Puente construido a finales del siglo XIX
en la calle Colombia entre la carrera El Palo y la Avenida Oriental
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Excavación en Juanambú
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Lo que dice la basura
Lo hallado por el equipo de Pablo Aristizábal en Juanambú fue un basurero; es claro, porque toda la alfarería estaba en pedazos. Además, por sus bordes y acabados no muy refinados resulta evidente que eran utensilios de uso diario para cocinar y servir la comida. Se hallaron también fragmentos de herramientas talladas en piedra, trozos de carbón, y muy seguramente polen, restos de plantas endémicas y rastros de los alimentos que cultivaban, probablemente maíz, frijol y ahuyama, la trilogía que servía de base a la dieta de nuestros antepasados.
Para tener certeza sobre lo hallado y una datación más precisa, es necesario esperar los resultados de los estudios de paleontología que ser harán en la Universidad Nacional, y el análisis de carbono 14 para el que se requiere enviar algunas muestras a Miami. Es decir, a finales de 2015 conoceremos detalles del material orgánico depositado y la fecha en que dicho poblado estuvo activo, con un margen de precisión de cien años y no de ochocientos, como se tiene hasta el momento.
Ahora, ¿quiénes eran estos antiguos residentes? Según Pablo Aristizábal, una comunidad de agricultores, pescadores y cazadores, antepasados de los aburraes, cuya principal riqueza residía en la aguasal, un recurso que explotaban en manantiales naturales que hicieron habitable el Valle de Aburrá hace más de diez mil años.
La misma Santa Elena era conocida por los indígenas como Aná, que en su lengua significaba quebrada de sal. Por muchos años esta corriente fue conocida como Aguasal.
En algunas zonas de El Retiro y Santa Elena cercanas a los más célebres pozos de la región, hoy cubiertos por la represa de La Fe, se hallaron tiestos de bordes gruesos y burdos, grandes damajuanas en arcilla donde los indígenas depositaban el agua y la evaporaban por cocción. Luego quebraban la vasija y quedaba un bloque llamado “pan de sal”. Este producto lo envolvían en hojas de palma y lo cargaban a la espalda para bajarlo hasta el valle. Esos panes eran la mayor riqueza para nuestros antepasados, pues la sal por estos lares era más escasa que el oro.
Tanto los indígenas como los descendientes de los primeros españoles excavaron el lecho de la quebrada Santa Elena hasta bien entrado el siglo XIX, pero realmente no había mucho oro en este valle, contrario a lo que ocurría, por ejemplo, en el Cauca, donde el mineral era abundante.
Poco más sabemos sobre estos antiguos habitantes de Medellín. Según el arqueólogo Aristizábal, tienen parentesco con la cultura Quimbaya del periodo Clásico, pero no nos quedan vestigios de su lengua o creencias, de sus cosmogonías, de sus alegrías y tristezas, ni una imagen o una idea aproximada de la apariencia física de quienes habitaron el Valle de Aburrá en tiempos remotos.
Se sabe, sí, que en el año 900 implementaron cambios importantes en los ritos funerarios; los muertos ya no eran incinerados y enterrados bajo la misma choza donde vivían, sino en enterramientos colectivos que empezaron a realizarse en tumbas cavadas en los cerros. De hecho, en El Volador, La Colinita y el cerro de la Universidad Adventista se han encontrado tumbas correspondientes a este nuevo periodo, el Tardío. Así mismo, se tienen registros del uso de tejidos de algodón, una actividad que fue la ocupación principal de los aburraes, quienes se especializaron en la fabricación de mantas y utilizaban pintaderas y rodillos con motivos geométricos para teñir el algodón que traían desde las riberas del Cauca en tierra caliente. Además, criaban curíes y perros mudos, una especie de can americano también desaparecido de nuestra región, según las crónicas grandes compañeros en las labores de caza. Pero dichas prácticas y costumbres comenzaron a desaparecer al momento del primer encuentro con los españoles en 1541.
Se sabe, sí, que en el año 900 implementaron cambios importantes en los ritos funerarios; los muertos ya no eran incinerados y enterrados bajo la misma choza donde vivían, sino en enterramientos colectivos que empezaron a realizarse en tumbas cavadas en los cerros. De hecho, en El Volador, La Colinita y el cerro de la Universidad Adventista se han encontrado tumbas correspondientes a este nuevo periodo, el Tardío. Así mismo, se tienen registros del uso de tejidos de algodón, una actividad que fue la ocupación principal de los aburraes, quienes se especializaron en la fabricación de mantas y utilizaban pintaderas y rodillos con motivos geométricos para teñir el algodón que traían desde las riberas del Cauca en tierra caliente. Además, criaban curíes y perros mudos, una especie de can americano también desaparecido de nuestra región, según las crónicas grandes compañeros en las labores de caza. Pero dichas prácticas y costumbres comenzaron a desaparecer al momento del primer encuentro con los españoles en 1541.
