El matorral que arde
Camilo Alzate. Fotografías: Rodrigo Grajales
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Leopoldina Tapasco no recuerda si oyó los pájaros aquel viernes, el primero de septiembre del año 2000. Recuerda, sí, que en su finca llevaban un par de días sin energía eléctrica, aunque fuera de lo más normal en
la época y nadie presagiara qué iba a ocurrir después del mediodía. Leopoldina —Pola, como le llaman por cariño— cree haber visto esa tarde al teniente coronel Jorge Eduardo Sánchez. Cree que él se detuvo, como acostumbraba, al frente
de su casa de bahareque y amplios corredores, la última antes de la selva al fondo del cañón del río Taibá, hundida entre los cerros Tatamá y Montezuma. El coronel Sánchez siempre paraba a regalar dulces a los niños, a impartir órdenes
a los soldados, luego proseguía hacia la punta del cerro Montezuma.
Pola Tapasco había llegado al pie de esa montaña, en los límites entre Risaralda y Chocó, a mediados de los años noventa. Llegó porque en el pueblo de los llanos donde sus padres la criaron la violencia paramilitar era insoportablepara ella
y su familia. Sus ancestros eran de Riosucio, lugar indígena y templado no muy lejos de Pueblo Rico, donde les ofrecían esa tierra barata para que montaran un proyecto de granja autosostenible. Y ahí compraron cincuenta hectáreas a ojo
cerrado, en la vereda Montebello, en las faldas del Montezuma, y ahí acabaron todos metidos, sobrinos, abuelos, hermanas, cultivando caña o frutales que se arruinaban por el clima de lluvias perpetuas. Lejanía. Soledad. Penuria. Para sobrevivir
los colonos aserraban madera del monte virgen. Cogían café. Se empleaban cargando insumos en mula hasta las antenas de telecomunicaciones y la base militar apostada arriba.
Ese viernes una de las hermanas fregaba trastos en la cocina cuando escuchó un reverbero atronador por el cerro, como de relámpagos a mediodía. Eso son los soldaditos practicando tiro al blanco, comentó alguien en la casa. ¿Pero tan fuerte?
¿Y a estas horas?
2
El teniente coronel Jorge Eduardo Sánchez, comandante del batallón San Mateo de Pereira, almorzaba con algunos políticos y funcionarios de la ciudad cuando lo llamaron para anunciarle que algo pasaba en la base militar
de Montezuma.
Sánchez era —hablando en jerga marcial— un jefe tropero: sin panza, de esos que no aguantan una oficina y les fascina andar hombro a hombro con sus muchachos. De los que duermen con ellos, comen con ellos y se ensucian las botas en los mismos
pantaneros donde resbalan ellos. Nunca se aprovechó del alto rango para evadir el combate, al contrario, él mismo plantaba cara al traqueteo, siempre en primera línea. Cuando un bloque conjunto de guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias
de Colombia, el Ejército de Liberación Nacional y el Ejército Revolucionario Guevarista arremetieron en el corregimiento de Santa Cecilia, en los límites con el Chocó, desalojando la policía de la zona el 17 de mayo del 2000, él fue quien
condujo la primera avanzada que penetró de madrugada al caserío para retomar el control. Llevaba un año al frente de las tropas en el San Mateo. Sus superiores en Bogotá aplaudían su valentía, pero también lo llegaron a regañar por actuar
con demasiada imprudencia en más de una ocasión.
Pasó algo en Montezuma, mi Coronel. Sánchez dejó su plato. Encendió el carro. Aceleró. Brincó separadores. Pasó semáforos en rojo. Aceleró. Estrelló el vehículo con un camión de Coca-Cola en la curva del barrio Maraya, frente al colegio Inem.
Saltó a la calle. Hizo señas a un motociclista que pasaba. Por favor, lléveme al batallón. Entró a su casa con golpes y una cortada en el rostro. Cambió de gorra. Se quitó el reloj. Ese carro quedó vuelto añicos, le contó a su esposa Silvia
Duque. En cinco minutos reunió el convoy de refuerzos que saldría con él hacia la base militar, antes de las tres de la tarde.
