Un fierro plateado junto al signo pesos adorna la chapa de su correa. En su hombro lo acompaña siempre un poncho sedoso de arabescos, blando, distinto de esos ponchos bien doblados y gruesos de los arrieros paisas. Es la estética que le ha dejado el sur, la herencia de los mercados ecuatorianos, el alarde pasajero de los cocaleros. El sombrero es una ausencia que lo atormenta, una pieza que le recomendaron dejar colgada en la cabecera de la cama para no desentonar en su visita a la ciudad. Se trata de una vuelta de fin de semana en Medellín para sacudirse un poco el monte y tirar los dados en la Mayorista con un viaje de banano traído desde Riosucio, Caldas, uno de los pueblos cercanos a su capote natal. Dayron acaba de pasar una temporada de siete meses en las fincas cocaleras cercanas a Llorente, un corregimiento de Tumaco, el municipio colombiano donde se cultivan diez mil hectáreas de coca, cerca del quince por ciento del total nacional.
En Tumaco desembarcó como el Paisa, un apodo que se ha convertido en una genérica denominación de origen. Traía como carta de recomendación la firma del jefe del resguardo indígena donde vive, cerca al corregimiento de Bonafont en Riosucio. Dayron conoce el arbusto, el peso exacto de las pimpinas de gasolina, el ambiente de selva y enlatados, las vigilias y los desfogues sucesivos que acompañan a los mayordomos de la coca. Ya se había aventurado dos veces, en Putumayo y Caquetá, a velar los ranchos que desde el aire parecen simples abrevaderos en medio de los potreros y los cultivos recientes. La selva respira a unos pocos metros. Dayron es un colono por naturaleza, un andariego, un montaraz que recuerda a los hombres de esos cuadros de fonda que disparan a un tigrillo, torean un avispero y ahorcan una serpiente mientras prenden su Pielroja, todo en una misma escena que transcurre en la rama de un árbol. Un hombre no apto para las quietudes cafeteras.
No todo es ambición en los viajes de quienes se enmontan en zonas cocaleras, también está el encanto de las fronteras, el dulce anonimato de las fiestas al borde del río, el silencio de las cacerías nocturnas. Dayron llegó a la finca con una pareja, un amigo y su esposa, pero luego de dos semanas la coca enfermó a sus compañeros, “les cayó la alergia, se hincharon todos y les tocó echar pa atrás. El que es dulce pa eso no más con mirarla”. Una enfermedad es la única manera de irse sin cumplir el contrato pactado o los tres meses que son la mínima estadía en la zona. Para salir antes de los siete meses convenidos la pareja debió tramitar la autorización del jefe. Los hombres de las Farc que circulan en la zona hacen de “inspectores de trabajo”, nadie sale sin que los capataces de las fincas entreguen una razón para girar el torniquete que maneja la guerrilla. Ahora estaba solo para manejar la finca y los cinco trabajadores permanentes, y no había “guisa”, de modo que el dueño de las fincas llegó con una inquietud: “¿Paisa usté tiene mujer?”. Dayron dudó la respuesta, tiene un hijo de tres años y sabía que su esposa no comparte su gusto selvático, pero ese tartamudeo se convirtió en un sí y tres semanas más tarde su esposa y su hijo estaban viviendo bajo el mismo toldillo cerca del río Mira.
Desde el comienzo estaba claro que él no iba a raspar, que iba por contrato, a cobrar sus treinta mil pesos diarios por manejar el machete, fumigar cuando tocara y hacer su trabajo preferido, arriar las mulas con la remesa, la gasolina y demás ingredientes para los “químicos”: “A mí no me gusta raspar, yo veo la coca y me da escalofrío, eso se le mete a uno entre las uñas, raya los dedos, no no no”. La economía familiar sumaba entonces los cuatrocientos mil pesos mensuales de la mujer de Dayron por cocinar para los cinco trabajadores de diario y para los treinta raspachines que llegaban cada dos meses para la cosecha, y se quedaban cerca de dos semanas trabajando en los cultivos; más los cerca de novecientos mil mensuales que recogía Dayron con su trajín de arriero con cuatro mulas entre la finca y la orilla del río Mira. El hijo no recibió un peso por las ráfagas que, con una escoba, soltaba cada tanto sobre las avionetas que hacen la cartografía anual de la ONU de los cultivos ilícitos en Colombia. Y tal vez no olvidará el sabor de la sangre de gurre que sirvió de remedio para sus gripas.
El testamento del Paisa hizo que dos de sus mulas respondieran a los nombres Canela y La Negra. En las primeras dos semanas Dayron alimentó a su flota con miel de purga, mogolla y pasto corrido. Sus “niñas” comenzaron a obedecer a sus gritos y a mirarlo con ternura: “Ave María si les va dar duro a esas mulas apenas se vaya”, era la frase de su patrón cada vez que lo encontraba contemplando a su recua.
La vida campesina en una casa de tabla sin luz, con la débil señal de una “flechita” que solo sirve de alarma para el patrón (los celulares están prohibidos), un revólver viejo debajo del colchón, cuatro mulas flacas, una linterna y una rula, es tranquila y rutinaria. A las 5:00 a.m. Dayron estaba en pie, enjalmaba, les daba un poco de aguamiel a sus mulas y salía por el camino elegido hasta la orilla del río Mira. Tres o cuatro horas de viaje, según la carga y la lluvia sobre el camino. Recogía la remesa —arroz, papa, verduras, pasta, atún y sardinas en lata, salchichón— y volvía a tomar el hilo del camino hasta la finca. Los caminos han mejorado en los últimos años y ahora hay letreros de las Farc en los que se avisa que todas las mulas deben ir herradas y se advierten los castigos para el “que le dé mala vida a una mula”: tres meses de trabajo comunitario y multa de cincuenta mil. La protección animal ha llegado hasta el nuevo oeste de la coca. Dayron conoce el límite de sus animales, las mulas llevan máximo 72 kilos a cada lado y no necesita zurriago para hacerlas andar a su paso.