Malcolm Lowry y los misterios de las ruinas
Daniel Ferreira. Ilustración: Samuel Castaño
Lo que comprende el escritor Roderick McGregor Fairhaven, en Pompeya, es la sensación de que el tiempo humano es efímero, frente al tiempo telúrico. Parece una observación trivial frente a la erupción que sepultó bajo una capa de ceniza el esplendor de una ciudad hedonista. El estupor de que ha ocurrido apenas ayer (dos mil años), mientras la vida de ese escritor que recorre las ruinas ya ha cruzado la mediana edad, está cesando. Es la misma intuición de Sigbjorn Wilderness cuando deambula por Roma tras las huellas de Keats, y piensa que está en el medio de un bosque oscuro en la mitad del camino de su vida. Queda el cráneo de Shelley para tomar vino (como pretendía hacer Byron), queda la inscripción en la tumba de Virgilio en Nápoles. Sufren la misma intuición del cónsul Firmin mientras camina bajo el volcán en busca de su muerte. Y es la misma intuición de Lowry después de atravesar las esclusas del canal de Panamá, mientras escribe con una mano y se sostiene con la otra en medio de la peor tormenta del siglo en el Atlántico y oye a los marineros rezar la oración contra los naufragios: “Escúchanos señor, desde el cielo, tu morada.” La vastedad y la indiferencia de las fuerzas naturales frente a la fugacidad de la vida humana, derrotada. Nada humano dura más que la piedra, que la sangre de volcán.
Como era místico, y como el misticismo es el último problema filosófico interesante que le queda al mundo, al editor Jonathan Cape le explicó en una extensa misiva las razones cabalísticas que sostenían el andamiaje de su novela cumbre, Bajo el volcán. A la respuesta de esa carta donde el editor sugiere cambios y zonas de aburrimiento detectadas por tres lectores de planta de la editorial, Lowry responde:
“Si se condiciona al lector, aunque sea un poco, para que considere inevitable la lentitud del arranque —suponiendo que yo logre convencerle a usted de que a pesar de su lentitud tal vez no es tan tedioso—, los resultados podrían ser sorprendentes. Si usted me dice: ‘Muy bien, pero el buen vino no necesita anuncios ni reclamos’, lo único que puedo responder es lo siguiente: ‘Muy bien, yo no estoy hablando de buen vino sino de mezcal’, y para beberlo, además del reclamo en la puerta de la cantina, una vez en el interior de esta, el mezcal necesita acompañarse de sal y limón, y tal vez uno no lo bebería si no estuviera en una botella tan tentadora. Si esto le parece fuera de lugar, permítame preguntarle: ¿quién se sentiría con valor para aventurarse en el yermo de La tierra baldía sin un conocimiento previo de su complejidad estilística?”.
Parece una defensa para comprender la novela amenazada de mutilación, pero es una invitación a comprender la vida. Estaba en la mitad de la treintena cuando terminó los seis años de alcoholismo creativo que le llevó escribir (con ayuda de su segunda esposa y correctora y secretaria y mecanógrafa y enfermera Margerie) las innumerables versiones de Bajo el volcán (1947). Solo un año después de la versión definitiva, los funcionarios de migración mexicana le jugaron una pega burocrática que empezó en Acapulco, pasó a Cuernavaca, se enquistó en el D.F. y así, de funcionario en funcionario, de multa en multa, hasta acabar por darle una patada en el culo en la frontera de Tijuana. Otra vez la fugacidad de la vida frente a otra inmensidad: la del desierto. Malcolm Lowry había cifrado su vida, sus viajes oceánicos, sus nados libres en piscinas, sus estudios en Cambridge, las infidelidades y los sarcasmos de la guerra conyugal (con la primera esposa Jan Gabrial), sus idas al siquiatra, sus dependencias amatorias, sus inseguridades viriles y sus inclinaciones místicas en esa obra que habría de convertirse en el fragmento de sus ruinas. Toda la vida confluye y justifica ese libro. En junio de 1957, cuando amaneció muerto por su propio vómito tras una ingesta de alcohol y barbitúricos, se había convertido por segunda vez en su alter ego, el cónsul Firmin. Se había vuelto dependiente de su segunda esposa Margeri, era incapaz de atarse los zapatos, pagar con su propia plata, mantenerse solitario y sobrio. Había caído en la misma angustia de nunca haber podido entender lo que habían estado diciendo sus colegas en obras admiradas. Era un hombre moribundo al que acababa de caérsele de los ojos la venda del arte. Era solo un humano en su finitud.
