Bastenier me hizo llorar dos veces
Juan Miguel Villegas. Ilustración: Tobías Arboleda
Desde el primer día, Bastenier se ensañó conmigo. Él era un periodista de raza, un purista, un apóstol, un capitán del periodismo diario. Un viejo zorro de las redacciones, defensor de los estándares de la profesión en su versión más exigente:
rigor idiomático, equilibrio informativo, cultura general, independencia intelectual, visión internacionalista, y todo eso con velocidad, para ya.
Era, además, un hombre lleno de humor, un humor condensado en balas de ácido, en frases contundentes y observaciones corrosivas que poco a poco iban puliendo —o aterrorizando— a sus alumnos. De algún modo, en los casos más extremos, los pupilos
íbamos dejando atrás una existencia informativa blandengue y amorfa, de la que a fogonazos, cincel y martillo él iba extrayendo algo medianamente parecido a un periodista con oficio.
Eso era él.
Y yo
pues... era “un tipo de la televisión”. Supe años más tarde que se había opuesto explícitamente a que yo fuera recibido en su taller. En la carta de presentación que todos los que hemos pasado por un taller de la FNPI hemos escrito,
contaba, un poco en tono dramático, que mi carrera inicial enfocada en el periodismo escrito, me había llevado a la televisión por un vuelco del azar. Pero que después de más de dos años en las pantallas sabía que mi elemento estaba en
otro sitio. Y quería que ese taller “Cómo se escribe un periódico” fuera mi reconexión con la vocación del periodismo que se escribe.
Sin embargo, él quería asegurarse, con toda razón, de que sus alumnos provinieran del periodismo diario. Y por eso, si mis intenciones no hubieran estado respaldadas por un compromiso entre la Fundación y Seguros Bolívar (que me había otorgado
ese derecho) probablemente nunca hubiera estado en su taller.
Y él se encargó de recordármelo. “¡Tú, el de la televisión!”, decía antes de dirigirse a mí en la clase. Y ante algún traspiés que tuve al leer algo en voz alta: “¡Claro, como los de la tele solo sabéis leer en teleprónter!”. Y contenía el
amago de una carcajada con el gesto de un duende que se ha salido con la suya.
Yo me reía, por supuesto, como casi todos lo hacíamos cada tanto durante sus sesiones de trabajo, con ese rosario de ocurrencias que sabía tejer siempre. A veces podía ser tan cáustico que hay exalumnos que aún resienten algunos comentarios,
o que cuando escuchan su nombre piensan en una especie de ogro en llamas que los convirtió en el hazmerreír de todos por usar tal o cual palabra, que los expuso, demolió, pulverizó ante colegas de todo el continente por confundir un término,
tener un revés sintáctico, fallar en la jerarquía del texto o cometer algún otro de los pecados de su amplia lista de desastres.
Pocas veces alguien le ganaba el pulso ante lo que señalaba como un error. Y cuando perdía una batalla encarnizada sobre, digamos, si una palabra era o no castiza (un americanismo, por ejemplo), podía decir cosas como “¿Pero es que la RAE
se ha vuelto loca? ¡Ahora se las quieren dar de progres! ¡Qué progres! ¡Marxistas leninistas es lo que son ahora!”.
Carcajadas. Eso nos regalaba el Bastenier por kilos en cada sesión.
Y sabiduría.
De las muchas frases que aún rondan, esta es una de mis favoritas: “Un diario es una obra del espíritu”.
A pesar de eso no recogía el periódico (ni las tizas) cuando se le caía al piso en plena clase. Su panza era voluminosa, y el esfuerzo de agacharse no valía la pena para él: “Ya se puede quedar ahí”, decía, con el mismo tono que podía condenar
el cinismo de algún político o la ceguera de un editor en esas mismas páginas. Y si alguien intentaba recogerlo, era capaz de decir “Déjalo, déjalo, que ahí está bien”. Imposible no caer rendido ante tanta singularidad.
Los primeros ejercicios del taller fueron sencillos: noticias y breves en “género seco” (información cruda, sin interpretación) elaborados con fuentes secundarias. “¿Quién sigue?”, decía al terminar una revisión, como un médico cirujano e
iba dando su ronda de observaciones, que salpicaba con dardos cuando era necesario.
Su abordaje de los géneros también me impactaba. En la universidad podíamos discutir por horas sobre las diferencias entre una crónica y un reportaje. Pero él dirimía el asunto con un enfoque práctico:
el grado de aproximación al tema,
a sus personajes y escenarios. Por eso incluso llegaba a clasificarlos como “género uno, género dos, género tres...”, según la cantidad de detalles y acercamiento a lo que él llamaba “El blanco móvil”, la realidad en marcha, fugaz, elusiva:
“Si a eso lo quieren llamar crónica, reportaje, género tres, o tía Eduviges, allá cada uno”.