Jorge Eduardo Sánchez era hijo de un veterano oficial que participó en la Operación Marquetalia. Desde chico correteó en las guarniciones y brigadas, seguramente oyendo anécdotas de aquel famoso cerco contra Manuel Marulanda Vélez, Tirofijo,
el guerrillero fundador de las Farc. Sánchez había seguido la carrera militar junto con su hermano Luis Ángel. Ambos hicieron curso de lanceros y paracaidistas. Acababa de cumplir 42 años.
3
Samuel Colorado, don Samuel Colorado, se encajó ese viernes un almuerzo a trancazos en su caserón de Pueblo Rico. Debía subir temprano al Montezuma. Don Samuel tenía el contrato de reparación y mantenimiento de la
carretera rural, un contratico bueno para arreglar la trocha que conduce a la cumbre del cerro, donde estaban las antenas de Inravisión y Telecom junto a la base militar. Los doce trabajadores bajo su mando andaban arriba, mirando llover,
en unos cambuches entre el monte a dos kilómetros de la cima.
Listo el banqueo. Listo el despeje de los barrancos. Pero faltaban gaviones que apuntalaran. Y terminar los desagües. Vaciar balastro, aplanarlo. Faltaba rajar las cunetas con una motoniveladora, para eso subía don Samuel acompañado de su
sobrino Orlando Rico. Y a esperar los aguaceros, que chorrean a diario, los derrumbes aquí o más allá, la carretera vuelta un riachuelo sucio.
En el puente de Río Claro, ya dentro de la selva, don Samuel saludó al pelotón que cuidaba su maquinaria. Se supone que todas las tropas de la región debían permanecer bajo un dispositivo especial de seguridad, pues existía un riesgo latente
de ataques guerrilleros. Pero este no parecía el caso, algunos se bañaban en el río, otros descansaban. Les ofreció gaseosas y charló un momento con el sargento.
Luego se montó en la motoniveladora, que trepaba lenta, aturdiendo de ronquidos los murmullos de la jungla. La vegetación del Montezuma es tupida y siempre está húmeda, una penumbra de anturios negros o de orquídeas que de pronto resplandecen
soltando rayos en el follaje.
Ni él ni los militares sabían que a cinco kilómetros un centenar de hombres armados tenían retenidos a los doce obreros desde las nueve de la mañana. A la una de la tarde don Samuel y su sobrino pasaron una curva de herradura, se aproximaban
al campamento de los trabajadores. Aparecieron hombres y mujeres con fusiles. ¿Para dónde van con eso?, reclamaron al viejo que llegaba con la máquina. A rayar esta carretera, respondió él, vamos para arriba.
Iban, dijo el que parecía jefe de la escuadra. Paren acá, apaguen ese aparato y lo cuadran, desde ahora quedan retenidos por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Hasta bien formal era el tipo. Dizque había estudiado ocho semestres
de ingeniería civil en la Universidad de Antioquia, pero nunca terminó la carrera. Andaba con la novia, una enfermera que por amor se había ido detrás de él a la guerrilla, o eso contó ella.
4
Nunca sabremos por qué el sargento Carlos Escalante trotó hacia el barrizal de abajo, como si quisiera huir de la protección que ofrecían las fortificaciones y garitas de la base militar. ¿Se confundió porque ya estaba
oscuro? ¿Tenía la cabeza atolondrada y borracha con las explosiones? ¿Quiso tragarse todo el fuego sin parpadeos?
Sabremos lo que vio el sargento Escalante mientras hubo luz. Una cordillera puntillosa y negra, la silueta parecía un tumulto de caras y manos y narices y bocas abiertas, paredes de roca, los arbustos colgados igual que en las miniaturas japonesas.
La lluvia. Los chorritos muy finos rociando esa montaña. La alfombra de nubes blanquísimas debajo de él, de sus compañeros de la base, y de los centenares de combatientes de las Farc que les apuntaban desde las 13:35.
Era lo mismo que veían Oscar, Jorge y Claudia, los niños guerrilleros, mojados y ocultos en el rastrojo de la cañada. Oscar, Jorge y Claudia fueron hermanos, o lo parece por los apellidos Niaza Yagarí que compartían. Apellidos emberá, de gente
de río, gente de selva y cerbatana. Nunca sabremos si conocieron el río que nace en esa montaña y que en su lengua se llama Amurrupá, “el lugar donde hay matas de ortigas y pringamozas”, el matorral que arde.
