Ahí va otra… Y otra… Y otras dos más. Faltan pocos minutos para las siete de la mañana del sábado que antecede el día de la madre, y mientras recorro sin rumbo las calles del famoso Hueco de Medellín, las veo pasar muy apuradas, camino a esos pequeños almacenes donde trabajan día a día. Ahí vienen otras tres, cuál de ellas más arreglada. Todas caminan muy vanidosas y visten a la moda, con sus rostros perfectamente maquillados, como si fueran para una sesión de fotos. “Mero madrugón, mija” son las palabras que muchas de ellas usan para saludarse y reafirmar su colegaje a tan tempranas horas. El Hueco ha decidido abrir sus puertas mucho antes de lo habitual, con la promesa de una gran rebaja en sus precios para quienes compren antes de las diez de la mañana. La abundancia de centros comerciales y las certezas de la recesión han puesto a estas coloridas abejas a zumbar mucho más temprano, con la ilusión de salir triunfantes en una de las jornadas más movidas en la zona de mayor tradición comercial de la ciudad.
Pasan los minutos y lo del madrugón no pinta bien. Desde las aceras veo que en lugar de los tumultos que imaginaba, las vendedoras conversan en pequeños grupos en medio de los pasillos o ya parapetadas en sus vitrinas. Decido meterme en Metroplaza —según cuentas, en El Hueco hay más de setenta centros comerciales—, y veo que varias de ellas revolotean de aquí para allá con algunas prendas, otras inflan las bombas para decorar las pailas de las promociones y otras más escriben en pequeñas cartulinas los atractivos precios del día. No falta la que amenaza a su compañera con estallarle cerca del oído uno de los globos, mientras las primeras clientas, un par de cincuentonas, aparentan enojarse ante semejante pilatuna; un fingido reproche que les sirve para romper el hielo con las vendedoras. Así es El Hueco, un lugar que excede el acartonamiento dominante en los grandes centros comerciales. Un sitio donde la publicidad en forma de volantes, las bombas como decoración, los animadores con micrófono en mano —estrategias anacrónicas según los expertos en mercadeo— siguen dominando el estruendo comercial. Un entramado de pasillos y recovecos en el que por más de tres décadas el “qué buscabas, corazón” ha tenido por eco el “cuánto es lo menos, mi amor”.
Sin embargo, es pertinente aclarar que el verbo regatear se ha paseado en esta zona de la ciudad desde finales del siglo XIX, cuando apenas se incubaba el legendario Guayaquil. En un pasado remoto lo conjugaban quienes iban a la plaza cubierta de Cisneros, hasta que esta se incendió o la quemaron, nunca se sabrá; en un pasado más reciente, lo utilizaban los vendedores al por mayor de legumbres y abarrotes del extinto pasaje Sucre, quienes se fueron para la Central Mayorista a comienzos de los setenta, y también los que vendían al detal en el famoso Pedrero, trasladados a la Minorista en 1985. Esto por citar solo lo relativo a la comida, porque en Guayaquil todo podía regatearse: un pasaje, un corte de paño, un sombrero, unos zapatos, unos tragos, unos besos, una cama y hasta una puñalada. El escenario lo completaban la estación del ferrocarril, los paraderos del transporte urbano e intermunicipal, los almacenes, los bares y los hoteles que alojaban a los miles de campesinos que llegaban año tras año para estrenarse como citadinos.
Y fue precisamente en un bar de Guayaquil, el Avantino, situado en el primer piso de un hotel, el Monserrate, donde eso que hoy llamamos El Hueco, tiene su antecedente más directo. Muchos de los que éramos niños en los años ochenta fuimos convidados por nuestras madres para recorrer este sector de la ciudad en busca de esa sobrecama o de la porcelana que luego concentraría los elogios de las vecinas; eso sí, siempre aderezados por dos palabras inseparables: San Andresito y contrabando. Un amigo recuerda que su madre hablaba de “Elvia, la contrabandista” casi como una marca que acentuaba el pedigrí de los electrodomésticos de su casa. Como su nombre lo sugiere, comprar en el San Andresito era viajar a través de otro a la isla de San Andrés, el puerto libre de Colombia. En 1953, el general Gustavo Rojas Pinilla lo declaró como tal, en contraposición a un modelo económico proteccionista muy fuerte.
