugar de acusarlos durante toda la vida del crimen de engendrar seres humanos”. A propósito de comedia, en Extinción, su última novela, Bernhard apuntó que uno debería dejarse erigir en viejo bufón a los cuarenta. Y usted empezó a escribir, precisamente, a los cuarenta. No por nada, a pesar de ser calificado por Reich-Ranicki como “el poeta más sombrío y el profeta más amargo de la literatura alemana”, Bernhard definía su creación literaria como Lachprogramm o programa cómico. “¿Quiere hacer usted reír a la gente con lo que escribe?”. Le preguntó Krista Fleischmann en 1981, a lo que Bernhard respondió: “No, eso viene solo, no tengo que esforzarme mucho”. Luego, como usted, Bernhard era otro humorista involuntario. Y también era considerado un maestro de la exageración y la repetición y también renunció al catolicismo y también odiaba al papa y también escribió una pentalogía autobiográfica, etc., etc. Pentalogía en la que torció fechas y hechos para que se ajustaran a números cabalísticos como el tres y el siete, y en la que, paradójicamente, nunca mencionó a su compañera sentimental, 37 años mayor que él, con la que compartió 36 abriles, y a la que llamaba “el ser de mi vida”, y usted tampoco mencionó en su pentalogía a su compañero sentimental, trece años mayor que usted, con el que ha compartido 46 abriles, y el número de la casa en la que usted pasó sus días azules, aquella de la calle Perú del barrio Boston, es 36-35, etc., etc. Thomas Bernhard, su par austriaco, murió un 12 de febrero de 1989, tres días después de cumplir 58 años, edad en la que los dígitos suman trece. De ahí el motivo de esta carta abierta: usted este año, 2017, publicó su libro número veintidós, o sea que está a uno de alcanzar el número de libros publicados con el que, según dijo en 2015, podrá bajar tranquilo al sepulcro, y el próximo año, el 24 de octubre de 2018, cumplirá 76, edad en la que los dígitos suman trece, luego, muchas gracias por sus primeros doce libros, los disfruté bastante, y así como Bernhard llamó a su testamento una “emigración póstuma”, en el que prohibió la publicación y representación de su obra en Austria mientras estén vigentes sus derechos de autor, le deseo un buen viaje a lo que se avecina, el más allá. UC

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