Es corto lo que sabremos. Que mientras la mitad de la tropa almuerza y la otra mitad presta guardia —en eso consiste el dispositivo especial de seguridad—, el soldado Julio César Rodríguez Galeano siente los primeros disparos y sale corriendo
a tomar una posición defensiva de la base. En ese desplazamiento lo alcanza un tiro. Tropieza. Muere. El soldado Jeison Castaño vigila una de las garitas del flanco oriental. La garita está bien construida: varios sacos de arena con una
mirilla pequeña para impedir que entren balas o esquirlas. Castaño apunta afuera su fusil cuando un proyectil penetra justo por esa abertura. Le pega en la frente. Castaño se desploma sobre su compañero de posición. Está muerto. El compañero
llora. Otro soldado recoge el arma, los proveedores, y le dice cálmese, tranquilícese, toca dejarlo ahí, por ahora. Rebota una pipeta de gas rellena de dinamita —otra más— sobre la base. Estalla. Una fortificación se derrumba. Hay enterrado
un hombre. A jalones consiguen sacarlo. Lo meten debajo de una cama donde agoniza un rato. No respira. ¿Es Alzate, uno que era menudito? No, es Vásquez. Desde todos los puntos se sienten detonaciones fuertes. En una posición se desangra
el soldado Jhon Jairo Sabas Grisales. Tiene perforaciones por esquirlas, quizá de mortero, quizá de granadas. Un rafagazo de ametralladora impacta al soldado Jhon Jairo Usma. Fallece en las manos de sus compañeros. Se le ha desmembrado
un brazo antes. Sabremos que el soldado Libardo Uribe, del grupo de apoyo del batallón Quimbaya que sube a contener el ataque, recibe un tiro en la nuca y muere. Sabremos que Toledo, Mendoza y Grajales también son emboscados en la carretera
cuando avanzan con las tropas hacia el cerro. Es medianoche y en el hospital de Pereira descargan heridos de una Toyota verde de matrícula ONH-37. Vienen irreconocibles por tanto pantano, puros bultos de tierra gris. Toledo y Grajales
no vivirán. Mendoza sí.
Es corto lo que sabremos. Que los guerrilleros alcanzan las primeras trincheras con facilidad e incluso se apoderan de dos fusiles, pero en una mala maniobra las balas tocan a uno que le dicen Elkin. Cae. Muere. No se oyen las ametralladoras
M60 de la base, la resistencia es escasa. Desde el aire comienza el bombardeo. Puntos luminosos se mueven en las pantallas de los sensores del avión. Cada punto es un cuerpo abajo, camuflado en la enramada. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Los
puntos ya no se mueven, o lo hacen tan trémulos que los sensores no los registran. Desde el avión nadie puede escuchar los gritos en tierra, ni adivinar trozos de vértebra crujiendo, ni oler la sangre que gotea. Los soldados de la base
tampoco adivinan las vértebras rotas, ni los pedacitos de piel regados por el suelo, pero uno de ellos me contó que sí escuchaban, metros más allá, esos aullidos insoportables.
Nunca sabremos por qué corrió por ese sendero Carlos Eduardo Escalante, sargento segundo, un tipo fuerte y arrojado. No se vaya por ahí, venga, arrástrese hacia acá, le gritaban sus compañeros. Explotó una pipeta rellena de dinamita junto
a él. Quedó aturdido, a lo mejor no entendía nada. Corrió afuera de las fortificaciones a devorar el metal hirviente. Es corto lo que sabremos. Que el cuerpo del sargento Escalante fue hallado lejos de la base y tenía machetazos en un
brazo y la cabeza. Que a los niños Niaza Yagarí los cubrieron con plástico negro junto a otros sin nombre y apellido, y los llevaron hasta el batallón para exponerlos días más tarde al aire libre, cuando su carne llena de moscas ya apestaba
mientras los reporteros sacaban las fotos que publicó la prensa. Las imágenes de unas reinas de belleza llenaron la página siguiente.