Así las cosas, los colombianos podían traer diversos artículos comprados en San Andrés sin pagar aranceles hasta un cupo relativamente alto. Por esto, se volvió muy atractivo volar hasta la isla para conocerla, disfrutar de sus playas y comprar relojes, perfumes, licores y, sobre todo, adquirir el máximo representante de la modernidad por entonces: el televisor. Según el Dane, antes de la declaratoria, San Andrés tenía un poco menos de seis mil habitantes y veinte años después sus pobladores ya sumaban cerca de veinticinco mil, entre quienes se contaban numerosas familias árabes y no pocos rebuscadores paisas. Se dice incluso que muchos comerciantes les pagaban a sus amigos todo lo relativoal viaje y la estadía, solo para apropiarse de sus menajes, tal como se le decía al cupo de importación del que disponían los viajeros.
¿Y dónde se concentraban algunos de estos viajeros? En el café Avantino; ¿y dónde guardaban las mercancías? En las piezas del hotel Monserrate; esto es, cerca de donde hoy queda la estación San Antonio del metro. Hasta allí llegaban los revendedores e incluso muchas señoras que recorrían dichas habitaciones para ver qué novedad había llegado. Un modelo que se extendió a otros hoteles del sector como el Montaña o el Alcázar, hasta derivar años después en los famosos San Andresitos, un rótulo que se fue apagando en medio de los frecuentes operativos policiales y las protestas de quienes perdían sus mercancías consideradas ilegales. Sin embargo, todavía es posible apreciar en algunos de los centros comerciales más antiguos de la zona, situados en Maturín o Ayacucho, algunas evidencias que dan cuenta de su pasado como hoteles. Estrechos corredores, renovados con baldosas de cerámica; patios cubiertos que ahora son aprovechados como locales o unas escaleras, cuyas incómodas curvas son disimuladas por modernos pasamanos tubulares.
Lo que sí ha prevalecido, incluso en las recientes construcciones del sector, cada vez más iluminadas, con modernas escaleras eléctricas y amplios ascensores que no tienen nada que envidiarles a los más encopetados centros comerciales de la ciudad, son los pequeños almacenes que los configuran; uno de los principios del éxito de esta zona: almacén chiquito, bodega grande. En El Hueco las vitrinas con bicicletas antiguas; cabinas telefónicas, estilo Londres; maniquíes dispuestos en coreografías son una verdadera rareza. En consecuencia, la gente va a comprar y no a loliar. Por eso, las paredes se cubren con la mercancía y las vitrinas se mantienen repletas, la abundancia llama la abundancia, digo yo, dándomelas de analista. “A la gente le gusta el fogón, la pelotera”, así lo explica Maribel Álvarez, una vendedora que lleva veintiún años en el sector; yo apenas llevo una semana y, por demás, dedicado a cazar pequeñas escenas.
Una que me llevó a conocer a otra vendedora de gran experiencia partió de las siguientes palabras: “Mujer, ¿vamos a vestir a tu madre como nos gustaría verla o como ella se viste en realidad?”. Una pregunta retórica que significó la venta de una chaqueta. Yo, a unos pasos, pude ver el plano y el contraplano de la situación, como quien sigue un tutorial en Youtube. Unos segundos antes, la clienta le había devuelto la chaqueta a la vendedora después de apreciar cada uno de sus detalles. Su cuerpo parecía decidido a marcharse, pero sus ojos seguían sobre la prenda. El momento justo para soltar esa poderosa pregunta que a todas luces cuestionaba la relación madre-hija; o al menos así la entendí yo, que nunca pude acertar con ninguno de los regalos del día de la madre. Todo me pareció de antología: el tono, la mirada, el tuteo y, sobre todo, ese plural que tanta cercanía generó en la compradora. Su respuesta final lo sintetizaba todo: “…Tenés razón, a ella le gustan estas chaquetas así. Esperemos que pase esta fiesta y te la traigo para que me ayudés con una de esas blusitas de seda”.
