En 1967 se realizó en Colombia la primera gran acción nacional de monitoreo de contaminación atmosférica urbana. Ese año, por medio del Ministerio de Salud, el país comenzó a ser parte de la Red de Muestreo Normalizado de la Calidad del Aire, Redpanaire, entidad promovida por la Organización Panamericana de la Salud (OPS). Esa membresía permitió que se instalaran, ese mismo año, diecinueve estaciones de monitoreo ubicadas en Bogotá, Medellín, Cali, Bucaramanga, Barranquilla y Cartagena.
En 1974 se reveló el primer informe de esta admirable tarea y, ¡oh sorpresa!, los resultados evidenciaron que Medellín entre 1967 y 1974 había excedido en 267 ocasiones los niveles de contaminación del aire que exigía la OPS. Con cuatro estaciones de monitoreo instaladas en Medellín —seis tenía Bogotá—, superamos a los capitalinos y nos quedamos con el título nacional (que aún no hemos perdido) de “Medellín, la más contaminada”.
A “mi pequeña Detroit” se le exponía, por vez primera y con datos cuantificables, uno de sus lados más insalubres y más polvorientos: el de las consecuencias de su exitoso proceso de industrialización y modernización. A modo de respuesta y haciendo uso de la emergente amalgama de estudios científicos, luchas sociales y cambios de paradigmas, muy propios de las décadas del sesenta y setenta, la ciudadanía de Medellín asumió una nueva lucha y descubrió un nuevo derecho por conquistar: el de respirar... y no morir en el intento.
Los pioneros de las advertencias
En 1948, con menos datos pero con ojo preventivo, los urbanistas Sert y Wiener planteaban, en el primer Informe del Plan Piloto, que el sector industrial del Valle de Aburrá debía ubicarse en las riberas del sur del río Medellín, obedeciendo, entre otros argumentos, a que “los vientos prevalecientes son del norte y soplan constantemente en dirección sur. Esto señala la localización de la industria, para evitar que el humo y los gases se esparzan dentro de las áreas residenciales”. De este modo el ordenamiento del sector industrial de la ciudad obedecería a criterios referentes a la circulación del aire para proteger las zonas residenciales. A pesar de los diagnósticos, el Plano Regulador diseñado por los ilustres urbanistas convirtió el margen suroccidental del río en una zona mixta, industrial y residencial, en la cual los antiguos caseríos y los nuevos barrios obreros fueron los más perjudicados; y las portentosas industrias las más beneficiadas, al tener a la vuelta de la esquina a sus agradecidos obreros con sus numerosas familias.
El desaparecido Instituto Nacional de los Recursos Naturales Renovables y del Ambiente, Inderena, creado en 1968, se convirtió en un referente institucional para comenzar un accionar sensato y organizado frente a la contaminación ambiental a nivel nacional. Gracias a su gestión se aprobó el aún vigente Decreto 2811 de 1974, que contiene un artículo dedicado a la atmósfera y al espacio aéreo nacional: “Se prohibirá, restringirá o condicionará la descarga en la atmósfera de polvo, vapores, gases, humos, emanaciones y, en general, de sustancias de cualquier naturaleza que pueda causar enfermedad, daño o molestias a la comunidad o a sus integrantes, cuando sobrepasen los grados o niveles fijados”.
En el campo local, en diciembre de 1972 el Concejo de Medellín autorizó la creación de la Dependencia de Control de Contaminación Ambiental, encargada de hacer cumplir las leyes y decretos ambientales de orden nacional y municipal, y de “investigar en los campos de contaminación referentes a ruido, calor, emisiones de la industria y parque automotor”. De esta forma las emanaciones de las “fuentes móviles” —como las llaman hoy en día— eran sometidas al control institucional en un momento en el que la ciudad ya superaba el millón de habitantes y cerca de sesenta mil automóviles rodaban por sus calles.
Una revista, grupos de investigación, oficinas, laboratorios y nuevas cátedras referentes a la contaminación ambiental, y especialmente a la atmosférica, se abrieron en las universidades de la ciudad. El laboratorio de contaminación del aire e higiene industrial gestionado por Héctor Abad Gómez ante la OPS, desde la naciente Facultad de Salud Pública, y los nuevos cursos de contaminación atmosférica en las facultades de ingeniería de la Universidad de Antioquia y la Universidad Nacional, entre otras iniciativas, le advirtieron a la ciudad, desde distintos enfoques, la gravedad del asunto y las posibilidades de remediarlo.
Por parte de la Universidad Pontificia Bolivariana se creó en 1974 el Laboratorio de Contaminación Ambiental. Fue una iniciativa liderada por estudiantes y profesores de la Facultad de Ingeniería Química, para ayudarle “a la industria y a la comunidad en la lucha contra la contaminación ambiental”.
Este proyecto, financiado por la Asociación Nacional de Industriales, Andi, buscaba en principio darle asesoría a las industrias para mejorar sus sistemas de expulsión de residuos industriales a la atmósfera y lograr cumplir los límites que comenzaban a exigir los nacientes organismos de control. El laboratorio contó con la asesoría de Antonhy Myron Vernon (máster y PhD de Ohio State University), un empresario estadounidense que había sido durante treinta años vicepresidente de asuntos ambientales de una empresa de químicos llamada Stauffer Chemical Company.