5
Hans Lamprea era editor judicial del Diario del Otún en Pereira cuando en un cuartel rural de policía filtraron la noticia de que varios centenares de insurgentes hostigaban desde mediodía la base militar
de Montezuma. El ataque era ejecutado por efectivos de los frentes 9, 47 y la columna Aurelio Rodríguez de las Farc. Si son del 47, creyó Hans, tiene que andar arriba la negra Karina, aquella comandante feroz y aguerrida, legendaria entre
los guerrilleros. Cierta vez dijo Iván Ríos —uno de sus máximos jefes— que esa negra tenía más pantalones que cualquier hombre. Karina se entregó al ejército en 2008, acosada por las persecuciones y bombardeos, hastiada de la vida en el
monte. Negó haber participado en el ataque de Montezuma. El responsable allá fue Rubín Morro, insistió ella ante la prensa. Martín Cruz Vega, Rubín Morro, era el comandante de la columna Aurelio Rodríguez. Años más tarde sería designado
por la guerrilla como negociador de paz en La Habana.
¿Cuántos insurgentes rodeaban el cerro? ¿Trescientos? ¿Cuatrocientos? ¿Quinientos? Los periodistas nunca conocieron una cifra precisa y fantasearon con cualquier tipo de especulaciones. Eran muchos, pero no tantos. Supe que Rubín Morro comandó
alrededor de 180 combatientes, repartidos en tres compañías de sesenta efectivos. En la base, en cambio, permanecían tan pocos soldados que a duras penas podían jugar un partido de fútbol entre ellos. Sobre la cifra de muertos tampoco
hay consenso. Morro sostuvo que sus hombres contaron únicamente cuatro ajas y tres heridos. En cambio el ejército aseguró que los muertos de la guerrilla fueron más de medio centenar, aunque solo aparecieron doce cadáveres. En un parte
de guerra, que los guerrilleros enviaron a sus superiores desde el campamento de La Tigrera el 10 de septiembre, se informaba de veintitrés bajas enemigas. Los periódicos reseñaron dieciséis militares muertos y quince heridos.
Hans Lamprea consiguió acercarse un día después de iniciados los combates con otros reporteros, conduciendo por la vía que de Pueblo Rico baja hacia Santa Cecilia; es la ruta que va para medio Chocó: Tadó, Condoto, Itsmina, Quibdó. Después
buscaron la montaña a pie, siguiendo la carretera rural que sube al cerro, trazada a finales de los ochenta. No vieron un alma por el camino pero escuchaban tiroteos y descubrieron una fila de vehículos abandonados obstruyendo la trocha,
algunos con leche, galletas y alimentos. Uno de esos, un Hyundai varado en la cuneta, era el automóvil del corresponsal de televisión Jhonny Saavedra, que había entrado antesde la media noche del viernes, cuando la confrontación alcanzaba
su punto más dramático.
Jhonny fue el primer periodista que divisó la cumbre al amanecer del sábado. No tuvo más opción que caminar de madrugada luego de romper el tanque de gasolina contra una roca en un bache de la carretera. Su camarógrafo, Óscar Hidalgo, tocó
en una casa campesina pero no le abrieron. Tras insistir mucho rato apareció una señora asustada. Le explicaron que eran periodistas, solo querían una barra de jabón rey para taponar el agujero por donde se fugaba el combustible. Así continuaron
un rato hasta que el vehículo dejó de responder. Entonces Jhonny y su camarógrafo Óscar Hidalgo y su asistente Diego Pulido siguieron a pie, desprevenidos, con una ingenuidad suicida. Cruzaron la casa de Pola y dejaron atrás el puente
de Río Claro, internándose en la oscuridad. A uno nadie le enseña cómo se hace el cubrimiento de una toma guerrillera, me confesó muchos años después. Un helicóptero Arpía comenzó a dispararles. Somos de la prensa, somos de la prensa,
se les ocurrió gritar porque no sabían que desde el aire es imposible oír lo que sucede en tierra. El plomo pegó cerca reventando trocitos de balastro, ellos ondearon sus chalecos de televisión. Como los disparos no paraban, corrieron
desesperados hasta una zanja de la carretera.
6
Deber antes que vida. Se cree que la frase la pronunció Antonio Ricaurte, prócer de la independencia, durante la batalla de San Mateo. Antonio Ricaurte prefirió volarse en mil pedazos con la pólvora que custodiaba
antes que esta cayera en poder de los españoles. Deber antes que vida. El coronel Sánchez conocía ese lema de los artilleros, por algo era comandante del Batallón de Artillería N°8: Si un soldado lo llama a uno mi capitán, mi coronel,
mi teniente —les había enseñado su padre a él y a su hermano cuando eran niños— es porque le está entregando la vida, la vida de ese hombre depende de uno.