El asunto se complicó en el género dos. La primera crónica también nos la pidió basada únicamente en fuentes secundarias:
reportes de agencias, noticias de otros medios, nada de reportería directa. Y yo, que de algún modo creía que todo
cuando tecleara tenía que ser bueno, porque eso me decían, me habían dicho y repetido, y eso me creía y además me importaba, pues entregué mi primer texto medianamente largo —sobre un caso de represión policial en Los Ángeles— como quien
espera de vuelta un ramo de rosas o una serenata.
Pero Bastenier me trituró. Comenzó a leer mi crónica, y no había terminado el primer párrafo, cuando disparó: “Pero es que no se entiende nada”. Se detuvo un momento, y retomó… Fue bajando el tono, parecía murmurar, y de nuevo se detuvo: “Esto
no se puede leer. Que si sigo leyendo me voy a volver loco”.
Y me lo devolvió, sin haber superado un par de párrafos. No recuerdo si sonreí para disimular o si bajé la cabeza, ni nada de lo que vendría después en esa clase. Esperé que terminara y tal vez sin despedirme salí para el hotel, abotagado.
Fue una caminata eterna, bajo un sol ardiente, en la que trataba de entender por qué me sentía desolado.
No era vergüenza por la exposición pública. No era haber sido incapaz de darle gusto al viejo zorro. Era algo como el pánico, el terror. Como un miedo visceral ante la idea de que tal vez llegaba el momento de aceptar que había perdido para
siempre la capacidad de escribir, embrutecido por la exposición de dos años a los rayos catódicos de la televisión, como él intentaba sugerir o, mejor, “señalar”.
Entré a la habitación, caí en la cama, y no lo pude contener. Lloré. Sí. Largo. Por ojos y nariz. Con tos. “Se me olvidó escribir, se me olvidó escribir, ¡me jodí la vida!”, me repetía. Y al final caí dormido.
Desperté dispuesto, con el alma, con las tripas, a entender qué había pasado. Y a corregirlo. Tuve que haber faltado a la sesión de la tarde, o llegado un par de horas después de lo habitual. Pero entre tanto comenzaba a intuir lo que pasaba.
Lo obvio, lo evidente, era que debía recordar que efectivamente la escritura se entrena, y que más de dos años de hacerlo solo como algo secundario me habían oxidado las falanges cerebrales. Pero eso no era suficiente. “¿Y si no me desoxido?,
¿y si por estar de pantallero perdí el toque para siempre…?”, me seguía repitiendo por dentro. Pero otra voz, rabiosa pero clara, murmuraba:
“No seás pendejo. ¿Al fin y al cabo a qué fue a lo que vinimos, a que nos echaran flores
o a aprender? Vamos. Vamos, muchacho, vamos…”.
En las siguientes clases me esforcé por ser un alumno aguzado. En las notas, que aún conservo, fueron quedando registradas sus frases, teorías, historias sueltas. Fueron jornadas enteras frente a él, todos los días, durante un mes. Entendí,
por ejemplo, que en lugar de escribir de manera natural dentro del rigor que exige el periodismo, me había “puesto la corbata” para intentar parecer serio, adusto…periodístico. Que en lugar de contar lo que había averiguado, “glosando”
las citas y referencias, dando aire al texto, estaba sobreacumulando información con un tono postizo y cara de “qué buen reportero soy, uh, cómo escribo”.
Aprendí a diseccionar el ridículo lenguaje notarial en el que todavía siguen cayendo periodistas de todas partes en su afán de sonar dignos y solemnes: el famoso “chip colonial”. A ser consciente del lastre (las redundancias innecesarias)
y a soltarlo cuanto antes. A huir de la “declaracionitis”, buscando solo el fragmento digno de una cita dentro de una conversación o una entrevista. A evitar caer en la facilidad —y miopía— de las fuentes oficiales. A reírme de cosas tan
simples pero omnipresentes como la obsesión por las siglas en Colombia. O de que midamos las distancias en “una o dos horitas”. O de nuestra adicción a los diminutivos: “¡Folletico!, ¡Folletico!, ¡Qué cómico!”, repetía Miguel Ángel, texto
en mano, con expresión divertida.
Y por supuesto seguí (seguimos) recibiendo azotes. Siendo radicales con la teoría bastenieriana, yo, que he tenido tendencia de rumiante al escribir, ni siquiera soy lo que dice mi cartón. “Hay dos tipos de periodistas: los rápidos y los que
no son periodistas”. Frases que todavía martillan cuando se siente la presión de una fecha, de una hora límite. “Esos del periodismo narrativo no son periodistas, son escritores”, algo así decía, con convicción y displicencia: “¡Qué periodismo
va a ser eso de entrevistar a un tipo, contar cuanto se le ocurra decir y presentarlo como una crónica! ¡Que hay que ver que hasta premios les dan!”. Llamados de atención que aún rondan, avispas para la conciencia del oficio.
