La bicicleta y la vacilación
Anónimo. S.f.
En casi todos los deportes la vacilación desempeña un papel nefasto. Puede provocar accidentes; mantiene en todo
caso la torpeza y disminuye sensiblemente el placer experimentado. No obstante, este papel tiene una importancia
distinta en uno u otro deporte. Un futbolista o un tenista que vacile será un jugador mediocre y no progresará,
eso es todo. El patinador que vacila termina siempre por voltear a la derecha o a la izquierda y por dibujar,
sin querer, alguna figura rudimentaria: pero, por esto no se cae. En un caso parecido, el jinete tiene el recurso
de recuperar su montura y, en realidad, son muchos más de lo que se cree, los hombres que dejan a su caballo
el cuidado de decidir por ellos. Entre el caballo y el hombre se establece una especie de “sinfonía tácita”;
se diría que se comprenden: se guardan las apariencias; el espectador cree que el hombre ha elegido, pero es
el caballo. Si el esgrimista es demasiado entregado a la vacilación, es llevado naturalmente a permanecer a la
defensiva y a hacer un juego de bloqueos con lo que podrían ser ataques.
En el remero, la energía y la perseverancia se aprovechan, pero, como casi no tiene que tomar decisiones, no se expone
a largas vacilaciones. Esto también es un poco cierto en el nadador. Si el tirador vacila perderá su caza, pero
su vacilación se manifiesta de manera uniforme: se trata de fallar el tiro, nada más; es un gesto único. Por
el contrario, de todos los deportistas, el ciclista es el que tiene que tomar más decisiones de todo tipo y para
el cual el hecho de no haberlas tomado a tiempo le presenta más inconvenientes, preocupaciones e incluso peligros.
Para girar, a menos que solo sea sobre una verdadera explanada, pasar entre automóviles o árboles, deslizarse
a lo largo de un muro o una acera, evitar los rieles o los carriles profundos, circular en medio de una muchedumbre,
etc., decida pronto, señor ciclista, o sufrirá una caída que será algunas veces dolorosa y siempre ridícula..
La conclusión de esta comprobación es que para practicar ciclismo es necesario tener un carácter muy decidido. Aquí
es donde el asunto se vuelve divertido, pues no es cierto del todo. Todos conocemos buenos ciclistas que no se
destacan por ninguna rara hazaña, pero que se sirven con una perfecta seguridad de su máquina en las circunstancias
que acabamos de enumerar; y también sabemos que son personas sin carácter, muy obedientes e indecisas ante los
cruces de la vía e ineptas para tomar decisiones y más aún para mantenerlas.
Sin duda, el próximo congreso de Lausana tendrá el honor de estudiar este grave problema de la transposición al campo
del carácter de las cualidades fuertes adquiridas muscularmente, y este problema hará correr mucha tinta. El
caso de la bicicleta hará pensar que dicho problema se debe resolver negativamente, pero tampoco aquí debemos
apresurarnos a generalizar. Muchos ejemplos son susceptibles de apoyar la tesis inversa y, al mirarla de cerca,
percibimos que la decisión necesaria para el ciclista es de una especie completamente particular. Es una decisión
instintiva, por así decirlo. Pensada y deseada, no desempeñaría su tarea o la haría mal. Debe ser espontánea
e ignorarse a sí misma.
Esto no es tan sorprendente. En todos los otros ejercicios donde el hombre lleva la dirección para manejar una máquina
o un animal a los cuales simplemente se ha yuxtapuesto, no hay al mismo tiempo un equilibrio totalmente inestable
para mantener. Los patines y los esquíes dirigen al hombre, prolongan su cuerpo y hacen parte de él; además,
alineados, lo sostienen. La bicicleta no puede mantenerse en ninguna posición y sus facultades móviles la hacen
“dirigible” al máximo. Ahora bien, es preciso que quien la monte, al haberle dado un impulso y una dirección,
se le acople por completo, como si la bicicleta y el ciclista fueran una sola máquina. Desde este momento, se
concibe muy bien que tenga necesidad de “tener una mentalidad de máquina”. La colaboración del cerebro
y la voluntad para tomar las decisiones será nefasta en general. Establecerá pronto un examen y una discusión
previa, fuentes de fatiga, pero sobre todo causas de probables vacilaciones.
El carácter incesante, súbito e inmediato en la toma de decisiones del ciclista lo obliga a tomarlas sin reflexionar,
mecánicamente; y cuando es más mecánico y menos reflexivo, será mejor ciclista. Observen a esos jóvenes que pedalean
en las vías atestadas y se convencerá del valor de esta ley. Pero, desde este momento, ¿podemos sorprendernos
de que la moral no se beneficia de cualidades físicas tan plenamente inconscientes, ni que estas cualidades continúan
siendo especiales en la práctica del ciclismo? ¿Y es cierto todavía que esta especialidad sea absoluta?
