En los fermentados bajos del metro, entre las estaciones Parque de Berrío y Prado, el costo de unos tenis podridos es de cinco mil pesos, y el de tres películas porno es de cinco mil pesitos. “Cogemos la basura de los demás y la convertimos en nuestro tesoro”, dice un comerciante. Es un caballero con estilo: gorra amarilla y un enorme reloj verde de quinceañera, bambas cariadas desde la nuca y anillos carcomidos en los dedos. Me contesta orgulloso de su oficio, lo descubro en su sonrisa y en la disposición ordenada de su plante de antigüedades y otros cachivaches en una sábana sobre la acera. Entonces me detengo en los condones de Profamilia: “Cada uno vale dos mil”, dice, y me mira pícaro porque sabe, como sé yo, que esos cauchos son gratis.
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La caída de la tarde del sábado es tremendamente calurosa y los bajos del metro están congestionados con buses, gente y roña. En UC cumplimos un antojo frívolo: salir de compras. Pero no lo hacemos en un centro comercial lustroso y perfumado, sino en un bulevar atiborrado de basura o, mejor dicho, repleto de “tesoros”. La condición de la reportería es gastar diez mil pesos.
Lo que quiero es comprarme un carro. Entre los trastos regados por el piso puedo ver uno verde, de plástico, aplastado y triste. Cuesta tres mil pesos, pero quiero uno más sólido.
Más adelante hay un ropavejero. Una señora mete la mano en un cerro de pantalones para comprarle uno a la niña, que espera ansiosa. Se huele la impaciencia de la pequeña por tener algo nuevo para ponerse. Ambas sonríen cuando la señora logra sacar entre el arrume un leggins rosado de su talla. Lo rico de estrenar, pero de segunda.
Alguna vez Laura, una atractiva princesa, me dijo: “¿Por qué vas por allá, a ese lugar tan feo?”. Porque es gente interesante, cargada de historias, con una inteligencia adquirida en la salvaje calle. Y un litro de cerveza fría vale tres mil pesos. Pero además, me recuerdan a Jack London y ese gran libro Gente del abismo, un reportaje sobre los barrios más pobres de Londres donde se hacinaban millares de personas en condiciones terribles mientras otros disfrutaban del bienestar.
Cuando veo la cara de felicidad de la niña con sus leggins nuevos, entiendo una obviedad: hay gente que está obligada a venir a este bulevar. La inmersión de UC es solo trabajo y juego, un poco de reportería mugrosa. Para otros bajar a los bajos es un asunto de supervivencia.
Donde el mismo ropavejero hay una pareja de muchachos que no sobrepasa los dieciocho años, ambos tienen la cara cuarteada por el sol, van de la mano, ella está en embarazo. Se ven ilusionados preguntando por ropa de bebé.
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Al comienzo de la caminata, cuando íbamos en patota, ojeando y preguntando, uno de nosotros vio entre los chécheres, una mugrienta gorra bordada con Obama. “Es original —dijo el señor—, tiene ocho costuras en la teja, y véale las marquillas”. Por turnos, la cogimos con las puntas de los dedos. “Me la trajeron de Europa”, dijo el vendedor y pidió diez mil.
La cadena del negocio va más o menos así: hay personas que madrugan a las dos de la mañana y caminan los barrios en busca del reflujo citadino. Personajes que se ven con la carreta hasta el tope con cartón, varillas, muñecos y cachivaches. Al amanecer se encuentran el reciclador y el comerciante callejero, el primero le vende al segundo su atao, como quien vende una casa a puerta cerrada, una lotería en caja o costal.
Los comerciantes callejeros se especializan. Hay quienes venden ropa y zapatos; otros, herramientas; otros, únicamente ollas; incluso apareció un proveedor de vibradores con historia. Todos lavaditos y a la venta.
Este sábado, por el negocio de la gorra de Obama traída de Europa, el señor sumó diez mil pesos a su día.
Y yo sigo agachando la cabeza, buscando mi carrito.
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Más adelante del pasaje, grisáceo por el polvo y picante por el sol, un señor se mide unas gafas para ver si mejora su visión con fórmula ajena. Otro pregunta por una trampa para ratas y un trío de metaleros esculca una pila de casetes viejos. Una señora se compra una pailita, como para freírse un huevo, y una señora de jeans y tacones, elegante y estirada, discute por una chompa de adolescente con bordado en el pecho: Nike. Cuando consigue el precio, le dice al vendedor: “¡Yo no voy a dar papaya!”.
Entonces veo tirado un carro antiguo, de los que necesitaban manivela. Cuesta ocho mil, pero no me convence. Está tan limpio y completo que no parece de segunda.
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Entre los comerciantes con estilo, me encuentro con otro ejemplar: un caballero negro, alto y delgado, con sombrero vaquero, tuerto, y ese ojo suelto me da terror, tiene una docena de cadenas oxidadas en el cuello y otra docena de manillas carcomidas en las muñecas. Luce una camisa de los sesenta. Es un camaján salsero enrazado en vaquero de los Llanos. Tiene un sólido estilo para vender. Me dice que la consola de videojuegos cuesta quince mil y asegura que está en “perfectas condiciones”, condición que, desde luego, no tenemos cómo comprobar.
También hay dos preciosas chicas en shorts mirando coquetas a todos los obreros. Una de ellas tiene un tatuaje en el muslo que dice Belive. Tienen los pantalones tragados en la raíz de los muslos. Entonces un man pasa y dice: “Tengo que sacar un aviso que diga: Por eso las violan”. Hay desequilibrados que son un peligro de pensamiento, palabra, obra y omisión.
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Entonces veo mi carro. Está destartalado, sin las dos llantas delanteras, con rasguños oxidados, pero es descapotable. Lo alzo y me pesa en las manos. Los abuelos dicen que la calidad está en el peso. Cuesta siete mil. En las placas reza: Chevrolet, 1957, fuel injection, escala 1/18.
Finalmente lo compró en cinco mil y como los viáticos eran diez mil, me quedan cinco para cerveza helada. Entonces despacho un litro de cerveza fría en los escabrosos bajos del metro.
En la casa busqué las señas particulares de mi carrito destartalado, un Chevrolet Corvette Roadster, automóvil deportivo de dos plazas. En las fotos es una sólida lancha del 57. Si pudiera, me compraría una así, modeluda, e invitaría a Laura a despelucarnos dando la vuelta a Oriente.