Conocí el poder de la reina de picas en Bello, cuando tenía doce o trece años y acompañaba a mis tíos maternos mientras ellos, con sus amigos vagabundos, jugaban a la “bola” en los zaguanes de las viejas casas del barrio El Congolo. Entonces supe que la carta fatídica equivalía a trece puntos negativos, terrible cifra que mucho después vi confirmada en la versión informática del juego, Corazones, irremediablemente sosa por tratarse de un divertimento electrónico sin borrachos ni chistes vulgares. Sin embargo, nunca imaginé que la malignidad de la señora de los corazones negros tocara con los turbios secretos que se esconden en la historia masónica de Bucaramanga; lógicamente, tampoco llegó a sospecharlo el muy curtido Aleksandr Pushkin, autor de La dama de picas, un cuento que se antoja inocente a pesar de que el tahúr que lo protagoniza acaba perdiendo la razón.
Las revelaciones me las hizo Gonzalo España, el escritor santandereano que, por ser autor de una saga de cuatro novelas policiacas, viene a ser algo así como el Manuel Vázquez Montalbán colombiano, y quien —bien me consta— conoce más historias curiosas que las que ha escrito. Un par de semanas antes de que expirara el 2015, en compañía de mi esposa nos encontramos con él en el centro de Bucaramanga. Aprovechando la visita que hacíamos a la Ciudad de los Parques con el pretexto de un evento académico, Gonzalo se ofreció para ser nuestro guía durante un sábado ocioso; concretamente, nos anunció su deseo de llevarnos al cementerio masónico de Bucaramanga, una más entre las expresiones liberales de una ciudad en la que, incluso, alguna vez fue levantada una estatua a Giordano Bruno. Mientras bajábamos desde el hotel hasta el parque García Rovira, el escritor nos instruyó en el ABC de lo que debíamos saber. Y era que entre la vieja masonería bumanguesa se había destacado, por su radical extravagancia, la logia de la “reina negra”, cuyos iniciados se reunían periódicamente para celebrar un rito fatal en torno de una baraja francesa. La práctica consistía en repartir las cartas del mazo hasta que alguien jalara la reina de corazones negros, y ese elegido del azar debía suicidarse a más tardar ocho días después del sorteo. Para garantizar la ejecución, un miembro anónimo de la logia cumplía la función de verdugo si el aspirante a suicida se ablandaba, papel que quedaba adjudicado con solo sacar otra carta específica de la baraja. Por desgracia, Gonzalo no recordaba cuál era esa segunda figura; aludiendo al versado amigo que le había referido los pormenores de la historia, dijo: “Seguro que ese pisco sí sabe qué carta era esa; qué carajos, puedo llamarlo ya mismo”. No lo hizo, sin embargo, y se conformó con contarnos que dos señores de apellido Garnica, padre e hijo, habían muerto por esa vía azarosa y habían sido enterrados bajo un monumento en forma de tabaco, situado en el afamado cementerio que era nuestra prometida atracción turística.
Después de pasar bajo la estatua del general Custodio García Rovira —allí estaba con su sable en alto y la bocaza detenida en el famoso grito de “¡Firmes, carajo!”— volteamos hacia el sur y avanzamos unas cinco cuadras, hasta llegar frente a los viejos muros del Cementerio Central de Bucaramanga. Nos ilusionamos y desilusionamos en un santiamén: apenas entrar nos alborozó la visión de un jardín de túmulos nada convencionales —había, grabados en las losas, más cañones que cruces—, pero inmediatamente un vigilante nos informó que se trataba de las tumbas de los caídos en la Batalla de Palonegro, el conflicto que, prácticamente, dio fin a la Guerra de los Mil Días. También fue efímera la ilusión que nos deparó una boscosa heredad funeraria sembrada, con muros propios, a un lado del cementerio principal: pronto supimos que se trataba del jardín privado en que reposan los restos de la familia Puyana —o algo así—, cuya aristocrática soberbia no podía expresarse mejor que en el romántico abandono de las tumbas. Un sepulturero se permitió aclararnos el detalle que, acaso con fingimiento de escritor malicioso, Gonzalo parecía haber olvidado: el Cementerio Universal, donde habían sido sepultados los masones y los herejes más distinguidos, había sido erigido dos cuadras más abajo, en un lote arrasado recientemente para permitir la construcción del flamante viaducto de la carrera novena. “Ya no queda nada de ese cementerio”, dijo de modo absoluto nuestro lúgubre informante. Salimos con la cabeza gacha, aunque no tanto como para dejar de ver algo que, en aquel camposanto tradicional, era sin duda el centro de gravedad y, al parecer, el único asidero para nuestra resignación en aquel paseo frustrado: una gigantesca caja de cemento blanqueado, ciega en sus cuatro paredes y presumiblemente abierta por arriba, y a la que iban a parar —según nos explicó un visitante— los despojos sin doliente. No pude evitar pensar en el título de la primera novela policiaca de Gonzalo: Mustios pelos de muerto.
Una vez en la calle, el escritor recobró sus bríos y se empeñó en que fuéramos hasta el viaducto para ver si era cierto que el Cementerio Universal había desaparecido de la faz de Bucaramanga sin dejar ningún rastro de su pasada existencia. “El Gran Arquitecto no deja cabos sueltos, pero los ingenieros de Bucaramanga sí”, puntualizó Gonzalo. En efecto, todavía había algo que ver en el antiguo emplazamiento del cementerio, al cual llegamos después de caminar cinco minutos bajo un sol infernal: desde la esquina que se arrima a la carrera novena vimos que, al otro lado, un obelisco coronaba un angosto terraplén; un terraplén que, en la rampa de subida, era jardín, y en el resto de su meseta era un campo desértico en el que apenas se sostenía en pie un árbol viejo, pues lo demás era barro y pedruscos. Bastaba tener dos dedos de frente para entender que la idiosincrasia masónica sobrevivía en aquel obelisco, pues de otro modo —en el caso improbable de que el cementerio barrido por los buldóceres hubiera sido uno católico— el lugar estaría marcado con una cruz o una imagen dolorida de la Virgen. Pasamos la calle, trepamos por la pequeña cuesta y fuimos rodeando el obelisco hasta leer las cuatro placas fijadas en sus caras, tres de ellas dedicadas a consagrar la pujanza santandereana, las armas municipales y el genio del alcalde de turno. Pero la inscripción del cuarto lado —justamente la última que leímos, por estar dirigida hacia el yerto escenario trasero— vino a corroborar la verdad de la leyenda que perseguíamos, tanto en el buen sentido de avalar la presencia histórica del cementerio como en el muy negativo de confirmar el estropicio urbanístico de los últimos días. Allí se leía: “A..L..G..D..G..A..D..U.. / A la memoria de los / hombres libres y de / buenas costumbres cuyos / restos mortales han / reposado en este lugar. / GRAN LOGIA DE LOS ANDES”. Era cierto, pues, que la tumba de los Garnica había estado por allí hasta hacía poco, aunque no había ninguna posibilidad de saber dónde: más allá del obelisco y el vergel que lo rodeaba, los únicos objetos distinguibles como para hacer las veces de indicio eran el árbol viejo, un brasier mugroso abandonado sobre sus raíces y un portalón de corral que se levantaba al fondo.