Número 86, mayo 2017

Café Alaska
Mauricio López Rueda. Fotografías: Juan Fernando Ospina

Fotografías: Juan Fernando Ospina

“Café Domínguez de la vieja calle Corrientes que ya no queda (…) Era el imán que atraía como el licor atrae a los borrachos”, canta Ángel Vargas con la orquesta de Ángel D’Agostino, refiriéndose a un histórico rincón del tango y la bohemia porteña de aquella calle que nunca duerme, en el Gran Buenos Aires, y que sucumbió al modernismo y tuvo que cerrar sus puertas para siempre.

Parte de la letra de ese tango está grabada en el muro de la barra del Café Alaska, ubicado en la calle 76 con carrera 45, en Manrique, como un amargo epitafio, o como una amenaza perenne que, de a pocos, se ha ido transformando en sentencia.

Y es que tras casi ochenta años de vida, de historia, de lujuria arrabalera, aniversario que se cumpliría en 2018, el Alaska está próximo a desaparecer. El nuevo dueño del inmueble donde ha sido imán a su manera ha decidido derrumbarlo para construir una panadería, esa sospechosa epidemia iluminada con luces de neón que ha contaminado a Medellín desde hace unos diez años.

La muerte del Café Alaska causará una herida profunda en la religión tanguera de la capital antioqueña, a la que ya pocos templos le quedan desde que se decidió usurpar la 45 para entregársela a ese grotesco y lento gusano metálico que es el Metroplús.

La 45 no es más aquel añejo arrabal de mediados del siglo XX. No es más ese bulevar de bohemios enamorados que arrastraban sus vidas hasta las mesas del Farolito, el Bar Central, El Oasis o el Café Alaska, donde finalmente morían y renacían, una y otra vez, bajo el embrujo rioplatense de Julio Sosa, Oscar La Roca o Juan Carlos Godoy.

En esos salones y sobre esas baldosas abandonaron, entregaron y enterraron sus almas; evocando a inverosímiles Malenas de cinturas delicadas y labios de fuego. Gardel era el papa de aquel Vaticano en ruinas, de esos templos callejeros forrados de letanías escritas en las paredes, donde se oraba tomando aguardiente, o ahogándose en whisky y ron.

Se extingue el tango en la 45. Por la vena aorta de Manrique ya no corre la “sangre maleva”. Tan solo queda un anciano de pie: el Café Alaska, primer piso de una casa con más de cien años de historia, convertido en fonda de arrieros antes de 1920, y consagrado al tango desde 1938, según los registros oficiales.

Un café recalcitrante cuyo dueño más antiguo fue Luis Eduardo Cardona Giraldo, ya fenecido, y que desde 1998 es administrado por el sonriente Gustavo Rojas, quien a pesar de su nombre solo ejerce una dictadura en ese breve espacio sin tiempo: la simpatía por el Deportivo Independiente Medellín. “Si viene a hablar mal del Medellín, procure que su estadía en este sitio sea breve”, dice Gustavo replicando una de las leyendas que cuelga de las paredes del café.

El Alaska tiene que morirse, insiste el nuevo dueño del inmueble. Es como si en Bogotá se acabara el Café Moritz, La Puerta Falsa, el Café Pasaje o El Automático. O como si a Cartagena le quitaran, de repente, el bar Donde Fidel.

Los clientes

Cuando Carlos Arturo López Gutiérrez corría descalzo por las faldas de Manrique y Aranjuez, o bajaba con sus padres al Pedrero, para ver llegar las mulas cargadas con hortalizas, granos y frutas de los diferentes pueblos de Antioquia, en el inmueble donde aún respira el Alaska existía una fonda donde se vendía chicha y aguardiente, y donde algún músico andariego se daba rienda suelta con su guitarra o su tiple.

Carlos Arturo nació en 1929, nueve años antes de que se fundara el Café Alaska como homenaje póstumo a Carlos Gardel, fallecido en un accidente aéreo en el aeropuerto Olaya Herrera en 1935.

“Yo vengo desde que era niño. Me gustaba ver a las parejas bailando, me parecía divertido. Luego me paraba en la puerta y hacía mandados, hasta que me quedé como cliente. Si se termina este lugar, es como si me quitaran un pedazo largo de vida. Me dejarían más cerquita de la muerte”, expresa Carlos Arturo.

Como él, hay un sinfín de clientes fieles que todos los días, sin excepción, protagonizan una silenciosa procesión desde los hogares cercanos hasta el Alaska. Todos son viejos que, tras levantarse y desayunar, no tienen nada más por hacer en sus viviendas, ni tampoco con quién conversar, así que se ponen un sombrero, se abotonan las camisas y limpian sus zapatillas, y luego salen a desfilar por las calles de Manrique hasta ese edificio gris en cuyo interior rejuvenecen.

Qué pasará con Carlos Arturo, o con Jorge Albeiro Marín Castañeda, ventero ambulante nacido en diciembre del 54. Qué pasará con Otoniel de Jesús Arboleda Gutiérrez, de 59 años de edad, y experto billarista que alguna vez vivió el amor, pero lo perdió en una apuesta de cartas, ahí, en el Alaska. Qué pasará con todas esas almas abandonadas. Dónde se esconderán cuando suene el último tango, cuando Gustavo sirva el último tinto.

“Este lugar no es como los demás. Este lugar es especial porque fue fundado por sus clientes. Son los clientes los que han vuelto importante el Alaska. Por eso, si se acaba, yo no abriré en otro lugar, y ni siquiera sé qué me voy a poner a hacer, pero no lo abriré en otro lugar”, dice Gustavo, quien a pesar de tener un título universitario, no sabe hacer otra cosa que poner tangos, servir tintos y hablar con la gente.

Una romería anacrónica

A las diez y media de la mañana, en esa esquina de Manrique, se vive a diario una peculiar procesión de almas solitarias. A esa hora Gustavo abre las puertas del café y decenas de ancianos, hombres mayores y jóvenes bohemios se meten al lugar como si estuvieran huyendo de una epidemia, y se sientan en las mesas a esperar que transcurran las horas, en medio de tangos y boleros, sorbiendo con lentitud sus tintos. Algunos se juegan una partida de póquer o un chico de billar, y hacen amistosas apuestas al vaivén de las milongas.

Pero por las mesas del Alaska no solo pasan anónimos bohemios. Allí se emborracharon futbolistas como Pedro Roque Retamozo, quien hasta dejó una foto para la posteridad en las paredes de tapia, cagajón y cal; el Charro Moreno y Omar Orestes Corbatta también se tomaron lo suyo al son del tango. Artistas, periodistas, escritores y cantantes de todos los géneros. Desde Daniel Santos hasta Julio Martel. Todos han quedado en el registro de Gustavo Rojas, quien todo lo anota, lo fotografía o lo guarda con celo en su memoria. Con la extinción del Alaska Manrique se quedará sin tango, pues el monumento a Gardel y la Casa Gardeliana no son suficientes. Nadie puede tomarse media en esos sitios sin someterse al nuevo Código de Policía.

Y la culpa no es de nadie externo al lugar. La culpa es de quienes lo administraron por cerca de ochenta años sin pensar jamás en comprar el inmueble para asegurar su permanencia.

Un arriendo de alrededor de un millón de pesos no le basta a su dueño, quien está en todo su derecho de buscar otra forma de llenarse los bolsillos. Pero los días no serán iguales sin ese asilo. UC

Fotografías: Juan Fernando Ospina

 
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