3. No futuro
No sabía cómo decirle a mi mamá que, después de no haber ejercido mi primera carrera, la Economía, ahora iba a desertar de la segunda, con la tesis lista y faltándome apenas un seminario por aprobar. Era un seminario de literatura colombiana, pero, según el programa, tres unidades, un 75 por ciento del curso, estaría dedicado a la vida y obra de GGM. Era como revivir mis peores pesadillas de bachillerato, cuando, año tras año, me obligaban a leer a ese autor, mi mayor bully del colegio. Mi tesis inédita es acerca de Rodrigo D., el leitmotiv: por qué es una película de culto. Víctor Gaviria la leyó y tuvo la enorme generosidad de escribirme un prólogo, en donde, entre otras cosas, me nombra el mayor experto en su ópera prima cinematográfica. Ni siquiera ese guiño de uno de mis ídolos, me animó a enfrentar al bully, esa vez en cuerpo de tres cuartos de seminario. Entonces deserté, como en un coitus interruptus, abandoné la filología en el último instante. La reacción de mi mamá no fue la que yo esperaba. Me llamó wanna be, y, desde ese día, solo me habla en inglés. Con lo que quedamos incomunicados, porque, si bien mi oído es poliglota, mi lengua sufre de mamitis, no se despega de su lengua materna, y ya no soy capaz de contestarle en español. Me llamó wanna be para señalar que, siguiendo los pasos del tío Beto, lo más probable es que yo vaya en camino a desperdiciar mi vida. Ese paralelismo lo proyectó en su mente cuando se reencontró con el único amor que tuvo el tío Beto. Margarita fue lo más imprevisto de las exequias de su primer novio. Antes de que alguien la reconociera, ella me abordó a la entrada del cementerio de San Pedro. Margarita dijo que yo era la fiel estampa del tío Beto en sus veintes, de su etapa anterior a la barba. E incluso creyó que no era el sobrino, sino el hijo. Yo le dije que no, que yo era el hijo de Luz Helena. “¿Dónde está?”. Le expliqué por qué mi mamá no había ido. Y, para evitar que mi explicación desembocara en algún silencio incómodo, le presenté a mi novia. Los tres caminamos hacia la capilla del cementerio, nos distanciaba una alameda. Ante la ausencia de mi mamá y de mi tía Ana, esa tarde mi novia representó el papel de la doliente, y a todos los desconocidos que se acercaron a darnos las condolencias, les hizo, más o menos, el mismo cuestionario. Una de las preguntas era cómo supieron o quién les avisó. Margarita dijo que se enteró por un grupo de Facebook que reúne a antiguos miembros de la Ojun, Organización de Juventudes Unidas, donde conoció al tío Beto. El tío Beto recaló en ese grupo juvenil por culpa de su síndrome de abstinencia, cuando supo que uno de sus integrantes, un tal Ramiro, tenía una buena provisión de Pielroja. Corría 1967 y una larga huelga en Coltabaco había provocado la escasez de esa marca. Ramiro era hijo de uno de los huelguistas, un huelguista previsor. En la Ojun, el tío Beto se obsesionó con una tal Carmenza, pero se quedó con Margarita porque sus pies eran más bonitos que los de Carmenza. El tío Beto era un fetichista de pies, lo era para contrarrestar la fealdad de los suyos, deformes a causa de la gota. Mi novia, Margarita y los demás entraron a la capilla. Yo me quedé afuera, meditando, pensando por qué he definido a muchos de mis personajes a través de un fetiche y de una contradicción mayor. Concluí que, partiendo de esa combinación de factores, el tío Beto y yo seríamos como círculos concéntricos. Ambos fetichistas de pies y ambos pertenecientes a la especie más rara de lector voraz, aquella que no es bibliófila ni bibliómana, que no acumula ni colecciona libros, solo los engulle. A la salida, antes de que ingresaran al tío Beto al horno crematorio, le dimos un último vistazo. Margarita no pudo contener las lágrimas al ver lo mal que había envejecido, ella aún tenía curvas de MILF, en tanto que su primer novio parecía más un habitante de la calle, sobre todo porque los de la funeraria de turno decidieron cortarle la barba, con la que ocultaba su rostro desdentado. Yo lloré de la única manera en que puedo hacerlo desde entonces, intentando dibujar una sonrisa. Aquella sonrisa la jalonó una gran verdad: nadie conoció la esencia del tío Beto tanto como yo. Su esencia aludía al sentido más oculto de la frase más citada de Yourcenar, tan oculto que por poco la convierte en paradoja: “Una de las mejores formas de conocer a alguien es ver su biblioteca”. De ahí que el tío Beto hiciera lo que nunca le perdonaron sus hermanas, mi tía Ana y mi mamá, vender la legendaria biblioteca que le heredó Juan Arango, mi abuelo materno, y apostarle todo a su ludopatía, la enfermedad del azar.