Cómo no pensar en El Hueco como una gran escuela en ventas si unas horas después de haber presenciado el negocio de la chaqueta, mientras caminaba por los hermosos corredores del antiguo Palacio Nacional, convertido desde 1994 en el centro comercial Palacio Nacional, un vendedor de unos veinte años me dijo al verme pasar: “Parcero, dígame qué necesita que estoy que me vendo”. Me lo dijo en un tono suplicante, ansioso, juntando sus manos de tal forma que no me quedó otra que reírme, mientras oía su insistente voz sobre mi espalda, pidiéndome que le diera una oportunidad. Unos minutos después, cuando decidí regresar con la idea de entrevistarlo, lo vi convertido en otra persona, que esta vez en un tono muy serio le aseguraba a un hombre de unos treinta años que él vendía unos tenis que se parecían mucho al vestuario que este llevaba: “Todo lo que tengo en este almacén parece suyo, déjeme asesorarlo sin compromiso mi amigo”, fue su argumento final. El hombre, al igual que yo, sonrió mientras avanzaba a su lado. ¿Era este joven un buen vendedor o solo alguien muy divertido? No lo sé, volví a pasar de largo, lanzarle unas cuantas preguntas no resolvería el tema.
Los manuales dicen que un buen vendedor además de hacer mucho dinero, también hace clientela. A medida que avanzaba el día vi toda clase de vendedores. Estaban las que les mostraban a los clientes muchas camisas a la vez; las que se concentraban solo en una; los que aseguraban tener la medida justa entre la punta del dedo gordo y el remate del zapato; las que repartían hojitas bañadas en perfumes, con los nombres de las fragancias; las que seguían aferradas al “qué buscabas, corazón” o los que simplemente esperaban en silencio que el cliente los abordara; aunque supongo que todos cambian sus estrategias, dependiendo de la hora, el día, la temporada, el tipo de producto o incluso, su estado de ánimo.
Lo cierto es que la historia de El Hueco se ha escrito a partir de las habilidades como vendedores de miles de personas provenientes del Oriente antioqueño. La mayoría comenzaron con un puesto ambulante, pasaron luego a un pequeño local y, en muchos casos, lograron consolidar un negocio grande; y durante el proceso, involucraron a un hermano, un primo, un amigo, un paisano, que religiosamente ha continuado con esta red de apoyo al extenderla a otros coterráneos. No en vano, suelen casarse entre ellos, y más todavía, formar una suerte de colonias a donde van. Se dice, por ejemplo, que el barrio Buenos Aires está repleto de santuarianos y Villa Hermosa, de granadinos, por mencionar solo estos dos municipios.
A la que sí entrevisté fue a la vendedora de la chaqueta. Carolina Rueda, una mujer muy elegante, de unos 45 años, quien me contó que su secreto consistía en conocer todo el surtido de su almacén a la perfección, y no se trataba de una respuesta cliché. Además de ser la dueña del local, es una empresaria que coordina todas las fases del proceso: compra las telas, paga por el diseño y la confección de las prendas que ella misma les muestra a sus potenciales compradores, con el apoyo de una pareja de jóvenes que atienden junto a ella el local 120 del centro comercial Venaver. En suma, es la creadora y responsable de su propia marca, llamada Lecar.
