El padre quería que fuera boxeador. Desde que tenía trece años, tal vez menos, lo llevaba al solar de la casa y hacía que le diera golpes a una pera. Él hacía el entrenamiento de mala gana, y como no lo disimulaba, recibía de vez en cuando un gancho de izquierda del propio hombre que le dio la vida. Soportaba el golpe con dignidad, para demostrarle que tampoco era un cobarde.
La madre los contemplaba desde la ventana de la cocina. Los dos estaban sin camisa. El chico lucía flacucho y con unos guantes desproporcionados para su tamaño. Ella trataba de guardarse para sí toda la rabia que sentía en esos instantes. Ahora el padre le decía al muchacho que dejara de pegarle a la pera y mejor escribiera en el cuaderno el siguiente problema, leído del Álgebra de Baldor. Hacía un calor sofocante. Ella les llevaba limonada fresca y, mientras el niño bebía con avidez, la mujer le susurraba al padre:
—¿Qué diablos es lo que le estás enseñando al niño?
—¿No estás viendo que es álgebra?
—No me creas idiota. Tú sabes a qué me refiero.
—Lo único que quiero es que sea un hombre.
—¿Un hombre? —ironizaba ella— ¿Un hombre como tú?
—Un deportista consagrado, alguien en la vida.
La mujer recogía los vasos vacíos y regresaba a la cocina con la réplica aguda de su silencio.
Él mira por la ventana ese árbol que parece que lo llamara, que le estuviera haciendo ademanes para atraerlo. ¿Cómo habría sido mi vida de boxeador? Lo he defraudado. A las madres, en cambio, nunca se les decepciona. Ella solo quiere que yo esté bien, haciendo lo que yo quiera. Pero el camino de un artista es mucho más difícil de abrir que el de un boxeador, o igual de incierto. Golpe a golpe, verso a verso. Y entonces recuerda que hay un escritor alcohólico que ha practicado el boxeo de taberna, solo por placer. Ahora no encuentra el nombre de este en su memoria, un apellido de inmigrante polaco, tal vez. Artista y boxeador callejero. Se podría ser las dos cosas a la vez.
—Mira tu nariz —le decía el padre —, tienes la misma de un púgil. Llevas un campeón dentro y yo voy a hacer que salga al ring.
Nunca salió.
Su padre llegaba borracho con más frecuencia que antes. Traía debajo del brazo, entre barquinazos, una revista: La Biblia del Boxeo. Cuando su padre se marchó de la casa, la madre hizo un arrume y las quemó. Había más de ochocientas. Él las vio arder. Recuerda ahora una foto enorme que se negaba a arder. El fuego hacía que el boxeador impreso encogiera los puños muy lentamente. Era Alfonso 'Peppermint' Frazer.
La operación está programada para las seis de la mañana. Ya es la una. No siente frío, ni nada. La madre está en la cama, mirando hacia el aparato de televisión, refugiada en la trama de una película. Él se ha levantado del sofá de las visitas y vuelve a la ventana, armado de una cámara de video. Descorre el vidrio de la ventana y comienza a grabar las convulsiones de ese árbol, en la penumbra color sepia de la lámpara de mercurio. Es verdad que parece que se hubiera metido en él un espíritu. Cada una de sus ramas aparenta dar un golpe lento. Tal vez sean los árboles los que mueven el aire y no al contrario. A veces no sabe muy bien en qué es lo que no cree. Quiere dejar registrado el terreno baldío, la grama seca, las canecas con desechos. Parece una de esas películas en las que no pasa nada. Pero a lo mejor está pasando algo y no se da cuenta. Hasta el más leve movimiento adquiere un sentido imprevisto.
—¿Por qué no te acuestas ya? —dice ella
—No tengo sueño.
—¿En qué estás pensando?
—En nada. En ese día… después de mañana.