Número 73, febrero 2016

Reina de picas
Juan Carlos Orrego, Ilustraciones: Verónica Velásquez

Conocí el poder de la reina de picas en Bello, cuando tenía doce o trece años y acompañaba a mis tíos maternos mientras ellos, con sus amigos vagabundos, jugaban a la “bola” en los zaguanes de las viejas casas del barrio El Congolo. Entonces supe que la carta fatídica equivalía a trece puntos negativos, terrible cifra que mucho después vi confirmada en la versión informática del juego, Corazones, irremediablemente sosa por tratarse de un divertimento electrónico sin borrachos ni chistes vulgares. Sin embargo, nunca imaginé que la malignidad de la señora de los corazones negros tocara con los turbios secretos que se esconden en la historia masónica de Bucaramanga; lógicamente, tampoco llegó a sospecharlo el muy curtido Aleksandr Pushkin, autor de La dama de picas, un cuento que se antoja inocente a pesar de que el tahúr que lo protagoniza acaba perdiendo la razón.

Las revelaciones me las hizo Gonzalo España, el escritor santandereano que, por ser autor de una saga de cuatro novelas policiacas, viene a ser algo así como el Manuel Vázquez Montalbán colombiano, y quien —bien me consta— conoce más historias curiosas que las que ha escrito. Un par de semanas antes de que expirara el 2015, en compañía de mi esposa nos encontramos con él en el centro de Bucaramanga. Aprovechando la visita que hacíamos a la Ciudad de los Parques con el pretexto de un evento académico, Gonzalo se ofreció para ser nuestro guía durante un sábado ocioso; concretamente, nos anunció su deseo de llevarnos al cementerio masónico de Bucaramanga, una más entre las expresiones liberales de una ciudad en la que, incluso, alguna vez fue levantada una estatua a Giordano Bruno. Mientras bajábamos desde el hotel hasta el parque García Rovira, el escritor nos instruyó en el ABC de lo que debíamos saber. Y era que entre la vieja masonería bumanguesa se había destacado, por su radical extravagancia, la logia de la “reina negra”, cuyos iniciados se reunían periódicamente para celebrar un rito fatal en torno de una baraja francesa. La práctica consistía en repartir las cartas del mazo hasta que alguien jalara la reina de corazones negros, y ese elegido del azar debía suicidarse a más tardar ocho días después del sorteo. Para garantizar la ejecución, un miembro anónimo de la logia cumplía la función de verdugo si el aspirante a suicida se ablandaba, papel que quedaba adjudicado con solo sacar otra carta específica de la baraja. Por desgracia, Gonzalo no recordaba cuál era esa segunda figura; aludiendo al versado amigo que le había referido los pormenores de la historia, dijo: “Seguro que ese pisco sí sabe qué carta era esa; qué carajos, puedo llamarlo ya mismo”. No lo hizo, sin embargo, y se conformó con contarnos que dos señores de apellido Garnica, padre e hijo, habían muerto por esa vía azarosa y habían sido enterrados bajo un monumento en forma de tabaco, situado en el afamado cementerio que era nuestra prometida atracción turística.