Jorge Eduardo Sánchez podía dirigir las operaciones desde abajo, pero escogió remontar el cerro desoyendo advertencias, y continuó adelante cuando la noche se le tiró al cuello. Dijo a sus hombres que subieran con él los que quisieran, del
resto se despidió dándoles la mano. Sobre las siete de la noche el coronel Sánchez alcanzó Los Chorros, unas pequeñas cascadas que caen a la carretera. Encontró varios cambuches y herramientas de las obras de reparación de la trocha.
7
Samuel Colorado, don Samuel, permanecía agachado con sus doce muchachos y su sobrino dentro de las mismas tuberías metálicas que instaló como desaguaderos de la vía. Una guerrillera los vigilaba mientras tronaba la
seguidilla imparable de explosiones. A pesar del mal tiempo, dos helicópteros Arpía y un DC3 de la Fuerza Aérea Colombiana — el célebre “avión fantasma”— respaldaban a los militares acorralados en la base, intentando contener a los subversivos.
Salgan que nos vamos, dijeron los guerrilleros. Todos se apostaron en la carretera, menos uno: era el campesino Óscar Userquia, que permaneció escondido al fondo de la tubería y allí amaneció soportando el bombardeo contra el cerro, aquella
catarata de fuego desatada una vez el avión fantasma perdió comunicación con los hombres de la base. Desde el aire presintieron que habían caído en poder de los atacantes.
Los guerrilleros iban a evacuar sus posiciones de la carretera, donde tenían retenidos a los obreros, por una cañada que desemboca a la mina de oro de Las Canarias. Esa era la ruta que habían usado para trepar las pipetas explosivas desde
el caserío de Santa Cecilia, por lo menos dos semanas atrás, cuando se conocieron los rumores en Pueblo Rico. Unos cazadores descubrieron campamentos en el cañón del Taibá. Otros habían visto gente de camuflado rondando las obras de la
vía. El alcalde de la época, Germán Osorio, hizo saber aquello al coronel Sánchez. Están moviendo pipetas de gas por Las Canarias, coronel, le dijo, y eso tiene un nombre: Montezuma.
Mientras lo enfilaban con sus muchachos para bajar la montaña, don Samuel Colorado percibió las luces de una camioneta frenando donde estaba aparcada la motoniveladora. Silencio, ordenaron los guerrilleros, todo el mundo callado. Una sombra
avanzó andando por la carretera. Jaime, llamaba, Jaime, Jaime. Aquí estoy, respondió uno de los guerrilleros. La figura avanzó más. Le vieron cerca. Ráfagas de fusil. Un hombre de bruces a tierra. Era el coronel Jorge Eduardo Sánchez,
pero nadie lo sabía aún.
8
A las 4:51 de la madrugada Leopoldina, Pola, escuchó el trueno de esa explosión que superó las anteriores. Ya regañó mil veces a los niños por volarse al potrero a admirar las lucecitas chispeantes en el cielo, parecían
bengalas, estrellas voladoras o fuegos artificiales de carnaval. Ya recibió a los vecinos refugiándose en su casa. Ya consoló a la madre porque Manuel, su hermano, no aparecía. Salió el viernes temprano a llevar unos operarios de Inravisión
rumbo al cerro. Iba con un hijo pequeño.
A las 4:51 de la madrugada Oscar Userquia pensaba en sus tres niños, en su señora, en el frío tan berraco de la tubería que chorreaba agua helada, en esas ampollas que le brotaban hasta los tobillos debajo de las botas. Pensaba en las balas
de calibre punto 50 clavándose a dos metros de donde él estaba, proyectiles que atraviesan los troncos de los árboles o las paredes de las casas. Userquia no pudo ver la explosión porque seguía escondido, acurrucado, implorando que cesara
el tiroteo, que aclarara el día, o que mi Dios se lo llevara de una vez.
