Jamás me imaginé en esa fila. Frente a la que llamaban la estación de los suicidas. Sabía que su realidad se componía de un ruido repetido y una serie de calamidades que se escalonaban. Pero hacer fila para morir, tenía que estar en un estado lamentable, o mejor diré patético, para no quedarme corto. No hacía filas en bancos ni restaurantes, tampoco para la montaña rusa y mucho menos la haría para ser despedazado por un maldito artefacto moderno que ni chofer tenía.
Todo se estableció con la intención de ordenar lo macabro y no dejarse tomar por sorpresa ante una acción radical de un ciudadano que dejaba atrás mil cartas y unas cuantas canciones para dedicar. Así que la última estación del tren, una que no cumplía propósitos funcionales, se convirtió en la estación de los suicidas. Allí llegaban viejos con metástasis, niñas violadas, pequeños homosexuales con miedo a salir del clóset, borrachos, ególatras, artistas, escritoras, náufragos, exmilitares, viudas paupérrimas, profesores de geometría, travestis, expresidentes, y hasta perros cuya sarna invadía unos ojos miserables.
Todos se agazapaban en una limpia y minimalista estación para lanzarse al tren. El que pensaba era porque no se iba a tirar, así que había agentes aptos para dar un empujón o pronunciar las palabras apropiadas:
–No te quiere. Estás en el infierno, eres inmunda, lo perdiste todo, ¡puto marica!
Y unos Converse, unos Crocs o unos piecitos sucios se apoyaban por última vez para dar el salto glorioso hacia el despedazamiento.
Y era el momento decisivo. Un manojo de carne y huesos se enfrentaba en medio de la gravedad a una turbulenta masa mecánica de velocidad inalterable. En una fracción de segundo ese sentimiento de desasosiego culminaba y daba paso a una digna labor sanitaria.
Barrenderos, cubiertos con uniforme blanco y tapabocas, acudían a dejar intacto el lugar para que la próxima agonía fuera merecedora de vítores y aplausos en el más allá.
Nunca supe qué se hacía con las masas que rescataban. Algunas teorías susurradas sostenían que eran utilizadas en hamburguesas, donaciones a artistas de la muerte, “industrias” del bajo mundo y hasta abono para jardines de los geriátricos.
Trabajar como barrendero de la estación se convirtió en un gran honor; la paga era muy buena y se lograba entender que eso tan insólito del apagamiento hacía parte de esto tan frenético de la existencia.