De ogros, anjanas y nieblas
Marcos Pereda. Imágenes: Álbum Ciclismo 85-Panini
Las coordenadas son inmensas. Un gran circo glacial que aparece limitado aquí y allá por cumbres con nombres de cuentos de hadas, de esos que son un poco demasiado adultos, un poco excesivamente terroríficos. Están Peña Labra, Cuchillón, también
Cornón, Cueto de la Horcada, el imponente Cotomaniños. Y allí, enfrente, Él. Imperturbable desde que el mundo se hizo mundo. Tan grande que los ciclistas, pequeños trepadores entre grises y verdes, parecen solo puntitos que juegan a hacer
cosquillas a la montaña. Ellos se irán. Él queda.
Él es el Pico Negro, más conocido como Pico Tres Mares. El nombre lo trae puesto por una situación excepcional: es el único lugar de la península ibérica donde confluyen tres cuencas hidrológicas. De aquel encrespado picacho, de aquella piedra
arisca, cortada casi a escuadra, parten ríos que van a morir a todos los puntos cardinales. Allí nace el Nansa, que baja, borboteante y juvenil, hasta el mar Cantábrico. También el Pisuerga, que se encuentra con el Duero en la tierra donde
ya no hay montañas y termina derramándose, manso, en la Oporto atlántica. Y por último el Ebro, el gran caudal, el venerable, el de los romanos, los griegos y los fenicios, el que concluye su vida en el Mare Nostrum. Los tres
nacen allí, justo encima de Alto Campoo. En aquel espacio telúrico y mágico en el que los colombianos empezaron a conquistar el ciclismo de España.
Aquella Vuelta de 1985 iba a ser una carrera especial. Lo es aún hoy, cuando las más de las veces solo se la recuerda por su rocambolesco desenlace, entre nieblas y traiciones, en la sierra madrileña. Pero lo fue también en aquel entonces,
en aquellos años ochenta de expansión y cambio. Uno de los elementos más destacados de la prueba fue la presencia de nada menos que tres equipos amateurs. Uno, la selección soviética, debutaba en una gran prueba de tres semanas
con su aire arrollador y el bagaje de sus éxitos en Juegos Olímpicos, en Carreras de la Paz, en el Tour del Porvenir. Otro, el equipo norteamericano Xerox-Philadelphia, era la respuesta de los Estados Unidos que mandaban a Europa, también
por vez primera, un conjunto que llegó cargado con gafas de colores chillones, peinados estrafalarios y una actitud hedonista muy alejada de la rectitud espartana que se supone a un profesional. Ah, y una mujer, Robin Morton, en el puesto
de director deportivo. Jamás ha vuelto a suceder. Curiosamente, como el mundo es así de caprichoso y los mejores relatos son aquellos que beben de la realidad, americanos y soviéticos estuvieron alojados casi siempre en el mismo hotel.
Al menos hasta que todos los pupilos de Morton abandonaron aquella competición absurda, alocada, que tan lejos estaba de sus posibilidades.
El más exitoso fue el tercer equipo amateur. Aunque estelo era de forma muy relativa. Lo patrocinaban la poderosa Café de Colombia y la fábrica de pilas Varta, y podríamos describirlo como una auténtica selección Colombia. Allí estaban Fabio
Parra, Lucho Herrera, Samuel Cabrera. También un joven llamado Antonio Agudelo que volverá a aparecer en nuestro relato.
Decíamos que el equipo tenía un amateurismo relativo por diversas razones. La primera tenía que ver con los propios medios que movilizaba, con un séquito comandado por Raúl Mesa y algunas importaciones más que curiosas, como los doscientos
kilos de panela que acarreaban, en cantidad menguante, por las carreteras ibéricas. Detrás de ellos, y dentro de la más enraizada tradición informativa del ciclismo colombiano, los enviados especiales de Caracol Radio y Radio Cadena Nacional
esperaban gritar los éxitos furibundos de los suyos.