A las 4:51 de la madrugada el corresponsal Jhonny Saavedra había recogido del piso una canana completa de balas de fusil. Aún conserva unas de esas balas con la tierra de Montezuma pegada en la vainilla. Toda la noche el avión fantasma voló
haciendo el ruido de una licuadora y echando bengalas.Pero a esa hora ya no sonaba. A las 4:51 de la madrugada retumbó y Samuel Colorado, don Samuel Colorado, había deshecho sus zapatos corriendo en la maleza, había tropezado golpeando
sus huesos de 63 años contra las piedras de una quebrada, había rasgado la piel contra lianas y raíces, había rodado por los despeñaderos. Que laberinto de abismos y cañones, que fronda, que monte cerrado con furia. Había visto un jovencito
malherido por las balas del helicóptero al que los compañeros remataban, había escuchado a los guerrilleros indicando: cuidado, cuando caigan granadas abran la boca, esperen que detone con la boca abierta.
A las 4:51 de la madrugada uno de los militares de la base —no puedo dar su nombre, no diré el color de sus ojos aunque me vieron— descubrió la cordillera. En la parte superior brillaba un resplandor rarísimo, como de llamaradas. Estos hijueputas
de las Farc están locos, creyó, ¿están haciendo una fogata por allá?
A las 4:51 de la madrugada el capitán de la Fuerza Aérea Tirso Javier Núñez, piloto del avión fantasma AC47 de matrícula FAC 1659, y su copiloto Marco Aurelio Sardi, durante un fragmento de segundo alcanzaron a presentir que las murallas de
peñascos del Tatamá, el pico más elevado de la cordillera occidental, se les venían encima de frente, quietas, imparables.
9
Allá estuve yo, me contó una guerrillera.
Morro fue el comandante de esa acción, junto a otros compañeros de la dirección. Usted sabe que el conflicto se hace con información: Karina nunca estuvo, ella andaba por el Oriente Antioqueño. Gadafi sí estaba en ese combate (Hernán Gutiérrez
Villada, del frente 47). Él y Morro permanecían a doscientos metros de la base, sobre el flanco derecho. Ha faltado contar la otra historia, la de la inteligencia que hicimos, la de las aproximaciones, cómo fue el desarrollo, cómo borramos
las huellas. Ciertamente tomamos la base y recuperamos algunas armas.
Con esta acción entendimos que el enemigo podía derrotarse si el factor sorpresa funcionaba. Eso nos vitalizó como combatientes. La inteligencia al cerro llevó más de seis meses. Siempre hacíamos la aproximación para el reconocimiento por
diferentes rutas, los nuestros tenían que borrar las huellas por donde habían entrado. Tomaban fotos y filmaban. Con todo ese esfuerzo planificamos la toma.
Para la aproximación final a la base teníamos un punto escogido. El avance se hizo en tres direcciones desde el norte por la izquierda y por la derecha con catorce grupos, tardamos casi tres horas. Esperábamos que la neblina nos favoreciera,
pues de no ser así, el avance sería muy difícil.
El coronel Sánchez era el jefe del operativo, pero no sabíamos que venía con la tropa de choque. ¿Quién apuntó? En la guerra usted dispara y le disparan. Usted no puede decir “yo hice”, es una cuestión colectiva. La muerte del coronel fue
eso: un hecho de guerra.
Nuestro plan era ubicar varias retenciones para impedir que el apoyo a los soldados llegara hasta la cima. Hubo varios combates seguidos desde las dos de la tarde, incluso el ejército abandonó la carretera en un tramo, salieron más arriba,
en otra vuelta, dejando los guerrilleros atrás. Otro grupo de guerrilleros más adelante contenía a los militares que habían sobrepasado a campo traviesa a los nuestros. Ante las circunstancias del mal uso de las ramplas y la ruptura de
la seguridad, los comandantes ordenaron avanzar con fuego y movimiento. Los muchachos alcanzaron las primeras trincheras y recuperaron algunas armas. Todos los grupos estaban alrededor de la torre principal. Ahí nos matan a Elkin por una
mala maniobra. Teníamos plenamente interceptado al enemigo en sus comunicaciones, tanto de aire como de tierra. Cuando tomamos la base los soldados se metieron a un túnel que tenían, entonces la tripulación del avión preguntó a la tropa
en tierra cómo estaba la situación. Respondieron que “todo estaba perdido” y que le dieran bala a la base, que ellos se protegían en el túnel. “Denle parejo a todo”, escuchamos que decían. Lo que más nos produjo muertos y heridos fue la
aviación. Le hicimos muchas descargas de fusilería a ese avión, aunque no sabemos si lo impactamos. De todos modos, haya sido derribado o no, la caída del avión fantasma fue producto del operativo.