Una de las actividades del laboratorio fue el lanzamiento, en 1977, de la indispensable y lastimosamente extinta revista Contaminación Ambiental, financiada por Colciencias, la Andi y las pautas que comenzaban a hacer parte de las estrategias de imagen de algunas empresas privadas. Y fue por medio de pauta que las más prestigiosas empresas comenzaron a exponer en radio y prensa escrita su compromiso con el medio ambiente. Una de las respuestas a las empresas llegó por parte de Aníbal Patiño, pionero del ecologismo en Colombia, quien respondía con lúcida vehemencia en un folletín sindical de 1979: “Hay que extrañarse de que sean precisamente las empresas más contaminadoras y devastadoras de la flora y la fauna las que inviertan sumas fabulosas en crearse una buena imagen como defensoras del medio ambiente. Es un caso más de explicación no pedida, confesión manifiesta”.
A partir de la década de los setenta, a raíz de la emergencia del tema ambiental a nivel mundial, el control de la contaminación, paradójicamente, se convirtió en un negocio altamente rentable y los empresarios antioqueños no se quedaron atrás en ganancias. La revista Contaminación Ambiental muestra que en 1978 ya existían en la ciudad tres empresas que prestaban esos servicios: Invera Ltda., Ingeniería Ltda. y Proyectos y procesos Ltda. Esta última señalaba con lenguaje guerrerista: “Diseñamos, construimos y montamos sistemas y equipos para combatir la contaminación ambiental”.
Por otra parte, algunas industrias invirtieron capital en tecnología para el control de su propia contaminación. Desde 1971 el grupo empresarial Coltejer S.A. compró tecnología para controlar la contaminación del aire y adecuarse a los límites permitidos por el Inderena y el Ministerio de Salud. En 1976 la misma empresa contrató los servicios del Laboratorio de Contaminación Atmosférica de la UPB para realizar mediciones de gases en sus diversas factorías. A pesar de sus esfuerzos la empresa fue catalogada como una de las más contaminantes del Valle de Aburrá, junto a Simesa y a Fabricato, durante el Segundo Foro de la Problemática Ecológica del Valle de Aburrá en 1979.
Otro problema que se comenzó a investigar con profundidad desde un entendimiento menos técnico y más humanista fue el de la Salud Ocupacional. Una de las tesis de la maestría de Salud Pública de la Universidad de Antioquia en 1975, titulada Estudio de los sulfuros como factor de riesgo en la producción de enfermedades broncopulmonares, neurológicas y psiquiátricas, en los trabajadores de la planta Sulfácidos S.A., planteaba en su introducción un debate que parece sacado de las discusiones actuales: “Es interesante advertir la atracción inusitada que los problemas de la contaminación del ambiente han producido últimamente en los más variados círculos. Desde la sofisticada cátedra universitaria hasta el periódico dominical se agita incesantemente el tema de la contaminación, como agudo elemento de controversia que polariza opiniones, de conformidad con la posición ideológica que las personas tengan ante los restantes problemas que afectan el quehacer cotidiano”.
Los conflictos entre moradores e industriales no se hicieron esperar. Los pobladores, principalmente de la zona suroccidental de la ciudad, se enfrentaron, con argumentos y estudios técnicos en mano, a fábricas que afectaban directamente la salud y el bienestar. Un caso de resonancia nacional sucedió en el barrio Campo Amor, donde la organización barrial, acompañada por uno de los curas de Golconda, Óscar Vélez Betancur, realizó varias jornadas de protestas frente a la mencionada y muy fétida fábrica de ácido sulfúrico Sulfácidos. Esta fábrica era de propiedad del famoso empresario deportivo Hernán Botero Moreno, presidente del Atlético Nacional y quien años más tarde llegaría a ser el primer extraditado de Colombia a Estados Unidos. El ácido sulfúrico todavía no había sido catalogado por la Convención de Viena como uno de los químicos anexos para la preparación de cocaína.
Si los sulfuros emanados corroían las rejas, manchaban las ropas y afectaban síquicamente a sus trabajadores, imaginen qué podía estar pasando con los pulmones de los vecinos. Regularmente estas jornadas terminaban en las afueras de la apestosa fábrica con la represión de la policía y el ejército, quienes defendiendo la integridad de la industria le añadían gases lacrimógenos al ambiente para hacer un cóctel imposible.
En 1976, la Corte Suprema de Justicia haciendo uso del artículo 74 del Decreto 2811 de 1974, en un caso sin precedentes para el país, declaró la responsabilidad civil de la empresa Sulfácidos y la conminó a salir del barrio. Paradójicamente, la expulsión se dio por una demanda interpuesta, no por la comunidad, sino por una fábrica vecina, Hilanderías Medellín S.A., quien alegó que los desechos atmosféricos expulsados por Sulfácidos le habían causado pérdidas por más de diez millones de pesos en daños a su maquinaria y sus mercancías.