De armarme de valor y corregir el paso, algo quedó. Ante el reto de cada nueva entrega recuerdo resoplar y teclear durante horas. Me forzaba a mí mismo a escribir sin saturar, a evitar repetir errores y tropiezos. Y por fin logré mi propio
premio de montaña con un reportaje directo, para el que durante días me metí en el mundo que rodeaba al estrafalario pastor evangélico Johny Copete. Su reacción fue alentadora. “Muy bien”, decía, y a uno le volvía a nacer algo por dentro.
Fueron días de acelere y de calor. De camaradería y de risas, de alentar a otros y recibir alientos suyos. Algunas de las empatías que surgieron durante ese mes son ya amistades de años con colegas que se han convertido en hermanos de
la vida.
Sin embargo, a pesar de mis avances no todo fue color de rosa en adelante. Para una de las entregas, creo, teníamos dos días para reportear y escribir un reportaje directo. Empecé bien, pero a mitad de la tarde de la segunda jornada cometí
un error con una fuente en la Fiscalía de Cartagena —que no podía saber que yo era periodista— y mi historia se vino al piso. Quedé sin nada, con unas cuantas pistas, rumores y versiones disímiles sobre algo incierto de lo que solo tenía
un hecho confirmado: que había ocurrido en Cartagena.
Pero eran las cuatro de la tarde, faltaban tres horas para “el cierre”, y no podía llegar con las manos vacías, ni con una historia trunca sobre la que solo tenía humo. Entonces recordé que durante mis caminatas por el barrio Crespo —donde
está la Fiscalía— mientras hacía tiempo para que me atendieran, había visto a alguien que me inquietó: un hombre de camisa bien planchada, que durante todo el día había estado parado en la misma esquina, con la mirada clavada en la acera
de enfrente. Miraba su reloj de tanto en tanto, y aunque le hablaran se conservaba rígido, serio, y respondía con monosílabos. Entrevisté al vuelo a un par de testigos, a un vendedor ambulante, al hombre que alquilaba bicicletas, y al
señor de la tienda. Toqué un par de puertas, intenté hablar con el protagonista, lo seguí a distancia cuando se movió de su sitio, y luego corrí a la FNPI a teclear como un loco una nota extraña que por alguna razón me entusiasmaba. De
pie frente a los rezagados, Bastenier nos recordó a las 7:00 en punto que ya era hora: “¿Qué tanto os tardáis? ¡El doble de lo que andáis haciendo se hace en menos de una hora!”.
Logré poner punto final unos quince minutos más tarde, lo titulé “Moise, el vigía bajo el árbol”, imprimí y se lo entregué. Al día siguiente, cuando llegó mi turno, fue inolvidable. A cada frase se levantaba un murmullo. Yo mismo caía en la
cuenta de que lo que escuchaba parecía una broma, algo absurdo y extraño, pero que quería seguir escuchando. Hubo risas, y el Baste repitió un par de frases, sorprendido... “Esto está muy bien escrito”, dijo. “Pero es la nada con sifón”.
Silencio.
“¡Que el papel está muy caro para andar gastándolo en estas cosas!”.
Risas.
“Bueno Villegas, a trabajar”, dijo al terminar, y me lo devolvió. La atmósfera que recuerdo era de revuelo en el salón de clase, y no sé por qué cada una de las palabras de Miguel Ángel me llenaron de una euforia extraña, de una sensación
de labor cumplida que no lograba resolver. Compinches como Pedro Noli y Andrés Wiesner celebraron conmigo más tarde ese texto que nos tomó a todos por sorpresa, incluso a mí. Pero algo quedó dando vueltas.
Un par de años después del taller, tras un par de intentos fallidos, terminé creando algo que estuve cerca de bautizar como “La nada con sifón”, pero que terminó llamándose “Agencia Pinocho: el diario de lo que no es noticia”. No recuerdo
si alguna vez hablamos del proyecto, o si me hizo apenas una mención al paso, o si evitó el tema de plano. Pero cada cierto tiempo, cuando me veía a mí mismo escribiendo piezas de “Microficción periodística” para “A-Pin”, soltando lastre,
usando entrecomillados para dar vida y voz y encendiendo adrede el chip olonial para perfeccionar noticias como “Anciana se sube a murito” o “Mujer pensó huir de esposo”, al poner punto final algo en mí se reía. Y repetía: “Esto es la
nada con sifón”. “Pero es muy divertido”, y seguía adelante con el despropósito. Dos veces le dí motivos para aborrecerme, por atrevido o por payaso. Como personaje, el Baste era adictivo, y durante el taller varios intentábamos imitar
sus gestos, su manera de acentuar, su timbre. Lo hacíamos en los ratos libres o en medio de las sesiones de escritura que a veces compartíamos o en las noches de calle y juerga. Y obviamente, a sus espaldas. Alguna vez varios compañeros
andábamos en el salón semivacío, y yo, frente al tablero, trataba de replicar su manera de sopesar la mano al hablar y el ronco atabacado de su voz, cuando se apareció en el marco de la puerta. Contuvimos el aliento, supimos que me tenía
que haber visto, pero él inició una charla como si cualquier cosa y terminamos hablando de periodismo y de política.
