Había visto carteras de piel de culebra, cinturones con escamas de cocodrilo, bufandas con cola y cara de visón, pero jamás un bolso-caparazón de gurre. Y ahí estaba, en el piso, en medio de una estrambótica variedad de objetos y cacharros mugrientos exhibidos sobre un pedazo de lona. El sol mañanero se filtraba por las columnas del viaducto del metro y alcanzaba a acariciar la coraza del bolso, endurecido por el embalsamamiento y curtido como un hueso rancio. Tomé en mis manos el armadillo acurrucado y contemplé sus placas óseas claramente definidas y la simetría de sus púas. Una cabuyita desflecada hacía las veces de correa, con un nudo a cada lado del caparazón. Realmente feo y desagradable al tacto como para valer diez mil pesos; quizás el dueño me vio tan embelesado que se animó a tirar el lance, una suma elevada en un sitio donde casi todos los negocios se hacen con cascajo y billetes viejos; cables pelados, celulares usados, aparatos inservibles, antigüedades obsoletas, juguetes rotos, ropa de segunda, accesorios absurdos e inimaginables no superan, en su gran mayoría, los cinco mil pesos. Lo normal en este caso hubiera sido pedir una rebaja, pero preferí fingir desinterés para regresar más tarde. Dejé el fósil sobre el tendido, protegiéndolo ahora de los rayos del sol, y me fui a buscar otras sorpresas entre el calor, el bullicio de motores, transeúntes y recicladores y el ajetreo de este centro comercial al aire libre.
A los pocos pasos, unos sesenta frascos de diferentes especies de mostaza gourmet arrumados junto a películas de VHS, libros empolvados y minucias electrónicas captaron mi atención. Un pequeño muestreo a mano alzada me dictaminó que los aderezos, todos de la famosa marca francesa Maison Maille, tenían fecha de vencimiento entre junio y septiembre de 2015. Le eché una mirada al encargado y lo encontré organizando aparatejos al otro lado del tendido. Lucía sombrero vaquero y una camisilla surcada por dos cadenas gruesas de plata; un dije en forma de Cristo crucificado caía y parecía enredarse en el vello de su pecho. Me contó que su nombre es Juan Manuel Villa y que suele conseguir los stock de mostaza en un mismo restaurante. Fiel a la dinámica del sitio, Villa es uno de los recicladores que recorre la ciudad con su carreta y se acerca a este punto, entre la avenida De Greiff y la estación Prado del metro, para vender o sortear el material que recoge. Según dice, así estén vencidas, sus mostazas ni matan ni intoxican, por el contrario, se mejoran con el tiempo, como el vino; para él las fechas de vencimiento tienen un período de gracia y existen para que el producto pueda seguir saliendo. De vender todas las unidades a mil el frasco, la ganancia será de al menos cincuenta mil pesos. Un empleado de un restaurante de la zona vino a preguntar si le quedaba mostaza con eneldo y el hombre buscó sin suerte en su stock. Mientras hablaba pude ver que era tuerto; su ojo derecho, que se veía como una pequeña canica blanca incrustada en una cavidad lechosa, tenía la huella de un tiro que le pegaron en Mutatá, su pueblo natal, de donde tuvo que huir desplazado a mediados de los ochenta. Desde esa época guerrea en las calles de Medellín, pero hace doce años se ancló definitivamente en la compraventa de objetos reciclados. Ya le tiene calibrada la ganancia al asunto y no solo reúne los dieciocho mil diarios que debe pagar a quienes le sacan, le exhiben y le guardan la mercancía, sino que le alcanza para ligar a los muchachos que “cuidan” y aruñar un mercadito para la casa. Me despedí de Villa, quien hace poco estuvo hospitalizado diecinueve días en la León XIII por problemas pulmonares. Tuvo que dejar de fumar, ahora solo aspira humos variados y buen hollín.
A las doce del día, los carritos de almuerzo hicieron su aparición en los bajos. Arepa con chicharrón a dos mil pesos o almuerzo completo con sopa, seco y jugo a tres mil quinientos. Al pie de su tendido, Alberto Gallego desempacaba un costal que recién le había comprado a un reciclador con todo su contenido, a ojo cerrado, como se acostumbra en este negocio. Cada vez que Alberto metía la mano al costal extraía aparatos que ni siquiera sabía qué eran y para qué servían. Objetos no identificados, artefactos, los llama él. A simple vista, parecían partes estropeadas de algún engranaje, piezas inútiles o incompletas. A dos mil el artefacto. “Algo es algo pior es nada”, es el nombre de su puesto, me lo dijo Alberto como una especie de secreto, no hay letrero a la vista. Incluía toda clase de dispositivos y trastos y venta de DVD porno a mil pesos con posibilidad de intercambio de películas a quinientos. De repente se acercó un señor y empezó a pedir rebaja por un bolso secreto tipo canguro; no hablaba sino que usaba los dedos para pedir que se lo dejaran en dos mil pesos; Gallego, también con los dedos, como si el cliente fuera sordo, le decía que en tres mil se lo dejaba. Finalmente lo compró, el señor se llama Nelson (pronunciaba Nalsan) y es gringo, profesor en Armenia y ahora en Medellín. Enamorado de Colombia, Nalsan se ponía la mano en el corazón y con su acento inconfundible decía, “everybody me pregunta, ¿quieres a Colombia? Amo este país”. Gallego lo despachó y luego me dijo que si hubiera sabido que era gringo le pedía diez mil, pero que no se dio cuenta con esa cara de santuariano que tenía.
Regresé por el accesorio de piel de armadillo y otro tipo estaba a cargo del tendido, me dijo que él mismo lo había encontrado al lado de un poste en Laureles. Como quien no quiere la cosa pregunté el precio y con la autoridad de un arqueólogo me pidió veinte mil pesos. Con semejante valorizada, no me quedó otra opción que salir a buscar un artículo para reemplazar el bolso-caparazón. Deambulé un rato y nada me convencía, se me había metido en la cabeza que lo elegido debía tener características similares y despertarme las mismas sensaciones que el bolso. Vi juguetes de mi infancia, teléfonos de rosca, un cuadro en tercera dimensión con Frankie the fish, el pez azul que canta y chapalea clavado en una tajada de madera, a veinticinco mil, un lujo a toda costa; peluches ancestrales, úteros didácticos, libros inesperados como El secreto de la dicha conyugal, ollas y herramienta oxidada... de todo... hasta que la vi, ahí, en el piso, entre ceniceros de aluminio y copas de aguardiente rayadas: una botella de vidrio incrustada en una pata de vaca. Esta botella forrada en piel vacuna y cuya base era la pezuña me enamoró. Otra vez cometí el error de mostrar mucho interés y me pidieron diez mil pesos. En el tira y afloje logré que me rebajaran la mitad. No podía creer que estuviera comprando algo de tan mal gusto, era como una aberración incontrolable. Tomé la pata en mi mano; la piel empezaba a sufrir de alopecia y resequedad y por la parte posterior no alcanzaba a cubrir la botella. El vendedor la introdujo en una bolsa y el corcho de plástico duro y roñoso quedó por fuera. Así, con la pata-botella envuelta debajo del brazo salí del Centro, pensando en que la ciudad es una caja de sorpresas y los recicladores, quienes descubren sus tesoros.