Las marcas, he ahí el dilema. Para muchos, la energía que activa ese inabarcable engranaje que solemos llamar consumismo; o para efectos de este escrito, la manija que empuja esa gran rueda que todos en Medellín conocemos como El Hueco. Antes, la idea era solo revender lo que llegaba de afuera; hoy, son cada vez más los que fabrican y distribuyen sus propios productos. Antes, se hablaba solo de los San Andresitos; luego, muchos pasajes y centros comerciales recibieron los nombres de las calles que unían: Ayacucho, Carabobo, Pichincha, Maturín, Cúcuta; después, irrumpieron los nombres asiáticos: Singapur, Japón, Shanghai; más tarde, los americanos: Miami, Hollywood, Manhattan; y hoy ya se habla del Gran Plaza y de Megacentro, la orden de salida al histórico Éxito de Guayaquil.
Antes, todo se limitaba a traer la mercancía desde San Andrés, Maicao o Panamá; luego, la compraron en Estados Unidos; y hoy, muchos importan inmensos contenedores desde China, en muchas ocasiones, repletos de productos que ellos mismos han mandado fabricar. Pero antes y ahora ha existido y seguirá existiendo la suplantación de marcas, incluso, las de carácter local. Para la muestra, el botón más grande. Cuando alguien quiso montar El Hueco en Bello, se enteró de que este nombre sin garbo alguno, ya era una marca registrada. Raúl Echeverri, uno de los líderes de Asoguayaquil, la asociación más antigua de comerciantes del sector, creada hace veinticinco años, lideró esta iniciativa al dimensionar que ningún otro apelativo sería tan recordable para referirse a los más de cinco mil locales encerrados, por ahora, entre la carrera Bolívar y la avenida Ferrocarril con las calles San Juan y Colombia.
La zona de la ciudad donde cualquier cosa se puede volver de repente un virus. Desde que empecé a recorrer El Hueco, hace unos cuantos días, he visto miles de rosas en relieve en camisas, gorras, conjuntos, blusas, vestidos, chaquetas; grandes, pequeñas, alargadas; rojas, doradas, azules; solas o en ramos; en los almacenes de los primeros y los últimos pisos, y también en los puestos ambulantes de las calles. Son tantas que al principio soñaba con sorprenderlas mientras brincaban de una tela a otra; pero claro, vi a una señora que llevaba un manojo suelto, sin tela alguna, y entonces supe cómo operaba uno de los tantos milagros chinos en formato paisa. Cientos de mujeres las cortan y las fijan a punta de calor, otras tantas las venden y miles más las lucen muy orgullosas de estar a la moda. En El Hueco se consigue la tela, el accesorio, el complemento y la máquina para crear una nueva prenda o para interpretar, homenajear o expresamente plagiar la que está causando furor en Los Ángeles o París; Dios bendiga internet.
Pero, ¿quién define que sea una rosa y no un girasol? Puede ser el espíritu de Kim Kardashian, que a cada tanto recorre El Hueco, tal como me lo cuenta Andrés Acosta, un profesional de la administración que hace nueve años decidió romper su historial de empleado. Inspirado en las conversaciones casuales de sus tías se inclinó por el mundo del maquillaje, sin tener experiencia alguna en el tema y viajó a los Estados Unidos, donde gestionó la representación de una marca de cosméticos llamada Jordana. Lo demás fue persistencia y enfoque; bolsita en mano, puesto por puesto, se la pasó varios meses repartiendo muestras gratis, mientras sus inspiradoras tías y las amigas de estas murmuraban que la familia estaba estrenando loco. Sí, fueron varios meses sumando en unas pocas ocasiones y restando en las demás, hasta que un buen día, la Kardashian mostró en las redes sociales su exótico ciberlabial, un tono morado que en el portafolio de Andrés figuraba como Matte Dare, y que, por cierto, nadie le pedía. Llegó entonces, el mes para multiplicar en vez de sumar y restar. Él no era el único que lo vendía, los había más caros y más baratos, pero siempre estuvo presto a entregarlo lo más pronto posible a quienes se lo pedían. El Hueco es velocidad y precisión, según sus palabras. En la universidad nunca le habían enseñado que una docena puede tener dieciséis piezas o que el precio de venta de un producto puede cambiar en minutos como si se fijara sobre arena; eso lo aprendió por aquellos días, al moverse de vitrina en vitrina en El Hueco, escuchando a sus nuevos profesores: las vendedoras de los locales y esos viejos comerciantes capaces de predecir los movimientos del mercado, aunque todavía lleven los inventarios de sus negocios en tarjetas manuales, tipo Kardex, mientras él lo tiene todo sistematizado y medido mediante gráficos de comportamiento que no leen las ciberlocuras de la Kardashian.
