Un amigo, que creció en apartamentos, comentaba fascinado la experiencia novedosa que para él representó irse a vivir a una casa de barrio. El timbre se convirtió en una antesala de sorpresas entreveradas en la rutina. Se vio acudiendo a abrir la lámina de metal que lo separaba de la calle con un entusiasmo que generalmente solo demuestran los niños y los perros. Más de un vendedor de aguacates, testigo de Jehová y pordiosero se alcanzó a asustar con su entusiasmo acucioso de puertas abiertas.
Yo, que fui criado en una casa y terminé viviendo en un apartamento, recorrí un camino que, aunque no se puede calificar exactamente de inverso, me deparó una novedad equivalente: la relación sui generis que implica convivir con los porteros. Este trato, que combina la división social del trabajo, la familiaridad y la servidumbre, me llegó siendo ya un adulto. Quizá por eso nunca he podido asumir con total naturalidad un proceso tan simple y tan extendido como que un empleado se encargue de franquearte la entrada a tu propia vivienda.
Me demoro en aprenderme sus nombres y rara vez entablo una conversación que trascienda los temas prácticos. También influye una buena cuota de aprensión frente a un extraño que puede llegar a dibujar un retrato poderoso de mi intimidad a partir de datos mínimos. No importa que los cruces de destinos se limiten a un saludo de entrada por salida y a uno que otro anuncio ocasional por el citófono. A un portero le bastaría con analizar mis horas de llegar y salir, la gente que me visita y el tenor de los servicios a domicilio que pido a los restaurantes, a la farmacia o a cualquier otro proveedor. Me incomoda que ese desconocido llegue a descifrar lo que hay detrás de los días en los que entro con pasos tambaleantes o las mañanas en que no salgo a la calle.
Mi prevención aumenta si agregamos el potencial de distorsión que conllevan datos fragmentarios y ambiguos, como cuando grito “¡perra hijueputa!” para regañar a mi perra, pero que alguien podría tomar como un epíteto dirigido a mi esposa. El ladrón juzga por su condición y yo he construido la imagen que tengo de mis vecinos con prejuicios, chismes y verdades a medias. Así que bien podría suceder conmigo. A lo que voy es que esas vulnerabilidades, sumadas a que su paso por nuestras vidas a menudo es efímero, se me antojan argumentos suficientes para mantener una distancia prudencial con los porteros.
Con Óscar, sin embargo, desplegué un poco más de confianza. Tuvo a su favor el paso de los años, la calidez de su trato, el hecho de que se refiriera a mis perros como “los bebeces”, con su acento del Valle del Cauca y la actitud servicial pero no servil con la que aceleraba el paso de sus piernas cortas y regordetas cuando alguien le solicitaba ayuda. También estaba la frase con que acompañaba mi salida en las mañanas: “Que Dios lo acompañe y lo proteja”. Desde mi ateísmo agradecía que alguien me deseara el bienestar a su modo.
Establecí con él una cercanía escueta pero suficiente. Jamás sostuvimos una conversación extensa pero casi por casualidad, en capítulos cortos repartidos durante el calendario, fui sabiendo de su vida. Me enteré de que él y su esposa tenían un único hijo. “Especial”, lo llamaba incluso antes de mencionar su nombre, que solo vine a saber cuando me lo presentó un día. Supe de la hora y quince minutos de pedaleo que le tomaba venir al trabajo. Me llegó la noticia del incendio en su casa, que por fortuna no había sido grave, y de la posterior recuperación de la normalidad. Y no mucho más.
Mi lazo con él, del que no estoy muy seguro si se enteró, se fortaleció una jornada de eliminatorias al mundial de Rusia, donde la selección perdió su partido.
De repente la tarde pareció un domingo de comienzos de enero. En el edificio apenas circulaba el eco silencioso de los corredores vacíos y yo, que había visto el partido solo, estaba hundido en una tristeza inusitada. Tan apaleado me vi que empecé a sentirme culpable. Se me estaba yendo la mano con el drama. En la vida había cosas realmente importantes y gente con problemas reales como para que yo me pusiera así con una banalidad. Entonces decidí pasar la página y pedir una pizza.
Media hora después sonó el citófono. Óscar me anunció que había llegado el repartidor. Pero no se limitó a hacer el anuncio. Después de que autoricé la entrada, él siguió hablando. Me dijo que estaba muy triste por el resultado del partido. No lo oía tan decaído desde lo del incendio de su casa. Fue nuestro diálogo más largo. Lo escuché un rato desahogarse de lo mal que habían jugado los muchachos y lo consolé como pude mientras recibía el pedido con una sola mano, sin soltar el citófono.
Cerré la puerta y colgué, pero me quedé con la caja de la pizza en las manos sin saber cómo proceder. El aturdimiento duró hasta que estuve en el ascensor para bajar los ocho pisos que me separaban del lobby frío donde Óscar era el único habitante. Le dejé varias porciones y volví de inmediato a mi apartamento para que no se me enfriara la comida. De algún modo, la pizza hawaiana con coca-cola fue el remedio que necesitaba. Que tal vez todos necesitábamos.
Hace poco, el portero del otro turno me tomó por sorpresa anunciando que Óscar había renunciado y no volvería. No se me ocurrió nada para decir. Ahora, cuando salgo en la mañana, su reemplazo se limita a desearme un buen día. Todavía, mientras me alejo con la sensación de haber dejado algo olvidado en casa, pienso en Óscar y en que nunca supe su apellido. Le deseo toda la suerte del mundo en su destino actual, que no conozco y por el que no voy a preguntar. Solo espero que Dios lo acompañe y lo proteja.