Porque los colombianos no eran, ya no eran, desconocidos en Europa. En 1980 Alfonso Flórez se había impuesto en el Tour de l’Avenir. Tres años después un equipo bajo el patrocinio de pilas Varta debutaba en el Tour de Francia, con el propio
Flórez como uno de sus abanderados, y mostrando desde el principio la fortaleza en montaña que iba a ser la marca cafetera durante años. Y el despegue definitivo llegó en 1984, cuando Lucho Herrera triunfó en la llegada mítica de Alpe
d’Huez. Fue el primer amateur en ganar una etapa del Tour desde… más de medio siglo antes. Mostró al mundo una habilidad innata para trepar, enlazada en kilómetros y kilómetros de ascensos durante la Vuelta a Colombia. Todos se
ilusionaron con aquellos rostros nuevos, con esa forma de correr tan atractiva, tan alejada de los estándares europeos. Si se adaptaban un poco más podían aspirar a todo. Y a España habían ido a demostrarlo.
Porque aquellos “amateurs” llegaban a la Vuelta con ambiciones. No querían ser comparsas, ya no eran tiempos para pagar novatadas. Jamás un conjunto sudamericano había competido en la gran carrera española, pero ellos no pretendían solo aprender.
Iban a por todas, y buscaban, además, una adecuada puesta a punto de cara al gran objetivo de cada año: el Tour de Francia. Moverse en pelotones europeos, hacer frente a las grandes llanuras, colocarse bien en embalajes y frente al viento…
todos los errores que pudieran ser matizados iban a tener en aquella Vuelta un buen banco de pruebas. Sin renunciar a nada. Por eso días antes de comenzar entrenaron en tierras asturianas, en la mítica subida a los Lagos de Enol, esa que,
dijo Hinault, había que subir con un piñón de 23 dientes, “mientras que en el Tour nunca he usado más de 21”. Pues los colombianos se dedicaron a embestirla como locos, subiendo y bajando aquella montaña de bruma y piedras a tirones, a
estacazos, a ritmos insostenibles. Subían con un piñón máximo de 17 dientes. La prensa se enteró. Y cundió el terror. Si hacían eso entrenando, qué no podrían preparar en competición…
Tardaron poco en demostrarlo. La segunda etapa presentaba un terreno quebrado, rompepiernas. Apenas pequeños repechos de los que, contaban, no les iban bien a los colombianos. Porque eran cortos, porque eran apenas colinas, porque no hacían
cosquillas al cielo como las montañas de su tierra. Pero qué más daba. En la primera cuesta, en la primera ocasión en que el asfalto mira al cielo, ellos aceleraron. En oleadas, sin descanso. Cada vez que el camino se empinaba un colombiano,
camisa de Varta y Café de Colombia que ribeteaba en blanco los colores de la tricolor, ponía ritmo en cabeza. Pedaladas pesadas, sostenidas, arrastrando multiplicaciones imposibles de seguir para los europeos. Aquellos ciclistas pequeños
sembraron el pánico. Lo que era una jornada de transición se convirtió en un infierno, con deportistas llegando de uno en uno a la meta de Zamora como si se tratase de la más dura maratón alpina.
Y en el pódium, simbolismo. Quien se viste de amarillo es un joven neoprofesional que a sus veinte años se convierte en el líder más bisoño de la historia de la carrera. Grandote, moreno, responde por Miguel Indurain y dominará esos años noventa
que tan perniciosos fueron para el ciclismo colombiano. Arrebata el primer puesto a Bert Oosterbosch, un holandés pelirrojo, potente, que había ganado el prólogo. Oosterbosch fallecerá cuatro años después por un paro cardiaco mientras
duerme. No son pocos quienes identifican esta muerte con el consumo de una nueva sustancia dopante, aun poco conocida, llamada EPO. La que convierte la sangre en barro. La que cambió el ciclismo a partir de entonces, arrastrando tantas
cosas. Iconos, como señalábamos.
Pero aún no hemos llegado a eso, seguimos en 1985 y todos somos inocentes, y se cree en la limpieza y el espíritu honorable, y, sobre todo, aparece un puñado de amateurs que está revolucionando la forma de entender el ciclismo con su manera
alocada y espectacular de afrontar (y afrentar) la montaña. Trepadores que aún no han logrado imponerse jamás en un parcial de la Vuelta.
No podrá ser, tampoco, en los Lagos de Covadonga, el puerto que tantas veces habían subido entrenando aquellos días, el que conocían como la palma de la mano y donde habían dejado regueros de terror entre quienes asistieron a su preparación.