Algo similar vivió Natasha Giraldo, una alegre mujer de 37 años, tatuada en ambos brazos, que llegó a la zona después de haber estudiado patronaje en el Sena, cuando todavía era una adolescente. Otra vendedora que con los años aprendió a leer las enormes posibilidades de crecimiento que genera volverse la diseñadora y confeccionista de una marca propia; “siempre y cuando sigás yendo con tu bolsita de puesto en puesto, ofreciendo tus productos y analizando sin el ego de por medio qué funciona y qué no”, aclara. Lo suyo es el universo juvenil: bermudas, camisetas, camisas, pantalones; y sus marcas La Kapital y D.A.S. En 2015, Versace lanzó una camiseta estilo cola de pato, muy similar a la que después impusiera Maluma. Natacha comprendió rápidamente la potencia de este diseño, sumado a los grandes números y los colores que también estaban en furor, y a esto le añadió sus marcas atravesándolo todo.
Cuando yo digo receta; ella se refiere al ABC; cuando le pregunto si fue gracias a Maluma, ella de inmediato busca en su celular las fotos de una linda morena de Moravia que montó en las redes sociales, una foto cual rapera luciendo su camiseta en medio de unas cortinas doradas. Para ella, ahí comenzó todo, de repente un chico, dos más, una pareja, un grupo, otro más comenzaron a preguntar en todo El Hueco por las camisetas 00 de D.A.S y O7 de KPT. Y entonces, la rueda comenzó a girar cada vez con más intensidad. Empezaron a llamarla una y otra vez de todos los almacenes, y luego de varias ciudades, y ese fin de semana ella ya identificaba ahí mismo, en El Hueco, en los almacenes contiguos al suyo, en los puestos ambulantes de las calles, un sinnúmero de falsificaciones de sus diseños; llegó a ver camisetas que tenían el diseño de D.A.S en la espalda y el de KPT en la parte delantera, doble suplantación, reinterpretación, vil plagio; simplemente una vuelta más de la gran rueda, que en esta ocasión duró un mes girando.
Ese es El Hueco, un centro comercial hecho de centros comerciales, donde paradójicamente, las tarjetas débito y crédito no funcionan como en otros sitios de la ciudad. Una zona donde todavía se utilizan las bolsas negras o a rayas para empacar los productos. Un lugar donde se pueden conseguir juguetes anacrónicos como los trompos, las pirinolas o las pistolas de totes. Un sitio donde los mitos también ruedan sin parar. Se habla de puertas falsas, de inmensas cajas fuertes, de hombres con aspecto de campesinos que cargan sus carrieles repletos de billetes. Son las cuatro de la tarde, y ahora sí, la procesión de compradores se mueve convencida de que todos hallarán lo que andan buscando para sus madres, o al menos, algo muy parecido. Una galopada de hombres y mujeres de todos los estratos que pasan de un recoveco a otro, ilusionados con ahorrarse unos pesos. Yo los miro parado en uno de los ventanales más altos de la zona, desde donde también veo una inmensa valla en la que una hermosa rubia se halla cómodamente sentada
en un sofá de cuero, ¿o será de cuerina?, no lo sé, quien luce muy segura porque a sus pies hay un estilizado globito en el que se lee: mis principios no son negociables.