Cartas al alcalde
Pero las problemáticas no solo tenían que ver con las chimeneas industriales. Los carros y las motos ya se presentaban como uno de los emisores más perjudiciales, principalmente en el Centro de la ciudad. En el Archivo Histórico de Medellín reposan, en una carpeta amarillenta, catorce cartas enviadas al alcalde Víctor Cárdenas Jaramillo por parte de “ilustres” habitantes del Centro. La mayoría de ellas evidencian las razones de la desbandada de los habitantes del Centro hacia áreas menos congestionadas.
Darío Uribe Aristizábal, quien firmaba como economista publicitario en hoja membretada, le planteó al alcalde la “delicada situación” que estaban sufriendo los habitantes de la calle El Palo, entre Colombia y La Playa, por el exagerado flujo automotor que desvalorizaba paulatinamente las moradas del sector. Otra de las cartas, firmada por Jorge Vélez y con copia a El Colombiano, decía: “Les comento que ayer tuve la curiosidad de llevar el tiempo de un taco de unos cincuenta carros en el cruce de Cundinamarca con Maturín, y dicho taco duró seis minutos, sin que en ese tiempo hubiera habido movilidad alguna, lo que da a pensar en el combustible ahí despilfarrado”.
Finalizando los setenta y comenzando los ochenta, ante el panorama de contaminación, la prensa comenzó a dedicar columnas a la problemática ambiental. El Colombiano y los descontinuados Correo Liberal y Medellín Cívico realizaron campañas de protección al medio ambiente además de publicar denuncias. Pablo Escobar Gaviria, quien ya empezaba a mostrar su cara de benefactor frente a una ciudadanía llena de demandas y necesidades, también absorbía los malos aires de la ciudad y los nuevos discursos ambientales que sonaban día a día. A comienzos de los ochenta el editorial de Medellín Cívico, el periódico dirigido por su tío Hernando Gaviria Berrío, reflexionaba sobre los temas más vanguardistas del ecologismo mundial e incentivaba programas de reforestación para el Valle de Aburrá.
A propósito de la situación actual, a modo de tuits y estados de Facebook, para que sea más entendible entre nuestros gobernantes de turno y para sorprender al ojeador de periódico, se muestra a continuación una selección de citas de cartas, artículos, estudios académicos, discursos e historias clínicas de la década de los setenta:
“No solo es la ciudad de las flores sino también de la contaminación”.
Daniel Winograd, revista Cromos, 1974.
“Y afirmamos que el problema de la contaminación tiene respuestas enmarcadas en las posiciones ideológicas y políticas de quienes los confrontan, porque no es la misma la actitud que ante ella asumen los patronos, los trabajadores, los moradores de los barrios obreros y la tecnocracia, encargada del tinte cientificista del fenómeno”.
Roberto Viana, Dora Martínez, Pedro Ricaurte y Marlene Fernández. Trabajo de grado maestría en Salud Pública, Universidad de Antioquia, 1975.
“La contaminación producida en el aire de los asentamientos humanos, por el crecimiento de las ciudades, también es grande. En Bogotá y Medellín el aire ya sobrepasa los niveles de referencia de la Organización Mundial de la Salud sobre bióxido de azufre y polvo sedimentable por zonas industriales”.
Virgilio Barco, ciclo de conferencias de la Sociedad Colombiana de Planificación sobre Asentamientos Humanos, 1975.
“La gran contaminación de los barrios del extremo sur (La Raya, La Colina, San Rafael, etc.), ocasionada por los galpones y fábricas de arepas, los cuales no poseen chimeneas adecuadas con la altura necesaria para poder funcionar, siendo los habitantes de dichos barrios muy propensos a enfermedades ocasionadas por el humo, como neumoconiosis y otras que afectan el sistema respiratorio”.
Suscritos representantes barriales de Guayabal, carta al alcalde de Medellín Víctor Cárdenas Jaramillo, 1976.
“Dijeron las tórtolas: hoy tuvimos que ir más lejos por nuestros alimentos, además nuestros pulmones recibieron un aire muy, muy impuro; qué casualidad —dijo el sapo—, hoy al meterme a la laguna, vi que algunos de los animales, como los peces, estaban muy enfermos por el oxígeno que tomaban del agua y tuvieron que emigrar a otra región donde no los volveremos a ver”.
Carlos Carvajal, estudiante de cuarto de primaria de la UPB, cuento en revista Contaminación Ambiental, 1977.
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Ahora bien, a sabiendas de que el problema no es de hoy, ni de ayer, ni de hace diez años, es menester volver a chuzar, volver a preguntarse: si la ciudadanía viene denunciando hoy lo mismo que se denunciaba en la década del setenta, ¿por qué casi cincuenta años después estamos en una situación peor? Si no se escucha la voz de la ciudadanía y la voz de la academia, ¿de qué vale la cédula y el carné de universitario en la billetera? ¿Cuándo dejará de gobernar —de hacer y deshacer en la ciudad de Medellín— el sector empresarial desde sus verdes y salubres casas en las llanuras del Oriente antioqueño?