Se podrían probar muchos experimentos interesantes al respecto. Lo que queda claro es indiscutible: la vacilación
es más nefasta en el ciclista que en cualquier otro deportista y, para servirle útilmente, su decisión solo se
debe ejercer de una forma instintiva y espontánea.
***
Deportistas sin querer
Agosto de 1909
Hace poco leí una carta muy antigua. Fue escrita en febrero de 1513. Un joven le contaba allí, a uno de sus amigos,
sobre el fin de un viaje que ambos habían comenzado: “El mismo día en que nos separamos llegué a Venecia. Valientemente ¿dirías? No, incómodamente.
El camino estaba enfangado por completo; tenía el caballo que conoces y una silla que me ha maltratado. A pleno medio día abordé el bote para Mergara.
Remando, el recorrido no es largo. Allí aguanté mucho frio, sobre todo en los pies”. Al leer estas líneas tan expresivas, aunque tienen la edad de aproximadamente cuatro siglos,
nuestro pensamiento se aleja hacia estas innumerables cabalgadas de antes, en las que participaban, con toda seguridad, muchos humanos que hubieran preferido
el movimiento del automóvil o del ferrocarril al del animal que los transportaba. Eran deportistas sin querer.
¿Qué placer encontraban en esto y qué provecho sacaban de allí? La pregunta es interesante, pues remite a esta otra: ¿un deporte practicado por necesidad
y de manera usual deja de ser por esto un deporte? Problema de psicología deportiva que debería estudiarse. Para resolverlo, nuestra época no está desprovista de elementos de información.
El arqueólogo que debe imponerse largos recorridos a caballo y el obrero cuya bicicleta lo lleva y trae del trabajo, son el mismo caso del viajero cuyas quejas exhumamos antes.
Y podríamos interrogarlos.
Creemos que llegaríamos rápido a la convicción de que es un asunto de temperamento y que, antes como ahora, existieron entre los “deportistas sin querer” los alegres y los inconformes,
hombres cuyo movimiento muscular acentuaba la vitalidad y para los cuales el esfuerzo deportivo era agradable, y otros que casi siempre lo padecían a regañadientes y más o menos dolorosamente.
Quedaría por determinar, es el interés de la pregunta, qué provecho fisiológico sacaban estos individuos de los ejercicios practicados en estas condiciones.
Una observación de pasada: hubo un tiempo, por lo demás muy breve, donde el tipo del “deportista sin querer” desapareció, o casi, en por lo menos una parte de Europa.
Después de la epopeya napoleónica, cuando los ferrocarriles se diseminaron en el Viejo Mundo y el rentista satisfecho se arrellanó en su sillón, muchas vidas humanas pudieron transcurrir sin llegar al menor contacto
del hombre con una espada, un fusil, una silla de montar o un remo. Le estaba reservado a las democracias cosmopolitas que se desarrollarán en el tercer tercio del siglo XIX, apoyadas en una maravillosa industria científica,
hacer renacer aquí y allá la obligación del deporte, de tal modo que, con la ayuda del utilitarismo, muy pronto todos serán deportistas, pero unos con convicción y otros “sin querer”.
Una observación de pasada: hubo un tiempo, por lo demás muy breve, donde el tipo del “deportista sin querer” desapareció, o casi, en por lo menos una parte de Europa.
Después de la epopeya napoleónica, cuando los ferrocarriles se diseminaron en el Viejo Mundo y el rentista satisfecho se arrellanó en su sillón, muchas vidas humanas pudieron transcurrir sin llegar al menor contacto
del hombre con una espada, un fusil, una silla de montar o un remo. Le estaba reservado a las democracias cosmopolitas que se desarrollarán en el tercer tercio del siglo XIX, apoyadas en una maravillosa industria científica,
hacer renacer aquí y allá la obligación del deporte, de tal modo que, con la ayuda del utilitarismo, muy pronto todos serán deportistas, pero unos con convicción y otros “sin querer”.
***
La crisis evitable
Marzo de 1911
Es un placer inesperado para las letras la publicación de un manuscrito inédito firmado por el gran escritor Gustave Flaubert. Evidentemente este, que acaba de ser publicado,
no tiene la perfección de un capítulo de Salambó. Sentimos la incoherencia del primer retoño y la falta del pulimiento final. Pero aquí encontramos curiosos pasajes en los cuales Flaubert, relatando su infancia,
analiza con una fuerza y profundidad singulares la crisis que lo convirtió en un hombre: la crisis que es la de casi todos los latinos:
Desde el colegio, escribe Flaubert, estaba triste; me aburría, ardía de deseos y tenía fogosas aspiraciones hacia una existencia insensata y agitada; soñaba con las pasiones y hubiera querido tenerlas todas.