Los pocos indígenas que no cayeron a lo largo de medio siglo de batallas por la Conquista hasta la fundación de nuestra ciudad en 1616, o se suicidaron o murieron de enfermedades desconocidas para ellos como la viruela y la gripe común, y los últimos sobrevivientes simplemente se fundieron en la cultura UC imperante, y la cultura precedente desapareció sin dejar rastro.
Centro Parrilla
En los años cincuenta las Empresas Públicas de Medellín sacaron adelante uno de los proyectos más ambiciosos de la época para la modernización de la ciudad: garantizar que el sector donde no solamente se encontraban los principales servicios oficiales, comerciales, industriales, bancarios y de transporte, sino donde residían las familias más prestantes, jamás tuviese problemas por cortes de energía eléctrica o de suministro de agua. A ese corazón de la ciudad se le llamó Centro Parrilla, y es el mismo sector en el que hoy se adelantan trabajos para reponer y modernizar 35 kilómetros de red de alcantarillado y 40,7 kilómetros de red de acueducto, así como recolectar 107 descargas de aguas residuales.
En esta zona se está realizando un trabajo de alta tecnología con robots tuneladores conocidos como “lumbreras”. En las calles Colombia y Caracas se pueden observar sendas perforaciones circulares por donde bajan los robots a trabajar. El aparato se encarga de perforar los túneles y a medida que avanza va poniendo las tuberías. A través de estos conductos se colectarán todas las aguas negras que hasta hoy se siguen vertiendo en la quebrada Santa Elena y luego caen al río.
Cuando se culminen las obras a finales de 2017, todas las aguas residuales llegarán a túneles colectores que las llevarán directamente a la nueva planta de tratamiento ubicada en Bello. Solo a partir de ese momento podremos decir que empieza la recuperación definitiva del río Medellín.
Otros hallazgos
Encontrar los vestigios de un asentamiento humano de más de mil quinientos años en Juanambú fue sin duda el hallazgo más valioso del grupo de arqueólogos, dibujantes y personal de apoyo que acompaña la obra de Centro Parrilla, en procura de preservar los pocos vestigios del pasado que aparezcan antes de tapar de nuevo y seguir la vida.
También se han hecho descubrimientos más modestos pero igualmente notables, como el hallazgo de varios polines de tranvía in situ, tal cual se instalaron a comienzos del siglo XX; tres puentes, las coberturas en adobe de las quebradas La Palencia y Santa Elena, una botella de soda de 1880 y dos crisoles de orfebre con el rótulo “Battersea”, un barrio de Londres famoso por su alfarería en arcilla con caolín, una arcilla blanca que permite la fabricación de losa y porcelana, material refractario que soporta mucho más calor y que permitía a los orfebres fundir las pepitas de oro y elaborar sus piezas de joyería.
En total fueron veintitrés los hallazgos, en su mayoría de la era republicana. Quizá para algún ingeniero de allende los mares encontrar un objeto de ochenta o cien años de antigüedad no sea ninguna gracia, pues en Europa no se puede andar dos pasos sin toparse con vestigios de un pasado que puede remontarse mil o dos mil años atrás. Pero esta es nuestra historia.
Como dice Pablo Aristizábal, la arqueología da cuenta de la manera como se ha ido transformando nuestro entorno, y la superposición de los diversos depósitos culturales, como una casa de barrio popular construida sobre una tumba prehispánica, también da cuenta de nuestra identidad.
Para un arqueólogo convencido es una bendición que en Medellín no se encuentren muchas piezas de oro en las urnas funerarias –de pronto alguna nariguera, que por su peso no tienen ningún valor comercial–, porque eso ayuda a concentrarse en la exploración de nuestro pasado.
Para ilustrarlo, Pablo Aristizábal habla del galeón San José y de todo lo que podría contarnos sobre la época: qué clase de navío era un galeón, cómo era entonces el fenómeno de la piratería, qué técnicas de navegación se utilizaban, cómo y por qué se acuñaban las monedas, y de toda la importancia que tiene el hallazgo para la historia de nuestro país. Todos los objetos rescatados deberían simplemente pasar tal cual están a un museo, a disposición de los investigadores y a la vista del público. Pero no. Tantas inquietudes que suscita el rescate de un navío que se fue a pique en 1708 luego de un ataque de buques ingleses en la península de Barú, y los colombianos únicamente pensamos en el billete, en cuánto vale el tesoro. Como si decir que el galeón San José es de todos los colombianos significara que cada uno de nosotros debería recibir en metálico una cuarenta y cuatro millonésima parte.