En febrero de 1863, en Rionegro, los expresidentes José Hilario López, Francisco Javier Zaldúa, Aquileo Parra y Rafael Núñez, acompañados de los constituyentes Salvador Camacho Roldán y Camilo Antonio Echeverri, entre otros, tomaron las mayores precauciones para salvar su integridad por las amenazas de fusilamiento del siempre iracundo Tomás Cipriano de Mosquera. Las ideas de reforma constitucional que aquellos promovían eran un peligro para aquel ‘Mascachochas’, amo de turno. Estaban redactando la Constitución de 1863, la más liberal de cuantas han regido en nuestro país. 
En su artículo 15 se daba el reconocimiento     por parte del gobierno central,     y de los gobiernos de cada uno de     los Estados, de los derechos individuales     de los habitantes y transeúntes en     los Estados Unidos de Colombia, a saber:     la libertad absoluta de imprenta     y de circulación de los impresos; la libertad     de expresar sus pensamientos     de palabra o por escrito sin limitación     alguna. Detrás de estas audaces tesis     constitucionales estaba Camilo Antonio     Echeverri.     
‘El Tuerto’ Echeverri fue periodista     —todo intelectual en el siglo XIX tenía     que serlo—, filósofo y pensador. La     antítesis de la llamada antioqueñidad.     Como señala la historiadora María Teresa     Uribe, fue la negación de los valores     de la raza, la otra orilla de la mentalidad     pragmática y calculadora que distinguió     a sus coetáneos en el contexto de     la república recién nacida. Oveja negra     de una familia de comerciantes y banqueros,     escandalizó a las gentes buenas     y cristianas de misa de cinco con su bohemia     de trasnochador impenitente y     de jugador empedernido, fustigó a sus     conciudadanos con su palabra punzante     y mordaz, descubrió sin el más mínimo     asomo de pudor las lacras y los vicios ocultos de una sociedad pacata, y con el     mismo rigor con que juzgó a sus paisanos,     se miró a sí mismo en una Autofotografía     moral donde expuso a la mirada     de sus enemigos las entretelas de su vida     y su pensamiento.     
Echeverri se distinguía por su fogosidad     de palabra y obra, no conocía     los límites entre las diferentes disciplinas,     era una especie de todero ilustre     según las palabras que le dedicó Salvador     Camacho Roldán en sus memorias:     “Desgraciadamente, tenía en su organización     un exceso de vitalidad, defecto     común en la juventud antioqueña, que     lo arrastraba por caminos variados sin     detenerlo en ninguna actividad especial.     Era poeta, escritor, orador, jurista,     filósofo, ingeniero y solía entregarse a     la corriente de la vida bohemia más de     lo que consentía la situación del país y     el puesto que ocupaba en la política…     Tenía estatura regular, cuerpo bien     conformado, fisonomía espiritual que     se prestaba a las manifestaciones más     diversas, para lo que un ligero defecto     en la conformación de los ojos, concurría     más bien que servía de obstáculo.     Era calvo, de voz llena y de conversación     muy animada: gozaba de muchas     simpatías, pero no inspiraba respeto”.     
Las comadres que rezaban el trisagio     en la iglesia de La Candelaria lo miraban     como la encarnación de Satanás;     sus copartidarios liberales pensaron     siempre que era un tránsfuga de la política;     los conservadores lo calificaron de     inconsecuente y veleidoso; para los mercaderes     del marco de la plaza, incluido     su padre, era un rojo que escribía versos     y ensayos filosóficos en lugar de comprar     y vender letras de cambio, y solo los     más benévolos de sus paisanos se inclinaron     a verlo como un muchacho rico,     exótico, malcriado y medio loco a quien     no era necesario tomarse muy en serio.     También en su Autofotografía moral relata     algunos de los rasgos de su carácter que más irritaban a sus paisanos: “Desde     el año 1848 hasta 1863 jugué a la suerte     y al azar sumas muy fuertes; en todos     esos años me mantuve creyendo no solo     que podía haber tahúres honrados, sino     que para ser jugador era requisito sin     el cual no, ser hombre de bien. Como     me sucede con todo, juzgaba por lo que     veía y sentía en mí”.     