Después de pasar bajo la estatua del general Custodio García Rovira —allí estaba con su sable en alto y la bocaza detenida en el famoso grito de “¡Firmes, carajo!”— volteamos hacia el sur y avanzamos unas cinco cuadras, hasta llegar frente a los viejos muros del Cementerio Central de Bucaramanga. Nos ilusionamos y desilusionamos en un santiamén: apenas entrar nos alborozó la visión de un jardín de túmulos nada convencionales —había, grabados en las losas, más cañones que cruces—, pero inmediatamente un vigilante nos informó que se trataba de las tumbas de los caídos en la Batalla de Palonegro, el conflicto que, prácticamente, dio fin a la Guerra de los Mil Días. También fue efímera la ilusión que nos deparó una boscosa heredad funeraria sembrada, con muros propios, a un lado del cementerio principal: pronto supimos que se trataba del jardín privado en que reposan los restos de la familia Puyana —o algo así—, cuya aristocrática soberbia no podía expresarse mejor que en el romántico abandono de las tumbas. Un sepulturero se permitió aclararnos el detalle que, acaso con fingimiento de escritor malicioso, Gonzalo parecía haber olvidado: el Cementerio Universal, donde habían sido sepultados los masones y los herejes más distinguidos, había sido erigido dos cuadras más abajo, en un lote arrasado recientemente para permitir la construcción del flamante viaducto de la carrera novena. “Ya no queda nada de ese cementerio”, dijo de modo absoluto nuestro lúgubre informante. Salimos con la cabeza gacha, aunque no tanto como para dejar de ver algo que, en aquel camposanto tradicional, era sin duda el centro de gravedad y, al parecer, el único asidero para nuestra resignación en aquel paseo frustrado: una gigantesca caja de cemento blanqueado, ciega en sus cuatro paredes y presumiblemente abierta por arriba, y a la que iban a parar —según nos explicó un visitante— los despojos sin doliente. No pude evitar pensar en el título de la primera novela policiaca de Gonzalo: Mustios pelos de muerto.

Una vez en la calle, el escritor recobró sus bríos y se empeñó en que fuéramos hasta el viaducto para ver si era cierto que el Cementerio Universal había desaparecido de la faz de Bucaramanga sin dejar ningún rastro de su pasada existencia. “El Gran Arquitecto no deja cabos sueltos, pero los ingenieros de Bucaramanga sí”, puntualizó Gonzalo. En efecto, todavía había algo que ver en el antiguo emplazamiento del cementerio, al cual llegamos después de caminar cinco minutos bajo un sol infernal: desde la esquina que se arrima a la carrera novena vimos que, al otro lado, un obelisco coronaba un angosto terraplén; un terraplén que, en la rampa de subida, era jardín, y en el resto de su meseta era un campo desértico en el que apenas se sostenía en pie un árbol viejo, pues lo demás era barro y pedruscos. Bastaba tener dos dedos de frente para entender que la idiosincrasia masónica sobrevivía en aquel obelisco, pues de otro modo —en el caso improbable de que el cementerio barrido por los buldóceres hubiera sido uno católico— el lugar estaría marcado con una cruz o una imagen dolorida de la Virgen. Pasamos la calle, trepamos por la pequeña cuesta y fuimos rodeando el obelisco hasta leer las cuatro placas fijadas en sus caras, tres de ellas dedicadas a consagrar la pujanza santandereana, las armas municipales y el genio del alcalde de turno. Pero la inscripción del cuarto lado —justamente la última que leímos, por estar dirigida hacia el yerto escenario trasero— vino a corroborar la verdad de la leyenda que perseguíamos, tanto en el buen sentido de avalar la presencia histórica del cementerio como en el muy negativo de confirmar el estropicio urbanístico de los últimos días. Allí se leía: “A..L..G..D..G..A..D..U.. / A la memoria de los / hombres libres y de / buenas costumbres cuyos / restos mortales han / reposado en este lugar. / GRAN LOGIA DE LOS ANDES”. Era cierto, pues, que la tumba de los Garnica había estado por allí hasta hacía poco, aunque no había ninguna posibilidad de saber dónde: más allá del obelisco y el vergel que lo rodeaba, los únicos objetos distinguibles como para hacer las veces de indicio eran el árbol viejo, un brasier mugroso abandonado sobre sus raíces y un portalón de corral que se levantaba al fondo.

