Número 72, diciembre 2015

La biblia del boxeo
Por: Fernando Mora Meléndez. Ilustración: Tobías Arboleda

Ilustración: Tobías Arboleda

A las cuatro y treinta de la tarde lo internaron en la clínica. Debía compartir el cuarto con una anciana, pero su madre pidió a la encargada que le consiguieran uno para él solo. Quedaba uno disponible en el tercer piso.

Por estar empezando la vida, él no entiende cómo sus válvulas coronarias le han fallado y ahora tiene que hacérselas cambiar por unas de cerdo. Este es el animal que más parecidas las tiene a un humano, dijo el médico.

Desde la ventana ve un terreno abandonado. Una lámpara de calle ilumina la copa de un árbol que se agita lenta y pesadamente como otro animal. Escucha la máquina del aire acondicionado y de pronto siente que viaja en un buque hospital que lleva desahuciados al otro lado del mar. Oye una tos persistente en otra habitación ¿Toserán igual los hombres de otras lenguas?

La enfermera viene a tomarle la presión. Apenas termina de ajustar la aguja, pide por teléfono que le traigan una colada al paciente del 309. Está prohibido, antes de la cirugía, comer algo distinto. Sonríe cuando ve el plato humeando porque ahora tiene el mismo apetito de cualquier condenado la noche antes de la ejecución.

—¿No vas a llamar a tus amigos? —dice la madre
—Ya hablé con ellos.
—¿Vemos algo en televisión?
—Si quieres ves tú —dice él—, yo no tengo ganas.

No cesa de mirar el lote vacío de enfrente. ¿Será esto lo último que vea? Piensa en voz baja.

El médico le dijo a su madre, a manera de dato curioso, que en esta operación les iba mejor a los viejos. Ella agradece la sincera crudeza del doctor y comienza a tejer una explicación. A los viejos les preocupa menos la muerte y todo tiempo de más lo consideran una ganancia. Por eso se entregan a las disposiciones de la ciencia con una despreocupación fehaciente. Ella ha sido testigo de esto muchas veces.

Ya han rezado todas las oraciones que se saben. Él la ha seguido para no defraudarla. Tampoco sabe en qué es lo que no cree.

Una muchacha entró sin llamar y trajo un papel para que él lo firmara. Una autorización para practicar la cirugía. La lista de riesgos que enuncian es larga. Cualquier falla en el corazón mecánico que utilizan mientras cortan el suyo y... no va más. Ese “no va más” lo decía un narrador deportivo que su padre escuchaba los domingos por la tarde, cuando se acababa un combate de boxeo.

La madre supo por el periódico sobre las muertes en el quirófano debido a infecciones. Parece que solo en un hospital pueden criarse las bacterias más resistentes y letales. De un momento a otro las líneas curvas de una pantalla verde pueden empezar a convertirse en una larga e interminable línea recta. ¿Y entonces qué? Él todavía no sabe en qué es lo que no cree.

—No quiero más colada —dice.
—¿Por qué no tratas de dormir?
—No tengo sueño.
Ella recoge los platos y los pone en una mesita debajo del televisor.
—Esta pieza te debió costar un dineral —dice él mientras mira el cuarto.
—¿En qué estás pensando? —le pregunta ella.
—Ya no sé en qué pensar.
—Piensa en que te va a ir muy bien, si Dios quiere.
—Si Dios quiere —repite él con un tono agrio.
—Tu papá te dejó muchas saludes. Dice que vendrá en cuanto pueda.

 

El padre quería que fuera boxeador. Desde que tenía trece años, tal vez menos, lo llevaba al solar de la casa y hacía que le diera golpes a una pera. Él hacía el entrenamiento de mala gana, y como no lo disimulaba, recibía de vez en cuando un gancho de izquierda del propio hombre que le dio la vida. Soportaba el golpe con dignidad, para demostrarle que tampoco era un cobarde.

La madre los contemplaba desde la ventana de la cocina. Los dos estaban sin camisa. El chico lucía flacucho y con unos guantes desproporcionados para su tamaño. Ella trataba de guardarse para sí toda la rabia que sentía en esos instantes. Ahora el padre le decía al muchacho que dejara de pegarle a la pera y mejor escribiera en el cuaderno el siguiente problema, leído del Álgebra de Baldor. Hacía un calor sofocante. Ella les llevaba limonada fresca y, mientras el niño bebía con avidez, la mujer le susurraba al padre:

—¿Qué diablos es lo que le estás enseñando al niño?
—¿No estás viendo que es álgebra?
—No me creas idiota. Tú sabes a qué me refiero.
—Lo único que quiero es que sea un hombre.
—¿Un hombre? —ironizaba ella— ¿Un hombre como tú?
—Un deportista consagrado, alguien en la vida.

La mujer recogía los vasos vacíos y regresaba a la cocina con la réplica aguda de su silencio.
Él mira por la ventana ese árbol que parece que lo llamara, que le estuviera haciendo ademanes para atraerlo. ¿Cómo habría sido mi vida de boxeador? Lo he defraudado. A las madres, en cambio, nunca se les decepciona. Ella solo quiere que yo esté bien, haciendo lo que yo quiera. Pero el camino de un artista es mucho más difícil de abrir que el de un boxeador, o igual de incierto. Golpe a golpe, verso a verso. Y entonces recuerda que hay un escritor alcohólico que ha practicado el boxeo de taberna, solo por placer. Ahora no encuentra el nombre de este en su memoria, un apellido de inmigrante polaco, tal vez. Artista y boxeador callejero. Se podría ser las dos cosas a la vez.

—Mira tu nariz —le decía el padre —, tienes la misma de un púgil. Llevas un campeón dentro y yo voy a hacer que salga al ring.
Nunca salió.

Su padre llegaba borracho con más frecuencia que antes. Traía debajo del brazo, entre barquinazos, una revista: La Biblia del Boxeo. Cuando su padre se marchó de la casa, la madre hizo un arrume y las quemó. Había más de ochocientas. Él las vio arder. Recuerda ahora una foto enorme que se negaba a arder. El fuego hacía que el boxeador impreso encogiera los puños muy lentamente. Era Alfonso 'Peppermint' Frazer.

La operación está programada para las seis de la mañana. Ya es la una. No siente frío, ni nada. La madre está en la cama, mirando hacia el aparato de televisión, refugiada en la trama de una película. Él se ha levantado del sofá de las visitas y vuelve a la ventana, armado de una cámara de video. Descorre el vidrio de la ventana y comienza a grabar las convulsiones de ese árbol, en la penumbra color sepia de la lámpara de mercurio. Es verdad que parece que se hubiera metido en él un espíritu. Cada una de sus ramas aparenta dar un golpe lento. Tal vez sean los árboles los que mueven el aire y no al contrario. A veces no sabe muy bien en qué es lo que no cree. Quiere dejar registrado el terreno baldío, la grama seca, las canecas con desechos. Parece una de esas películas en las que no pasa nada. Pero a lo mejor está pasando algo y no se da cuenta. Hasta el más leve movimiento adquiere un sentido imprevisto.

—¿Por qué no te acuestas ya? —dice ella
—No tengo sueño.
—¿En qué estás pensando?
—En nada. En ese día… después de mañana. UC

 
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