Nuestros muchachos intentaron sacar las ametralladoras, pero estaban pegadas y aseguradas a los muros y las cajas de munición punto 50 eran muy pesadas. Nos faltó gente para contener el refuerzo de soldados que subía y así poder sostenernos
en el cerro. Cuando llegó el apoyo del ejército decidimos salir, pues la retirada era un poco complicada, había que atravesar terrenos muy descubiertos, con obstáculos de ríos y carreteras. Bajamos todos a la mina deLas Canarias y allá
hicimos un plan de repliegue por diferentes rutas hasta el cañón del Chamí, esa retirada en grupos resultó fácil.
Ojalá el pueblo nunca más tenga que acudir a las armas para hacerse oír, para ser una opción de poder. Creo que contar cómo fueron las cosas permite alertar a las nuevas generaciones para que esto nunca se repita. Hay cosas de la guerra que
solo conocimos quienes estuvimos ahí, los militares, los guerrilleros y guerrilleras. Por eso somos los primeros en querer una paz donde los conflictos se diriman por la fuerza de la palabra. Nosotros ocasionamos dolor así no hayamos querido,
esto lo hemos reconocido, lo estamos reconociendo y lo vamos a reconocer, esperamos que el Estado también sea recíproco. Siempre tuvimos en nuestros objetivos estratégicos la salida política al conflicto social y armado, pero nos cerraron
todas las vías políticas y solo nos quedó la vía armada. A nosotros nos obligaron a empuñar las armas. Nos obligaron a defendernos, desencadenándose esta prolongada guerra y haremos todo lo posible para que termine.
Nunca consideramos los soldados y policías nuestros principales enemigos. Ellos ni siquiera representan a la gran oligarquía, pero sí defienden sus intereses. Son hijos de campesinos, de pobres iguales que nosotros, por eso nos duelen todos
los muertos y heridos. Ojalá el fantasma de la guerra no regrese jamás. La guerra es incertidumbre, es muerte, es desolación. Es lo peor que le puede pasar a una sociedad y a un pueblo.
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La cumbre del cerro permanecía muda. Humo sin aves, el suelo quemado, restos de metralla, granadas que no estallaron aprisionadas contra el barro. Jhonny Saavedra vislumbró por fin las ruinas de la base al amanecer.
Dos compañías del batallón Quimbaya y todas las unidades del batallón San Mateo que se encontraban cerca fueron movilizadas para retomar el cerro. Las tropas rompieron tres emboscadas en la carretera y lograron llegar pasadas las cinco
de la mañana, poco después de la caída del avión fantasma. Algunos soldados de la base declararon a los periódicos que la munición se les había agotado a medianoche, sin embargo, uno de ellos me contó que él siempre tuvo cartuchos a la
mano. Con las pipetas bomba los guerrilleros derribaron las fortificaciones y un muro protector, alcanzaron a controlar la mitad de la base, pero nunca dinamitaron las antenas de telecomunicaciones. La prensa especuló que aquel era su
propósito, Rubín Morro lo negó en algunos encuentros posteriores con periodistas.
Jhonny se topó a Luis Alberto Ardila, comandante de la Octava Brigada del ejército, que comandaba las operaciones de retoma. Hombres del Quimbaya recuerdan que Ardila recibió un balazo durante una escaramuza que se presentó con un reducto
de guerrilleros en la mañana del sábado. Parece que Ardila resultó herido en el dedo gordo de un pie, sin mayores consecuencias, aunque aquello jamás lo supo la prensa. Ardila era el superior inmediato de Jorge Eduardo Sánchez. Sí, anoche
mataron al coronel, le confirmó al reportero. En toda la historia del conflicto interno colombiano solo en una ocasión anterior las guerrillas habían causado en operaciones una baja tan sensible para el ejército: la muerte del teniente
coronel Jaime Fajardo Cifuentes, durante el ataque a una base militar de Tarazá en 1990. Hoy Jorge Eduardo Sánchez y Fajardo Cifuentes siguen siendo los dos militares de mayor rango caídos en combates con la insurgencia. Hans Lamprea y
otros periodistas se acercaban a la cima cuando un pelotón del batallón Quimbaya les obligó a marchar atrás. Y que ni se les ocurra tocar esos carros abandonados en la carretera, les advirtieron, todos están repletos de explosivos para
emboscarnos.