 Verónica Velásquez

 

 Verónica Velásquez

Más o menos al tiempo, por aquello de la sincronía con que hacíamos los últimos gestos de reconocimiento del sitio —esos gestos minuciosos y banales que uno hace para, enseguida, dar media vuelta y abandonar un lugar que acaso no volverá a pisar—, bajamos la cabeza para ver lo que había a nuestros pies, sobre la base misma del obelisco. Como si se tratara de la ejecución de una broma macabra, una carta de naipe yacía en el suelo, boca abajo. Poco después pudimos comprobar que también había por allí, dispersas, una ficha de casino, un cartón de lotería infantil con el número 13 y un condón usado, pero, como era apenas lógico, la maldita carta fue lo que captó nuestra atención y suscitó todo nuestro horror; por lo menos el de Gonzalo y yo, convencidos de que la doble cara y el emblema de la reina de corazones negros se agazapaban en el revés del cartón. El esforzado escritor apenas dijo, con un hilo de voz: “Yo no volteo esa vaina. Juan Carlos, hágale usted”. Nancy, mi esposa, perfecta conocedora de mi cobardía, no necesitó escuchar más y se agachó para dar vuelta a la carta. El par de segundos que mi esposa necesitó para ejecutar la operación se me hizo un siglo, durante el cual Bucaramanga entera se resumió en la imagen dolorosamente nítida del diseño azuloso de la carta y en un denso zumbido que me tapaba los oídos. Todo concluyó cuando, con alivio comprobamos que se trataba del rey de oros de la baraja española. Quedaba claro que ninguno de nosotros tendría que reunirse con los Garnica, cuya cálida tumba de tabaco había sido trocada por quién sabe qué bodega o agujero de inhóspito anonimato.

Solo cuando bajábamos del terraplén hacia la acera que bordea la calle 45 se me ocurrió pensar que, a ciencia cierta, no sabíamos cuál era la carta que señalaba al verdugo en el rito de los masones, de modo que no dejaba de ser posible que esa función se atribuyera por intermedio de una baraja española, y que fuera precisamente el rey de oros la figura fatídica (aunque se antojaba más verosímil que al ejecutor le correspondiera el rey de espadas o el de bastos). En resumen, era plausible que Nancy tuviera que ajusticiar a algún jugador desventurado, una tarea que resultaba tan angustiante como el mismo hecho de ignorar olímpicamente quién era el cordero del sacrificio. Lo olvidé todo cuando, nada más tocar la acera, hicimos un nuevo descubrimiento; uno tan contundente y terrible como el que acabábamos de efectuar en la base del obelisco: sobre los adoquines había un reguero alargado y espeso de sangre seca. El dibujo total se traducía en una especie de herradura estrecha y desigual cuyo más largo extremo se perdía en la mitad de la carrera novena, justo en la dirección en que, dos cuadras más arriba, se levanta la sede de la Cruz Roja. Gonzalo, visiblemente sobrecogido, llamó la atención sobre la forma de las salpicaduras y nos compartió una conclusión desoladora: “Esto es de una puñalada en el corazón. Este pisco se murió, ¡mierda!”. Era tan visible la consternación de nuestro amigo que Nancy y yo sacamos en claro —como lo hicimos esa noche sentados en el bar del hotel— que nada de lo acontecido ese día había sido preparado por él, quien perfectamente era capaz de urdir un plan semejante nada más que para garantizar nuestra diversión, pero era obvio que también el ingenioso escritor se sentía burlado por la caprichosa sucesión de hechos.

Bajo ese sol de mediodía, quién sabe si por la visión de la sangre o simplemente azuzados por el cansancio, decidimos abandonar el viaducto y buscar un buen almuerzo. Sin renunciar a la idea de mostrarnos las cosas típicas de Bucaramanga, Gonzalo nos llevó a un restaurante del barrio Álvarez famoso por sus platos de carne oreada y cabro asado con pepitoria. A pesar de su indiscutible magnificencia, la comida no pudo borrar de nuestras cabezas la conciencia de que habían quedado muchos cabos sueltos al término de la pintoresca aventura masónica. Sin embargo, Nancy y yo sabíamos que no era a nosotros a quienes correspondía atarlos; esa obligación le tocaba en turno a Gonzalo, quien ahora no solo podía si no que debía escribir la quinta novela de su saga. Ese libro futuro bien podría empezar con la pregunta que nuestro amigo lanzó a la mesa cuando apuró el último bocado de su cabro: “¿Quién jalaría la carta de la reina de corazones negros, allá en el obelisco?”. UC

 
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