4. Posdata y post mortem
Margarita visitó a mi mamá. Y creo que se llevó una justa versión de los últimos años del tío Beto. Yo la acompañé hasta la portería del edificio. Antes de despedirse, me entregó un sobre de manila. Eran las cartas que le escribió el tío Beto, remitidas durante el noviazgo y en un período posterior a la ruptura. Estas últimas son las más interesantes, pues son como la road movie de un despechado, escritas mientras el tío Beto se desempeñaba en el primer y único trabajo formal de su hoja de vida: impulsor de ventas de textiles Caribú para la Amazonía colombiana. Esa aventura salvaje, inverosímil para un cultor del Centro de Medellín, no superó los cinco años, y el tío Beto la describe magistralmente en una de sus peores cartas: “Preferiría vender biblias en el salvaje oeste. Debí haber renunciado el primer día de inducción, cuando nos informaron la fecha de nacimiento de Caribú, el 9 de abril de 1948, horas antes de que estallara El Bogotazo”. Yo no sé si el tío Beto era muy afín al Gaitanismo, pero sí era liberal disidente, alérgico a las urnas, y esa era su forma de decirle a Margarita que había aceptado ese trabajo para olvidarla, o, en el mejor de los casos, para que su ausencia la hiciera recapacitar. El noviazgo entre el tío Beto y Margarita fue como un eco de La Violencia, una relación politizada desde afuera, siempre amenazada por el papá de la novia. El papá de Margarita era laureanista, y no veía más allá de su caudillo, a tal punto que consideraba voluntad divina una simple coincidencia burocrática, transatlántica, que el número de cédula de Laureano Gómez y de Francisco Franco fueran el mismo, el privilegiado número 1. El papá de Margarita le dio el aval al noviazgo de su primogénita, el visto bueno acompañado por un gran asterisco rojo, simplemente porque el tío Beto era hijo de un conservador más encumbrado, de mayor alcurnia. Todo iba bien hasta que el tío Beto y su familia viajaron a Bogotá para hacer realidad el último deseo de un pariente moribundo: tener una fotografía panorámica de todos los Arango, reducir las ramas vivas de su árbol genealógico a las dos dimensiones de un organigrama. Después de la foto el tío Beto se fue de juerga con los Arango de Pereira, los Arango masones. Yo no sé si lo afiliaron a su logia, pero lo que ocurrió en la madrugada, como colofón del último trago de aguardiente, tiene todos los visos de un ritual de iniciación. Se colaron al Cementerio Central y el tío Beto orinó la tumba de Laureano Gómez. ¿Cómo llegó esa micción a oídos del papá de Margarita? No se sabe, pero ahí terminó el noviazgo, y Margarita no quiso escaparse con mi tío a la Amazonía colombiana. Sea lo que fuere, detrás de tres momentos decisivos de la vida del tío Beto estuvo su ácido úrico: 1) Causando la gota que provocó su fetichismo de pies, parafilia que lo llevó a elegir a Margarita por encima de una tal Carmenza. 2) En la micción que profanó la tumba de Laureano Gómez, y que supuso el final de su relación con Margarita. 3) En el mal de orina que obligó a que lo sondaran, y en la infección intestinal por el mal manejo de la sonda que lo llevó a la muerte. Al contrastar 2) y 3), ¿sacan ustedes la misma
conclusión que yo?