Tiempo después, en un correo colectivo que nos llegó a los estudiantes del taller, yo, impertinente, continué la charla virtual con el mismo tono de algunos chistes que a veces hacíamos recordando sus chascarros. Era una especie de historiografía
fantástica que hacíamos solo para seguir riendo, y yo escribí un mensaje inverosímil sobre un Bastenier de fiesta que solo sucedía en nuestra (mi) imaginación atravesada. Minutos u horas después Miguel Ángel respondió el mensaje, sin hacer
ninguna referencia a mi insolencia. Pedrito, hermano del alma heredado del taller, me escribió así, con su acento tucumano:
“No puedo creer el error que te mandaste. ¡Cómo vas a ser tan 'culiao'! El Baste recibió el mail que enviaste
a todos; ese que pide que nos lo imaginemos bailando con un calzoncillo de leopardo. Qué risa, chabón, ¡pero qué chistoso! Me imagino tu cara cuando viste que él también contestó el mail. En fin, ya fue, el gallego se debe haber reído
también”. Yo decidí que disculparme solo iba a acentuar mi impertinencia. Y esperé.
Me siguió saludando siempre con la misma calidez e interés genuinos. Y entendí que era un maestro en el sentido amplio. Uno lo suficientemente exigente y riguroso como para hacerte polvo en una clase, lo suficientemente sabio como para saber
distinguir una broma cariñosa de una afrenta, e impecable como para dejar pasar los desvaríos sin darles más cuerda. Cada nuevo encuentro con él fue siempre una alegría:
“Villegas”, decía a primer golpe de vista, con esa memoria
suya. Y siempre preguntó cómo iba todo y qué sabía de la vida de los compañeros del taller. La última vez que nos vimos fue en el Festival Gabo de 2016. Yo andaba con Pedro. Lo vimos a lo lejos y fue como si viéramos a un abuelo o un tío
querido al que queríamos correr a saludar. Lo abordamos y después de la puesta al día dijo algo como que
“¡Todos se están yendo a las comunicaciones corporativas! Y los entiendo. Con los sueldos de mierda que pagan los diarios. Es una
lástima”.
En estos años, no recuerdo haber escrito o editado un solo texto periodístico en el que la voz de Miguel Ángel no me hubiera acompañado para mejorar el material. Y cuando me he visto frente al tablero como profesor, tampoco recuerdo un solo
curso en el que sus libros y las notas del taller (además de sus dardos, punzadas y risas) no me hayan servido de apoyo en la tarea de intentar transmitir los fundamentos del oficio, sin rodeos.
El viernes 28 de abril, cuando el propio Pedrito me dio la noticia de su muerte, no pude evitar sentirme tristísimo toda la mañana, recordando. Fue la segunda vez que lloré por el Baste. En la tarde, mi hija Violeta se paró a mi lado mientras
escribía los primeros párrafos que pongo aquí, y mientras le hablaba del maestro le mostré uno de los libros que por estos días mantengo en esta mesa, para un taller de periodismo que ando dictando. Se llama El blanco móvil: Curso de periodismo, de Miguel Ángel Bastenier. Está lleno de subrayados y anotaciones. Fue el libro que tuvimos que leer antes y durante aquel taller inolvidable. Violeta me dijo quelo sentía, acercó su cabeza a la mía y siguió en lo suyo. No sé bien por
qué, pero busqué algún correo antiguo y encontré esto, de hace casi nueve años:
—Feliz primer aniversario para Violeta Villegas, del exprofesor de su papá. Miguel Ángel.
—Gracias querido profesor (...) no “exprofesor”, como
dice usted. Pues aunque no lo crea, aún me sigue enseñando. Y le aseguro que la Violeta ya sabrá de usted. Un abrazo fuerte, dondequiera que la suerte lo tenga hoy. Villegas.”
Y entonces recordé, como un latigazo, que en la jornada final de esa temporada muchos habíamos hecho firmar el libro por su autor. Abrí las primeras hojas y ahí estaba intacta su risa, grabada con su puño y letra:
“A Juan Miguel, que
ha sido el mejor alumno 'televisivo' que he tenido nunca. Miguel Ángel, Cartagena, Agosto de 2006.”
Claro. El muy astuto sabía también que había sido el único.