A la hora de la verdad los colombianos montaron desarrollos “más europeos”, y no consiguieron imponer sus fuerzas en aquella montaña agreste de piedras y agua. Lo intentó Lucho Herrera, lo intentaron Fabio Parra y Pablo Wilches. Incluso
probó otro de los grandes protagonistas de la carrera: Francisco ‘Pacho’ Rodríguez.
La de Rodríguez era, ya a esas alturas, historia vieja y mil veces contada. Siempre entre susurros, entre pequeños silencios que decían más que escondían. Corre en 1985 en un equipo español, el Zor de Javier Mínguez, después de haber abandonado
el año anterior cuando era líder de la Dauphiné Libéré. La misma que ganó Martín Ramírez ante un enfurecido, colérico, Bernard Hinault. La que encierra historias de la más sucia novela negra. Insultos, sobornos, compras de resultados,
juego sucio, malas artes. Pero ese es otro relato…
El de 1985 está, aún, por escribirse. Y lo hará en las tierras de Cantabria, por entre cumbres que son verdes y grises de niebla y a veces negras por tormentas. Bosques que empenachan nubes que guardan lluvia. Silencio y petricor. Cunetas
llenas de agua, musgo, hierba que asoma, traviesa, en la parte central de la carretera. Puertos que llevan de un valle a otro, que se retuercen y se pierden más allá de donde alcanza la vista. Frío, a veces, chimeneas en los bares, cristales
que repican con gotas de lluvia, con granizo. Eso es Cantabria. Y es allí donde encuentra un pequeño colombiano su día más grande.
La etapa es rara, frenética. En mitad de la trilogía de los Collados (tres subidas no muy largas pero bastante pindias, perfectamente enlazadas que llevan a los ciclistas por el corazón de Cantabria) a Perico Delgado se le cruza un
cable y sale al ataque del francés Pascal Simon. Nada raro, si no fuese porque Pedro es el líder, se ha impuesto con cierta solvencia el día anterior en los Lagos y aparece, a esas alturas, como máximo favorito para la victoria final.
De ahí que su movimiento parezca a todos una excentricidad. Y así queda demostrado cuando, en la bajada de la Collada de Carmona, Perico Delgado se corta del grupo de los mejores. Uno donde ya solo aguantan cinco ciclistas. Son Millar,
Pacho Rodríguez, Peio Ruíz Cabestany, los más fuertes de la carrera. También está Samuel Cabrera. Y él, claro. José Antonio Agudelo. Al que llaman Tomate por sus mofletes enormes y sonrosados. Tomate tiene veinticinco años pero no es,
ni mucho menos, un recién llegado. Antioqueño de Donmatías, Antonio ha destacado desde antesde cumplida la veintena en carreras de Colombia, con grandes actuaciones en la Vuelta de la Juventud, el Clásico RCN o la misma vuelta nacional.
Pero es que además fue uno de los que acompañaron a Lucho Herrera en el histórico Tour de 1984, el del Alpe d´Huez y Fignon de tricolor persiguiendo a Luis de tricolor. Al final de aquella prueba Agudelo quedó decimonoveno, tan solo por
detrás de Acevedo y Flórez entre los de su equipo. Un buen puesto, una muestra de su poderosa endurance. Dicen de él que no es escalador de grandes pendientes, que prefiere las inclinaciones moderadas, los altos de gran longitud. Y que
tiene, además, una envidiable punta de velocidad. Allí, en Cantabria, va a tener la oportunidad de demostrarlo. Si le dejan.
Las subidas de Palombera y Alto Campoo se empalman con apenas una corta bajada entre ellas, conformando un único ascenso de cuarenta kilómetros que lleva a los ciclistas desde casi el nivel del mar hasta cerca de los dos mil metros. Territorio
áspero, sin rampas imposibles, pero de esfuerzos mantenidos. Territorio ideal para el escarabajo.
Palombera es un lugar especial, mágico. Una lengua de asfalto raído y descarnado que trepa por entre bosques cerrados de encinas y robles, que en Cantabria llaman cajigas. Pero muy cerca de su cumbre los árboles se abren, y mires donde mires
solo hay praderas, verdes eternos, también algunos dólmenes misteriosos que parecen conservarse en equilibrio únicamente gracias a sortilegios muy antiguos y muy paganos. Es un espacio feérico, electrizado, donde los relatos fluyen de
manera particular. Aquí dio Luis Ocaña su última gran demostración como ciclista profesional, en el año 1976, entre paredes de algodón que, cuentan, son en realidad niebla. Aquí, más allá de los muros de la solitaria venta que hay casi
en su cima, susurran algunos que viven ojáncanos y anjanas, los ogros malos y brujas buenas de la mitología cántabra. Y, si no es verdad, bien pudiera parecerlo.
