Para que un escritor supere la prueba del tiempo y alcance la santidad de ser clásico no es suficiente que sus libros sean obras maestras. También es necesario haber sido tocado por algún misterio y, como Shakespeare, tener reputación de fantasma; o haber perdido un brazo en la guerra, como Cervantes. Del gran Rubén Darío, pontífice de la iglesia poética hace un siglo, ya nadie parece acordarse; a fin de cuentas, todos sus misterios personales se reducen a que fue presumido y borracho.
Menos memoria se tiene aún —si es que se tiene alguna— de Erich Maria Remarque, escritor alemán nacido en 1898 y muerto en 1970, autor de una de las novelas más vigorosas y escépticas sobre la centenaria Primera Guerra Mundial: Sin novedad en el frente (Im Westen nicht Neues), publicada en 1929. Del éxito del libro habla claramente no solo el que se hubiera vendido casi medio millón de ejemplares en menos de tres meses, o que se hubiera traducido a 26 idiomas el mismo año de la publicación: también es significativo que Gabriel García Márquez incluyera el chisme sobre ese boom en El amor en los tiempos del cólera. En efecto, el doctor Juvenal Urbino y su esposa, Fermina Daza, van al cine para ver la versión fílmica de Sin novedad en el frente, dirigida por Lewis Milestone y estrenada en 1930; cuenta el narrador: “Vieron una película basada en un libro que había estado de moda el año anterior, y que el doctor Urbino había leído con el corazón desolado por la barbarie de la guerra: Sin novedad en el frente”.
La novela de Remarque está compuesta por los apuntes del diario de Paul Baümer, un bachiller enrolado en el ejército alemán a los dieciocho años, y muerto un par de años después, en 1918, cuando la guerra tocaba su fin. Precisamente, la noticia sobre su deceso es el único pasaje que no pertenece al diario, y que acaso fue consignada en su colofón —como suele suceder— por obra de algún editor compasivo: “Cayó en octubre de 1918, un día tan tranquilo, tan quieto en todos los sectores, que el comunicado oficial se limitó a la frase: ‘Sin novedad en el frente’. Había caído boca abajo y quedó, como dormido, sobre la tierra. Al darle la vuelta pudieron darse cuenta de que no había sufrido mucho. Su rostro tenía una expresión tan serena que parecía estar contento de haber terminado así”. Salvo este fatal desenlace, las experiencias de Baümer se nutren de la propia biografía de Remarque, quien peleó en la guerra durante el mismo periodo; de hecho, el escritor, llamado realmente Erich Paul Remark, legó su nombre al protagonista.
Los apuntes de Baümer dejan ver lo único que puede distinguirse entre el humo y los gritos de la guerra: desesperanza. La tesis que palpita bajo el zurcido de sucesos cruentos y anécdotas bufas que componen el argumento se resume en que, para un joven puesto en combate cuando su vida apenas iba a definirse, no hay más realidad que la de los gestos primitivos de respirar, comer y defecar; y en el improbable caso de que se sobreviva, la expectativa no podría ser otra, pues quien se inició como hombre en medio la guerra no cuenta con la ilusión de retomar, alguna vez, una vida de tintorero, agricultor o padre de familia que le permita engancharse nuevamente en la cotidianidad. Baümer es claro a propósito de su nulo provenir: “¿Qué esperan de nosotros cuando la guerra haya terminado? Durante años enteros, nuestra ocupación ha sido matar; ha sido el primer oficio de nuestra vida. Nuestro conocimiento de la vida se reduce a la muerte. ¿Qué puede, pues, suceder después de esto? ¿Qué podrán hacer de nosotros?”.
Lo peor de la guerra va desgranándose, sin pudor alguno, en los párrafos del joven soldado. De entrada sabemos que, cuando un hombre agoniza en el hospital militar sin una pierna y con las manos azules, sus mejores amigos lo visitan con la esperanza de heredar sus botas. Luego se tienen las primeras noticias del frente, donde la tierra es percibida como madre no por el influjo de ninguna cosmovisión romántica, sino porque ofrece el vientre abierto de la trinchera para preservar la vida. En medio del combate, y como en la peor versión de una noche pintada por Van Gogh, el espacio se llena con los estallidos multicolores de todas la municiones imaginables; allí, un joven imberbe —para quien Baümer ya es veterano— puede sentirse orgulloso de salvar la vida al precio de cagarse en los pantalones. En otra escena, los soldados heridos se arrastran entre los despojos podridos de un cementerio bombardeado; más allá, una explosión deja cadáveres mutilados colgando de los árboles, como frutos picoteados por los pájaros; en otro lugar, un cuerpo impulsado por el miedo corre a campo traviesa sin importar que no lleve cabeza; en alguna parte, los caballos agonizantes se quejan con ruidos de averno. Inclusive cuando no se está en el frente continúa el horror: de nuevo en casa, de permiso, Baümer encuentra a su familia agonizando de hambre, a su madre sentenciada por el cáncer y, sobre todo, descubre que toda su conciencia se agota en el sufrimiento. En la víspera de volver al regimiento, el soldado escritor consigna la única conclusión posible: “No debí venir”.
Al combatiente solo le queda el recurso de distraer su vida con las gandulerías en medio de las cuales se satisfacen los apremios animales: conversar con los compañeros de armas mientras se descansa en la letrina, todos con un cigarrillo en la boca; cruzar la línea de fuego solo para atrapar un pato que pueda alegrar el almuerzo; colarse en una casa a punto de venirse a pique y preparar, en medio de la metralla, un buen asado; poner trampas a las ratas que siguen los pasos del convoy militar, cebadas con su rastro de sangre. Lo mejor de todo es, sin duda, acostarse con las mujeres enemigas; la madre de Baümer, temerosa de que su hijo se entregue sin mesura a la lujuria, antes de su nueva partida lo advierte contra aquello que, a su juicio, es la mayor amenaza que pende sobre la cabeza del hijo: “Ten cuidado con las mujeres francesas. Son malas”. La vieja no desmiente la proverbial intuición materna: para entonces, Baümer había llegado a perder la cabeza, incluso, por una actriz estampada en un afiche.
En 1979 se estrenó una segunda versión cinematográfica de Sin novedad en el frente, dirigida por Delbert Mann. En ella se atribuye al protagonista un rasgo que jamás pasó por la cabeza de Remarque: la afición por el dibujo de aves. De hecho, la muerte de este nuevo Baümer sobreviene por esa razón: abstraído con la visión de un pajarillo sobre un cable telegráfico, saca la cabeza de la trinchera para captar mejor los contornos del minúsculo modelo, de modo que una bala disparada desde el lado enemigo revienta contra su testuz. Sin embargo, ese alarde de bucolismo no era necesario para hacer más siniestro, por irónico, el final de la historia: ya era suficiente con decir —como hizo Remarque desde el principio— que se había tratado de un día tranquilo en medio del infierno.