Sobre el manejo de sus finanzas     privadas soltó su frágil contabilidad:     “Nunca he llevado cuentas ni he examinado     las de cobranza que me han     presentado, ni he vacilado en pagar     los saldos liquidados en mi contra; ni     sé qué se hicieron los cuarenta y tantos     mil pesos míos que han pasado por     mis manos, ni cuento jamás el dinero     que me entregan, ni sospecho que     me metan el cinco por ciento en monedas     falsas. Soy seco y sentado como un     banquero inglés, meditabundo como un     filósofo alemán y frívolo como un calavera     francés”.     
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Vivir en contacto con su público era   una insuperable tendencia de su temperamento.   Cuando no tenía periódico   propio difundía su alma candorosa   en los más conocidos y si le faltaban éstos,   acudía a las hojas sueltas. Si los impresores   se hacían exigentes ocupaba   la tribuna pública. Siempre fue un trasgresor.   Eso lo saben los padres jesuitas,   ejército triunfante en mil batallas contra   los infieles en todo el mundo, que   perdieron la guerra con Camilo Antonio,   al que devolvieron, un día cualquiera   de 1847, al almacén de su padre   Gabriel. La doctrina tomista aprendida   la desplegó para combatir al clero y refutar   las encíclicas papales. Convertía   las clases en verdaderas batallas. Entre   ingenuo e irreverente desbarataba con   sus exigencias de explicaciones los silogismos   elaborados durante siglos.
 Siempre fue un desobediente y tuvo     plena conciencia de ello. En su Autofotografía     moral dice: “Mis mayores, mis     maestros y casi todos los que tenían la     misión y el deber de educarme, han sostenido     en mi cara, en mis barbas, y de     una manera intransigente y dogmática,     que yo no sirvo para nada; y tanto han     machacado e insistido en ello que acabé     por creerlo yo mismo. Me declararon     menor de edad a perpetuidad, y aunque     no me declararon párvulo, yo paré en     considerarme sucesivamente como un     niño expósito, como un bobo de más     de dieciocho años, o como un viejo que     hace muchachadas, pero sea dicho y     valga la verdad, todos sabían o sospechaban,     saben o sospechan, que yo no     sé hacer ojo de soga —nudo corredizo     para enlazar—, que no sé armar lo que     los arrieros de Antioquia llaman la encomienda     de una sobrecarga; que no     sé cuántos granos tiene un costal de     arroz; y que ¡oh santa simplicidad! he     cometido el delito de dos yemas de casarme     dos veces con muchachas intachables     pero pobres”.     
Escribió una introducción en verso a     la Memoria científica sobre el cultivo del     maíz, de su coterráneo Gregorio Gutiérrez     González. Se inició muy temprano     en las lides político-militares. Cuando     solo contaba doce años tomó la opción     política a favor de Salvador Córdoba en     la llamada Guerra de los Supremos. Esta     alternativa escogida por el niño entraña     un acto de rebeldía contra su padre     que era la cabeza visible de los Ministeriales en Antioquia —germen de lo     que después se llamó partido Conservador—,     precisamente contra quienes     combatía Córdoba.     
Entre 1848 y 1851, Camilo Antonio     combinó sus estudios con el activismo     político al lado de ‘Los Gólgotas’, y con     la vida alegre de Bogotá. Nunca llegó a     graduarse y regresó a Medellín, no para     encargarse de los innumerables pleitos     de su padre, pues solo le apasionaba el     derecho penal, sino para difundir las     ideas liberales, combatir el recién nacido     partido Conservador y organizar las     sociedades democráticas en Antioquia.     Para desarrollar su tarea proselitista     fundó El Pueblo, un periódico semanal     en el cual explicaba a sus conciudadanos     los principios filosóficos del radicalismo     y sus proyectos parlamentarios.     
Los jóvenes de la “escuela republicana”     desarrollaron un activismo político     de la mayor importancia en varios frentes:     la prensa en la que daban a conocer     su esquema de libertades públicas y derechos     ciudadanos, sus ataques al clero,     al ejército, a los monopolistas y censatarios     y sus preferencias por el régimen     político federal, y de otro lado, su impulso     a la educación popular, pues consideraban     que mientras la ignorancia     campeara entre el pueblo, este podía     seguir siendo manejado por las fuerzas     de la reacción.     