Lowry creía que la neurosis de un autor marca su literatura. Su neurosis, sus obsesiones son su literatura, y esas obsesiones son la forma de filtrar la realidad. Las obsesiones no eran rasgos paranoicos sino, en sus palabras, “una visión real de la indudable verdad”. Sin embargo, los escritores menores, no los Melville ni los Kierkegaard ni los Kafka que invoca para sostener sus apotegmas místicos, también han sido marcados por sus taras mentales y puede ocurrir que lleguen a la misma claridad de los grandes maestros. En sus últimos relatos, los escritores menores también logran esa clarividencia. Pero no la plasman. Escritores que han publicado una única obra y luego han sido olvidados por sus lectores y sus esposas. Escritores que a su vez olvidan y torturan a sus seres queridos por escribir. Escritores que dejaron de enviar cartas porque hasta hablar de sí mismos les parecía una execrable exhibición de la subjetividad. Escritores que no criaron a sus hijos. No visitaron a sus madres enfermas. No cooperaron con el sistema de producción ni con sus esposas esclavizadas. También a ellos, escritores menores, fracasados, llegó esa visión panorámica que revela el sentido de la vida.
Lowry buscó la aventura, fue marinero, fue un precursor del aislamiento en los manicomios, un enemigo de la sobriedad y de la cordura, y se fabricó una ordalía de alcohol que lo llevó a la caída que en su código místico era la más deslumbrante victoria. Hubo un instante, solo tres meses, según su biógrafo, Douglas Day, en que logró transmutar el mezcal en literatura. Los tres meses llegaron en el punto donde acababa su juventud y empezaba el declive. Ahora podía utilizar todas sus aventuras y todas sus inquietudes intelectuales en un relato. Lowry fue un erudito al que la información le estorbaba. Un experto en vidas tomadas como destinos literarios. Ricardo Piglia observó que el gran tema de Lowry es el destino escrito, “no el hombre que escribe sino el hombre que es escrito por otro novelista, cuya vida es un texto”, y esa nueva distancia del sujeto hace que S. Wilderness crea vivir la vida escrita por Lowry en Bajo el volcán.
Al mismo tiempo, siguiendo la biografía de Douglas Day, Lowry impuso sobre el cónsul Firmin su propia guerra conyugal con Jan Gabrial. En los tres meses de 1938 en que escribió las 34 palabras que serían el primer borrador del volcán, estaba en Cuernavaca. Su amigo y mentor, el escritor Conrad Aiken, había llegado a México para divorciarse y encontró a Lowry barbado, con un pantalón corto anudado con una corbata y sosteniéndose de un bastón rústico a causa de un lumbago. Le confesó que estaba escribiendo el primer borrador de su magnun opus. Pasaba los días nadando en una alberca de mezcal y su mujer Jan Gabrial lo abandonaba para pasar temporadas con dos amantes ingenieros que trabajaban al sur de México en una mina de plata. Aiken dejó registro de las escenas patéticas en que Gabrial ignoraba al marido y se paseaba ansiosa y malgeniada mientras Lowry, ya enterado, dejaba partir a la esposa con sus tacones infieles y se quedaba con el alcohol y la escritura. Le tomó tres meses escribir esa primera versión. Aún dudaba si Ivonne sería en el libro la hija o la esposa del cónsul Firmin. Aún era errático al ubicar el foco de las infidelidades de su esposa a las que fingía ser inmune en una figura próxima al protagonista. Pero dos años después, tras la reescritura del manuscrito perdido, y ya divorciado, decidió que Ivonne sería Jan, y que Firmin sería Lowry y que los ingenieros encarnarían en el primer grado de consanguinidad del dolor: el hermano del cónsul. De manera que Lowry también fantaseó su propio drama conyugal vivido en otro.
Construimos libros como si tuviéramos en cuenta que no quedará nada, salvo la ruina. Una lápida. Un hijo. Pompeya. Una novela. Un cuento. Un poema. Una ruina fija el paso del tiempo, por eso aspira a convertirse en arte. Lo que sobrevive es lo que será leído, y lo que será leído es lo que será recordado. Escribir una vida es como leerla, y leerla es descifrar las ruinas de esa vida. Cuando uno pasea sobre ruinas, tampoco está viendo el pasado: lo está inventando. Los alter ego de Lowry comparten en otros paisajes la misma angustia del día de muertos de Bajo el volcán: creen que al ver las ruinas, de Roma, de Pompeya, la voracidad de la selva del Darién o los ritos del paganismo mexicano, están viendo el pasado. Uno ve las ruinas, pero no está viendo el pasado. Bajo el volcán es un vaticinio y una interpretación. Un vaticinio del futuro y una interpretación del pasado. La ruina es lo que sobrevive, no lo que desapareció. Bajo el volcán es donde están las ruinas de la vida de Malcolm Lowry.