Era la década del noventa y Medellín hervía. El fuego que cocinaba la ciudad era atizado por narcos, guerrilleros, paras y delincuentes comunes. Todos tras las mieles de una actividad que generaba grandes dividendos.
Las balas reventaban el aire y atravesaban la ciudad. Sus habitantes podían ver cómo se inscribía en sus frentes, con letra mayúscula y en negrilla, un rótulo que los mostraba como los pobladores de “la ciudad más violenta del mundo”.
El estigma se volvió condena. Además de ser su lugar de origen pasó a ser la sala de velación de sus sueños.
Las bombas del narcotráfico estallaban en las zonas céntricas como parte del espectáculo. En la periferia la guerra era más anónima. Sus muertos no eran dignos de los periódicos. Las comunas 1, 2, y 13 estaban en la lista de las zonas rojas.
En medio de grandes batallas apareció un ser pequeño de nombre Raúl*. Tenía trece años y vivía en Granizal, en la zona nororiental de Medellín. Nació a los cinco meses de gestación y, aferrado a la vida, terminó de fabricarse en el pecho de su madre canguro.
En el bachillerato, mientras todos se estiraban, Raúl se encogía. Cuando estaba en octavo jamás se quedaba quieto. Entre su rutina estaba jalar orejas, eructar, lanzar borradores asesinos y pegar chicles en las cabelleras de las niñas.
Como su profe, yo le decía: “Vos lo que tenés de chiquito, lo tenés de cansón”. Acto seguido sus compañeros afirmaban. “No profe, lo que tiene de chiquito lo tiene de güelengue”. Raúl dedicaba sus días a molestar a sus compañeros, a fumar marihuana y, si de pronto le quedaba un tiempito libre, a estudiar.
Cuando me di cuenta de sus andanzas llamé a su mamá. Al enterarla de la situación, Raúl, que ya era alias ‘El Piojo’, le dijo: “Relájese cucha, desestrésese que la marimba no hace daño”. Y entre la cantaleta dejaba clara su versión: “No se preocupe cucha que cuando yo esté más grande a mí me va a alcanzar pa sostenerla a usted y a la ‘mata que mata’”.
En los descansos me le acercaba a darle consejos: “Vea Raúl, usted es un milagro de la naturaleza. En el mundo pocos pueden contar ese cuento. Cuando naciste, todavía eras un gusano. Agradecé eso, no te tirés en tu vida por el vicio”. Él se reía y me contestaba: “Desestrésese profe, que yo la controlo”. Ese era el caballito de batalla de él y de muchos de sus compañeros.
El Piojo se concentró en encogerse y meter todo lo que le cabía en su boca y su nariz. Vendía el refrigerio: “Pillen muchachos, les tengo la lechita, el pastel y la naranja en quinientos. Aprovechen que estoy botado”. Llaveros, audífonos, diccionarios y lapiceros empezaron a ser inventario de su improvisado almacén.
Cuando lo veía, lo molestaba: “Dejá de ser tan vicioso que a vos es esa marihuana la que no te deja crecer”..
En noveno ingresó a ‘Los Lampiños’, una banda emergente en el barrio Granizal. Chiquito y todo, podía sostener un arma en la mano, brincando como un grillo por todos los callejones del sector.
La droga que “controlaba” se hizo más habitual. Empezó a impactar su espíritu y su apariencia. Le hundió los pómulos, le puso los labios negros y les dio una mirada perdida a sus ojos color ratón. Sus ausencias en el aula empezaron a ser cotidianas. Los profesores lo extrañábamos a él y a sus compañeros de faenas. A ‘Moco Eterno’, por ejemplo, su asistente, quien le ayudaba a guardar lo que se robaba.
En Los Lampiños empezó a imperar un mandato: “Queda prohibido el vicio”. Por eso, agarrado por los tentáculos de la guerra y la droga, decidió irse a las filas del bando contrario. Allí trabarse era un punto obligado en la agenda. Esos tentáculos lo tenían atrapado. Había territorios vedados, mundos que se reducían a una cuadra. Muchos sueños puestos en un 38.
Mientras Medellín seguía hirviendo, El Piojo seguía encogiéndose. El gobierno ensayaba estrategias para negociar con el narcotráfico, pero en las calles la muerte se volvía innegociable. En los callejones, parques y cañadas diariamente aparecían jóvenes que no llegaban a los veinticinco años y que sabían que su destino era el plomo y el olvido.
Raúl recorría el barrio levitando. Su vuelo era impulsado por alas invisibles, no tenidas en cuenta por la geografía. Allá arriba se veía a El Piojo, con los ojos puestos en todas partes y en ninguna. Coqueteaba a las niñas con una mano y a la guerra con la otra. Poco se le volvió a ver por el colegio. Iba cuando no había a quién matar en la calle, o cuando no había qué fumar o se escondían los parceros para molestar.
Una mañana se enteró de que un petardo había explotado en su casa. Los Lampiños no le perdonaron haberse ido a dar bala en la banda enemiga. Sus familiares salieron despavoridos. Se fueron a vivir a la Comuna 13. Allí, otros personajes distintos, y al final iguales, se dedicaban al juego macabro de la violencia.
El Piojo no podía acompañarlos. Sabía que desertar por segunda vez era ponerse la lápida encima. Su mente la retrataba: “Aquí yace El Piojo, el plaga, el gusano y desestresado”. Viéndolo bien, mantenerse en ese lugar no era tan malo. Había armas, plata, niñas, mecha, perico y marihuana. Muuucha marihuana.