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Gracias, gracias a Dios la luz opaca del amanecer se deslizaba por la boca del tubo. El bombardeo desde el cielo había cesado una hora antes, solo quedaba el eco de algún balazo al fondo de la cañada. Óscar Userquia
se arrastró fuera de la tubería y comenzó a descolgar por la carretera, tan empinada que solo la transitan Jeeps o vehículos cuatro por cuatro. No alcanzó a recorrer media cuadra, en la primera curva unos militares lo detuvieron. Este
tiene que ser guerrillero, dijeron, ¿qué más va a andar haciendo por acá? Hombre, yo no debo nada, respondió él, soy trabajador: véame las manos. Lo montaron a un campero con soldados que subían a la base. Luego lo pusieron contra un montón
de cadáveres. Creía que iban a fusilarlo, cuando alguien gritó: no lo vayan a matar, no lo maten, él es trabajador de mi papá. Userquia reconoció que quien gritaba era un hijo de don Samuel, que venía buscando al viejo.
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Don Samuel Colorado llegó a la mina de Las Canarias y aún no eran las once de la mañana del sábado. Los guerrilleros aperaban los morrales, recogían su armamento y calentaban comida en las carpas de los mineros, que
corrieron huyendo durante la noche. Oiga, usted que tiene tanto parlamento, le dijo don Samuel a su ayudante Jaime Morales, vaya hable con ese que prepara el desayuno allá, a ver qué piensanhacer con nosotros. Entonces llamaron al comandante
por radioteléfono. Que si querían se fueran, pero bajo su responsabilidad, váyanse uno por uno y se quitan las camisas, no sea que el helicóptero los confunda. Don Samuel notó que no iban completos sus muchachos, solo había siete con él.
Faltaba Userquia, no estaba un tal Alonso Rodas, tampoco el sobrino Orlando Rico y los demás que durante la travesía quedaron desperdigados por la montaña en la madrugada. Todos sobrevivieron. Algunos lograron salir a las inmediaciones
de la base con la luz del día. Samuel Colorado, don Samuel Colorado, cogió la trocha de Las Canarias junto al resto de obreros que aún permanecían con él. Es un trayecto de herradura por donde los mineros tardan seis o siete horas para
salir hasta la vía que conduce al Chocó. Ellos iban tan asustados que bajaron en menos de cuatro horas. Al atardecer, así mugrosos y todo, estaban rogándole al primer bus que pasaba que los llevara a Pueblo Rico.
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En la finca les ofrecían merienda caliente. Ella no se puso a contarlos. Leopoldina no recuerda si fueron diez o veinte, o fueron más los soldaditos que arrimaron a su casa, arrancándose pegotes de lodo sanguinolento
del uniforme. Resurgían del monte desbarrancados y muertos de frío. Pola, que conocía algo de primeros auxilios porque manejaba un pequeño puesto de salud en la vereda, los estabilizaba poniéndoles vendas o calmantes. Y rezaba por su hermano
Manuel que todavía no aparecía con el niño —llegaron con algunos rasguños dos días más tarde—, y sentía las patadas en la barriga pues completaba nueve meses embarazada de su última hija, y se pasó esas tardes que siguieron llorando entre
tanta soledad, cuando la vereda fue desocupada por los campesinos aterrorizados que dejaban tiradas sus parcelas y la mayoría no quiso volver, pero Pola nunca se fue, ella quedó en la finca, al fondo del cañón del río Taibá, hundida entre
los cerros Tatamá y Montezuma, rodeada de aves, acompañada de esas bangsias que no viven en ninguna otra parte del mundo que no sean estos montes, de las tángaras, de esos colibríes con plumaje de candela luminosa y las caravanas de loritas
alborotadoras, Pola, como le dicen por cariño, acechando pájaros, respirando la llovizna perpetua que arruina sus cultivos, sintiendo que su vista se estrellaba contra la montaña.