Por allí suben, aquel último día de abril de 1985, los ciclistas más fuertes de la carrera. Realmente el Tomate no tenía que estar con ellos, porque en su calendario no aparecía prevista la Vuelta a España. Pero poco antes del comienzo Patrocinio
Jiménez, el viejo Patro, se lesionó. El sustituto sería Agudelo. A veces la historia tiene estos caprichos, estos arabescos de relato imposible. Por detrás Pedro Delgado vomita, pierde su amarillo, entierra cualquier opción que pudiera
tener en la general. O eso parece.
El ascenso definitivo a Alto Campoo, justo a los pies del Pico Tres Mares, sigue idéntico guión. Los más fuertes por delante, a tirones de Millar o Pacho, a golpes de riñón para alcanzarles los otros tres. Hasta que se llega a los últimos
metros, casi llanos. Territorio vedado para los americanos, parece. Peio que lanza el sprint, poderoso, imperial. Millar que responde con las mejores piernas del pelotón. Y lo anómalo que alcanza a suceder. El pequeño Tomate hace
girar más y más rápido sus bielas, agacha la cabeza, casi toca el manillar con la nariz, aprieta los dientes hasta que estos rechinan. Acomete el embalaje, remonta metros, vidas, sobre el asfalto de mojada primavera que hay en aquella
estación invernal. Lo imposible llega. Adelanta a todos los demás. Cien metros, cincuenta, veinte. Casi en la misma línea de meta se puede ver a un aficionado portando una enorme bandera de Colombia, completando una fotografía icónica.
Alza los brazos. Se convierte en el primer escarabajo en ganar una etapa de la Vuelta a España. Y, entonces, el delirio.
Los enviados colombianos se lanzan sobre su corredor. Caos, gritos, risas. Peio Ruíz Cabestany, que es nuevo líder, se aleja unos metros buscando aire, tranquilidad. Allí, en mitad de una montaña eterna, todos rodean al Tomate. Ha hecho historia.
Hay cuatro cafeteros (Agudelo, Cabrera, Rodríguez y Parra) en los diez primeros de la etapa. Tres de ellos repiten entre los diez primeros de la general. Solo falla Cabrera. Café de Colombia-Varta se pone primero en la clasificación por
equipos, Cabrera y Pacho son tercero y cuarto en la Montaña. Es un festín.
De ahí en adelante, cierto desencanto. No por los resultados, sino por lo que pudo haber sido y no fue. Porque Pacho vence en dos etapas consecutivas, se pone a un puñado de segundos del líder Millar, parece el mejor colocado para alzarse
con la victoria. Pero llega la etapa con final en las Destilerías DYC, una de las más fascinantes, misteriosas y polémicas de las últimas décadas. Y Perico Delgado voltea por completo la carrera, ante la impotencia de un Millar que clama
a los cuatro vientos por un complot, una conspiración en su contra. Pacho, callado y prudente, guarda silencio, pero también él podría hablar. Sobre la razón por la cuál su equipo no defendió su segundo puesto, sus opciones de victoria.
Sobre por qué no se lanzó a un último ataque desesperado para recortar los escasos diez segundos que le llevaba el escocés. Sobre qué ocurrió realmente entre aquellas nieblas, algo distintas, más oscuras y espesas, de la sierra de Madrid…
Pero en aquel momento nada de eso se sabía, y todo era alegría, delirio. Incluso algunos llantos hubo. Algo tan grande, un camino nuevo que se abre, una senda virgen por la que transitar. Más tarde llegarán Herrera, o Parra, o ahora Nairo.
Pero el Tomate Agudelo siempre podrá decir que fue primer conquistador.
Su carrera no volvió a brillar a esos niveles. Al año siguiente, 1986, probó suerte en Europa. Fue en el Teka, curiosamente el equipo afincado en aquella Cantabria que lo vio triunfar. Quizá buscaba el Tomate remembranzas, el aroma dulce y
húmedo de aquella bruma agradable y misteriosa que un día se le quedó pegada para siempre en el maillot. La que habría de recordarle, aun hoy, su más famosa gesta.