En Salzburgo hay quienes murmullan una historia atroz. Sucedió en marzo de 1975. Todos en el bar estaban en lo suyo y nadie vio ni escuchó entrar a Ofner. Aunque dicen que si la gente no hubiera estado en lo suyo, seguramente tampoco hubiera visto ni oído entrar a Ofner. Quizá fue eso lo que enamoró a la camarera, aunque dicen también, y ella lo confirmó como pudo, años después, que fueron sus manos de porcelana lo que la dejó sin aliento. El padre de Ofner las pulió con férrea disciplina: “Serás como Mozart, o no serás”. Y es por eso que veinte años después de un odio alimentado día a día, Ofner, profesor de piano en la Escuela de artes para infantes de Salzburgo, vagaba siendo nadie.
“No quiero una mujer común”, dicen que decía Ofner a la camarera desnuda y enamorada. Confundida y desesperada por temor a perder el tacto de las manos de Ofner, se plantó frente al pianista para infantes y le dijo:
—¿Qué quieres que haga entonces?
—Córtate una oreja, si se te antoja —respondió Ofner, y salió del sucio piso, lamentando que ni siquiera eso la haría diferente.
A la mañana siguiente el pianista recibió un pequeño paquete delicadamente envuelto, al interior, la oreja pálida y fría y una nota: “Ven cada noche”.
Apareció a la tercera noche, movido más por la curiosidad que por el amor. El corte estaba mal, la cicatrización tomaría tiempo.
—No fue nada del otro mundo —le dijo—, la historia ya registra tontos que han hecho cosas similares por causas similares. Las palabras de Ofner calaron hondo. La camarera tomó las cosas por lo fácil: primero una falange, luego las otras dos. Después, probando, un poco de piel. En las mañanas en que se sentía más enamorada, pensaba en sorprenderlo con un trocito de carne de esas piernas comunes que tanto le molestaban. Fue el inicio del amor.
Se ocultaron por buen tiempo. Dicen que de vez en vez se ve al pianista paseando lo que queda de su creación inigualable. Aunque difícilmente los lugareños entienden lo que muge desde su boca sin dientes y con media lengua, dicen que en su único ojo se le notan los destellos de un amor plácido y satisfecho. Al pianista, en cambio, en sus dos ojos se le nota la nostalgia con que ve a las hermosas, clásicas y completas mujeres que lo miran con desprecio.