CAÍDO DEL ZARZO
NAVIDAD BLANCA
Elkin Obregón S.
El carruaje había rebasado ya sus fronteras naturales, y volaba raudo hacia regiones incógnitas. Pero Santa no cuestionaba nunca los designios del Gran Jefe. Con una fe libre de objeciones, aceptaba sin chistar sus divinos mandatos. Sabía que Él no puede equivocarse.
Tras apearse del trineo, se vio en un paisaje cercado de cocoteros altos y matas de plátanos. Era noche cerrada, la luna reinaba en el cielo; hacía una brisa suave, y el mar lamía una playa de arena interminable. Aparte el romper de las olas, el silencio era profundo; si acaso, de pronto, el canto de un alcaraván.
No le sorprendió la súbita aparición del niño, pues la esperaba. No contaría más de siete años, tal vez menos. Surgió de entre las sombras, y sus grandes ojos, muy abiertos, contemplaron con asombro al anciano; pero había más que asombro en aquella mirada. “Ojos de sed”, pensó el hombre de rojo.
Avanzó algunos pasos hacia el chico; extendió luego un brazo sobre su cabeza, y con el dedo índice, enhiesto como un timón, trazó un amplio círculo bajo la bóveda de la noche. Un segundo después el cielo se perló de blanco, y espesos copos de nieve empezaron a caer con suaves plops sobre aquella superficie insólita. Poco a poco, el suelo se fue haciendo claro.
Cumplida su misión, Santa montó su trineo, y, azuzando a los renos, se elevó sin mirar atrás. No alcanzó a ver así al niño que, brincando como un poseso, sumido en éxtasis, amasaba entre sus manos aquel maná celeste y se dejaba empapar por su lluvia de fantasía.
Muchos años después, frente a la máquina de escribir, el hombre habría de evocar esa remota noche en que Santa lo llevó a conocer la nieve. Con sabio criterio, cambió la nieve por un rotundo trozo de hielo. Sabía bien que, sobre el papel, la magia tiene sus límites; y no puedes transgredirlos si quieres que te crean.