Tras los veinte años había para mí todo un mundo de luces y perfumes […], vagamente ansiaba algo esplendido que no sabría formular con ninguna palabra, ni precisar en mi pensamiento en ninguna forma, pero del cual tenía el deseo positivo e incesante.
Y más adelante:
La mujer era para mí un misterio atrayente que perturbaba mi pobre cabeza de niño; lo experimentaba cuando una de ellas llegaba a fijar sus ojos en mí, ya sentía que había algo fatal en esa mirada
conmovedora que deshace las voluntades humanas, y estaba a la vez encantado y espantado […]. Me apresuraba a hacer rápido mis deberes para poder entregarme con gusto a estos pensamientos queridos. Comenzaba por forzarme a soñar como
un poeta que quiere crear y provocar la inspiración […]. El día que por fin adiviné todo, me aturdí primero con delicias como una armonía suprema, pero pronto me volví calmado y viví desde entonces con más alegría; sentí un movimiento
de orgullo que me decía que era un hombre y un ser organizado para tener una mujer conmigo algún día; conocía la palabra vida; apenas entraba en esta y ya saboreaba algo […]. Una amante era para mí un ser satánico cuyo mágico nombre me
arrojaba en largos éxtasis; fue por sus amantes que los reyes arruinaban y ganaban provincias; para ellas se tejían los tapices de la India, se pagaba oro, se cincelaba el mármol y se conmovía el mundo […].Soñaba con todo esto en la tarde,
cuando el viento silbaba en los pasillos o en los recreos durante los cuales jugábamos a las barras o a la pelota […]. La vida humana rodaba para mí sobre dos o tres ideas, sobre dos o tres palabras junto a las cuales todo el resto se convertía en satélites alrededor de su astro.
Desde luego, todos los adolescentes no tienen este poder de la imaginación; todos no serán Flaubert. Pero, existen pocos entre los latinos, los griegos y los eslavos que no atraviesen semejante crisis. Debemos reconocer que esta crisis es normal.
Es normal que el joven se apresure hacia la virilidad y busque darse él mismo el testimonio de haber alcanzado el umbral. Ahora bien, ¿Cómo lo logrará? Solo hay tres maneras: por medio de la guerra, el amor y el deporte. La guerra, es la manera de antes, la más noble para el individuo,
cuando no la más útil para la colectividad. El amor es la manera de los pueblos que acabamos de citar, pueblos en los cuales la literatura, el teatro y el atavismo mucho más que las condiciones climatéricas apresuran artificialmente la aspiración al contacto con la mujer; es desastrosa
tanto para el individuo como para la colectividad. Los anglosajones introdujeron una tercera que responde a la vez a los intereses de los ciudadanos y a los de la ciudad. En realidad, no es el simple deporte lo que la constituye, sino la jerarquía deportiva establecida de una manera tan
característica en Inglaterra donde se ha difundido en todo el universo británico. Si el deporte no fuera practicado por los adultos, sería muy distinto. Pero, ¿qué es lo que el pequeño inglés imita practicando el deporte? A su hermano mayor, que ya es un hombre y al que le apasionan el remo, el fútbol y el cricket.
¿Cuáles son los récords que tiene en frente? Los récords de hombre, los más altos, y por consiguiente, a los que también desea aspirar. ¿Cuáles son entonces sus ambiciones? Entrar en uno de estos fuertes equipos que defienden el honor universitario o nacional en los campos de juego.
Así, el deporte aparece como el símbolo de la virilidad. Superar algunas murallas deportivas es mostrarles a los otros y probarse a sí mismo que es un verdadero hombre. Así pues, todo aquí descansa en el hecho de que los placeres deportivos son placeres de adultos, placeres de hombres.
El estado de ánimo creado por este hecho recuerda aquel que, antaño, impulsaba a un reclutamiento prematuro al joven gentilhombre ávido de destacarse por sus proezas. Sin este estado de ánimo, es casi infalible que la preocupación sexual aparezca con los aspectos mórbidos que reviste fatalmente en una edad en la que,
como Flaubert lo reconocía, se trata de un trabajo artificial de la imaginación antes que de un impulso natural de los sentidos. Sabemos lo que provoca o acentúa este trabajo: es la pornografía expuesta en los muros, difundida en la prensa, diluida en la novela y divulgada en las conversaciones. Pero también sabemos lo que lo retarda y suprime:
es la actividad muscular por la emulación deportiva. Por esta razón, es justo decir que a falta de guerra, el deporte permite evitar la temible crisis a la cual está condenada cualquier juventud no deportiva. La monstruosa campaña que se realiza a favor de la “educación sexual” solo reforzará la pornografía.
Únicamente el deporte les dará a los jóvenes latinos, como se lo hadado a los jóvenes anglosajones, la receta para convertirse en hombres sanamente.