Las contradicciones internas generadas     por las profundas reformas que     puso en marcha el presidente José Hilario     López precipitaron la guerra civil.     Don Julio Arboleda se levantó en el     Cauca para oponerse a la ley de libertad     de los esclavos y otros Estados lo     secundaron, aunque por razones distintas.     Los conservadores antioqueños     se sentían incómodos con el gobierno     de López, pero no se decidían a apoyar     la revolución. Camilo Antonio, conocedor     de la voluntad pacifista y negociadora     de sus paisanos, se dedicó a     tratar de neutralizar las tres provincias     antioqueñas —Medellín, Córdoba     y Santafé de Antioquia— con la colaboración     de don Marceliano Restrepo,     un comerciante con influencia entre     los conservadores; pero como en otras     oportunidades, y como seguirá ocurriendo     en el futuro, la guerra vino de     afuera. El general caucano Eusebio Borrero     llegó a Antioquia, presionó algunos     importantes jefes conservadores     quienes en un rápido golpe de mano depusieron     a las autoridades en Medellín,     y Camilo Antonio, jefe civil de los radicales     en Antioquia, fue a dar con sus     huesos a la cárcel, de la que salió al ser     derrotada la revolución conservadora,     a mediados de 1852.     
Después de esa dura experiencia,     Echeverry viajó a Inglaterra donde     estuvo dos años; de ese período quedan     algunos artículos publicados en El     Neogranadino, de Bogotá, sobre la cultura,     la organización del Estado y la     religión protestante. Regresó al país     en 1854, en plena dictadura “melista”,     a la cual combatió desde la prensa con     gran vigor.     
La coyuntura de la guerra del año     sesenta lo toma, como a todos los radicales     de la vieja escuela republicana,     un poco desprevenido. No puede defender     el gobierno de Ospina Rodríguez     que llega a su fin, pues este representa     todo lo que el radicalismo ha combatido,     pero no se decide por Tomás Cipriano     de Mosquera, jefe de la rebelión, a     quien considera un autócrata, un militar     de la vieja guardia y un enemigo     más peligroso que los mismos conservadores.     Igual actitud observan los radicales     en Bogotá, pero la vorágine de     la guerra termina por envolverlos a todos     y acaban militando bajo las banderas     de Mosquera. Camilo Antonio, por     el contrario, amparado en la autonomía     regional que consagra la constitución     de 1858 y en la existencia del Estado     Federal de Antioquia, diseñó una estrategia bastante original y bien vista por     los mercaderes de ambos partidos que     se oponían a la guerra porque afectaba     la producción y los negocios; la estrategia     consistía en declarar la neutralidad     de Antioquia con la tesis de la no intervención     y respeto a la autodeterminación     de esa otra “nación” que el general     Mosquera había fundado con los estados     del Cauca, Santander, Bolívar,     Magdalena y Panamá. Esta postura,     que fue criticada por liberales y conservadores     en el resto del país, quedó plasmada     en dos folletos que se divulgaron     ampliamente: La neutralidad de Antioquia     y Otra vez Antioquia. 
Pero la guerra se prolongó, el general     Mosquera no se conformó nunca con     una parte, lo quería todo, e inevitablemente     llegó a las fronteras del Estado     de Antioquia y amenazó con invadir sus     campos, sus minas, sus villas y ciudades;     ante el peligro que representaban las     huestes negras de Mosquera que venían,     según los conservadores, a violar mujeres,     devorar infantes, quemar iglesias y     sacar las monjas de los conventos, la aterrorizada     burguesía antioqueña capituló     en Manizales y financió a Mosquera     con un jugoso empréstito de guerra que     le permitió rehacer su ejército y llegar     triunfante a la capital de la república.
 Camilo Antonio, que se había alejado     de las decisiones del radicalismo al     inicio de la guerra, no entendió muy     bien los presupuestos del armisticio o     la “esponsión de Manizales”, como se     la denominó en la época, y menos aún     la inusitada tolerancia de Mosquera     con las autoridades conservadoras del     Estado. Estas alianzas secretas entre     los partidos que combinaban la guerra     a muerte entre el pueblo con los pactos     de caballeros en la cumbre, nunca     fueron de su agrado y en un acto casi     suicida intentó tumbar a las autoridades     conservadoras de Antioquia, con lo     cual fue de nuevo a parar a la cárcel, de     la que solo salió cuando Mosquera derrotó     las fuerzas del gobierno y asumió     la dirección del Estado.     
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Camilo Antonio Echeverri
en su único retrato en vida.
