El Titanic
María Isabel Naranjo. Fotografía: Juan Fernando Ospina
Desde la parroquia de Nuestra Señora de los Dolores, sobre la carretera que de Caicedo conduce a La Sierra, se llega a la casa preguntando por El Titanic. En la calle los vecinos responden apuntando con sus dedos hacia la izquierda, en dirección a un camino angosto, y de paso precisan: “Cuando suba y llegue a la esquina, es la que vea más rara”. Desde el parquecito que linda con el Cerro de los Valores, un terreno empinado con huertas comunitarias, se ve la figura de un barco de ladrillo: cuatro pisos de altura, doce metros de lado, ocho metros de fondo y en la esquina más pequeña, su proa, de solo un metro de ancho. Ahí, como varada en el mar de concreto, sujetada por un ancla en forma de escalera de caracol, la casa lleva 32 años en el barrio.
A Israel lo reconocí por el sombrero mientras estaba sentado en el corredor del frente, mirando hacia el granero Karo que se encuentra en el primer piso de la casa. Lo hacía como si estar sentado fuera su trabajo. Lo conocí hace algunos meses en busca de las historias fundadoras de su barrio. Su figura terminó en un libro que ahora ojea con una sonrisa de oreja a oreja, concentrado en la página donde está su foto. Absorto en el libro, le pregunté por la dueña del Titanic.
—¿Doña Luisa?... Ella no vive acá. Vaya pregunte por la Mona —y señaló el granero.
Lo dejé con la sonrisa, pero sin el libro. Me despedí dándole la mano y me fui a preguntar al granero. Detrás de la estantería de leche, jugos, quesos y arepas, una jovencita de pelo negro vendía una gaseosa. Empinada para que me viera, le mencioné lo del libro y lo del Titanic, pero no quiso entrar en detalles. Me dijo que la que buscaba se estaba arreglando y se demoraba, y que mejor hablara con la que recogía la plata, Paola, que vivía en la segunda casa, bajando la esquina, a mano derecha.
Salí de allí y caminé hasta la esquina. Al frente, en un altar a la Virgen, recostados contra las rejas, tres pelados fumaban yerba. Al grupito le dicen los Feos, pero en ese momento ni yo sabía que les decían así, ni ellos sabían que El Titanic era el nombre de la casa que durante años se han tomado poco a poco: la han raspado para sacar el polvo de sus ladrillos, han vendido por partes las varillas de las escalas de caracol, han rayado las paredes con sus símbolos, se han acostado en colchonetas ocupando los balcones y hasta le han colgado en varias ocasiones, desde la punta del barco hasta el piso, la bandera del Atlético Nacional.
Así que ellos repararon mi libro debajo del brazo y se quedaron parados, susurrando. Fumando. Mientras, yo gritaba desde afuera de la casa que me habían indicado:
—¡Paooola!... ¡Paooola!... ¡Paooola!
Pero nadie se asomó.
La vecina de Paola, María, me miró desde la puerta, inquieta, y me hizo señas para que me acercara. Entramos a su casa y el techo descascarado por la humedad quedó sobre nuestras cabezas. Me hizo sentar en uno de los tres sofás azules de su sala amplia, se acomodó al frente, al lado de Manuel, su esposo, y en el marco de la puerta se paró Sandra, su hija. Les conté por qué estaba buscando a Luisa mientras abría el libro en la página donde aparece El Titanic, su cuadra, la historia del barrio.
María tomó el libro y comenzó a hojearlo.
—¡Luisa se va a enloquecer cuando le digamos que su casa va a salir en el periódico porque es la más rara de la cuadra!
—dijo Manuel al escucharme—.
En ese momento llegó Paola.
Reunidos en la sala con los vecinos de toda la vida, incluida Luisa, al otro lado del teléfono, esa tarde me contaron la historia que recuerdan de una casa en la Comuna 8 a la que le dicen El Titanic.
***
En la casa del Titanic vivió la familia Arango Monsalve hasta el año 2004. La familia estaba conformada por Rubén Darío Arango, el esposo, quien murió de cáncer en 1991. Juan Camilo Arango Monsalve, el hijo, 31 años, ahora licenciado en Lengua Castellana. Y María Luisa Monsalve, una mujer activa en el barrio que hacía pesebres, daba regalos de Navidad, invitaba a los niños y niñas a ver películas en el televisor de la sala de su casa y les trataba de hablar de otras cosas, sobre todo de Dios, en una época en la que tenían que meterse debajo de la cama por las balas que se disparaban de morro a morro, o protegerse del asedio de los Bananos, una banda familiar de un padre y ocho hijos que bajaban desde lo alto de La Sierra para atracar a todo el mundo y violar a las mujeres en presencia de los hermanos.
La casa está construida en el terreno de Miguel Ángel Aguirre, el tío político de Luisa que la cuidó como si fuera una hija, luego de que su madre, por el hambre y la pobreza del campo, dejara que se la llevaran muy pequeña de Liborina. Fue él quien puso el terreno y ayudó a construir la casa de la mano de sus amigos Julio Grisales y José Rico. Los tres, junto con vecinos y amigos, construyeron esa rareza y las casas de todas sus familias. Por eso Luisa nunca llevó cuentas de los costos, solo sabe que lo poco que le sobraba de los 120 mil pesos que ganaba por su trabajo en el Banco de Colombia, le alcanzaba para ir comprando los materiales que necesitaba la casa.