 

Apenas iniciada la era liberal sobrevino   en Antioquia la rebelión conservadora   comandada por Pedro Justo   Berrío, y continuó el peregrinar de Camilo   Antonio por el desierto de la oposición;   acompañó hasta lo último a su   primo Pascual Bravo, presidente del Estado Soberano de Antioquia, y estuvo   a punto de perecer con él en la batalla   de Cascajo, donde su cabalgadura   recibió cinco impactos de fusil. El Tuerto   esperó que el gobierno de la Unión, presidido   por Manuel Murillo Toro, viniera   en auxilio de los liberales antioqueños   para reinstaurar la vigencia institucional,   rota por un golpe de mano violento   y sorpresivo, pero en lugar de los ejércitos   del adicalismo llegó a Antioquia don   Próspero Pereira Gamba, uno de los comerciantes   más ricos del país, amigo y   compañero de negocios de todos los prohombres   de Antioquia, tanto conservadores   como liberales, y logró en pocas   semanas reinstaurar la alianza tácita entre   radicales y conservadores, y conseguir   del general Berrío una declaración   según la cual se sometía en todas sus   partes a la Constitución de Rionegro y   juraba cumplirla en el Estado de Antioquia.   Por su parte el gobierno de la Unión   reconocía como legítimo el gobierno de   Berrío sobre la base filosófica del derecho   de los pueblos a la insurrección. 
En lugar de la hegemonía radical,     la región vivió doce años bajo la tutela     de Berrío, y Camilo Antonio, el radical     de Antioquia, vio con tristeza     cómo sus amigos liberales entregaban     la provincia para ganar el apoyo a sus     propuestas económicas por parte delos     representantes conservadores en     el Congreso. Se queda, pues, solo con     sus ideas, sus principios filosóficos y     su idealismo recalcitrante, escribiendo     desde las columnas de los periódicos     contra un régimen que se fortalecía a     ojos vistas y que cumplió la sagrada misión     de conservatizar la provincia. Para     oponerse al gobierno de Berrío funda El     Índice y arremete con renovada violencia     contra los conservadores, el clero, el     papa y las costumbres sociales y políticas     de Antioquia.     
Al iniciarse la década de 1870, Camilo     Antonio empieza a manifestar     una violenta crisis que no es únicamente     suya sino que comparte con el radicalismo y que de manera distinta, y a     diferentes ritmos, afectó a todos los intelectuales     de la vieja escuela republicana.     El Tuerto, gestor de la propuesta     de Rionegro, vió caer ante sus ojos,     uno tras otro, sus ídolos, sus dioses, sus     principios filosóficos y no tuvo como     consuelo un cargo público ni se lucró     de los beneficios económicos del poder,     pues nunca incursionó en los negocios     privados; fue, pues, “un perdedor     de dos yemas” para utilizar su terminología,     con su partido y con el contrario.     
Reconfortado por esa catarsis espiritual     reinició en Bogotá su tarea     periodística y panfletaria contra sus     viejos amigos, los radicales, y enfiló     sus tintas de luchador impenitente contra     la candidatura de Aquileo Parra,     que se disputa con Rafael Núñez la presidencia     de la Unión para el año 1876.     La aparatosa elección de don Aquileo     Parra, las evidencias de fraude electoral     y las denuncias sobre la violación     del sufragio en varios Estados, prenden     nuevamente la chispa de la guerra civil y el partido Conservador se levanta     agitando la bandera de la persecución religiosa. Camilo Antonio,     recién convertido al cristianismo y aterrado por las noticias sobre     la elección de don Aquileo, decide que esta es una guerra justa, pues se     violó de manera flagrante la voluntad popular y se atropelló la pureza     del sufragio. Se alista en el ejército conservador de Antioquia, que     marcha hacia el sur, comandado por el general Marceliano Vélez. Esta     guerra tiene, quizá más que otras, un marcado tinte clerical; las imágenes     de la Virgen del Carmen y de Cristo Rey presiden la marcha de los     ejércitos antioqueños. Hasta un mesías que pregona en Abejorral el fin     del mundo con su caudal de seguidores, se suma a la vanguardia para     exterminar las huestes del demonio y aminorar la ira de Dios; con este     conspicuo ejército de cristeros viaja Camilo Antonio “como coronel sin     tropa, ingeniero sin funciones e historiador sin datos”, como cuenta en     su Autofotografía moral.     
Bien pronto descubrió que el arte de la guerra no era el fuerte de     don Marceliano Vélez, quien rehuía los enfrentamientos y estaba más     interesado en parlamentar que en combatir. De modo que el formidable     ejército antioqueño y sus novedosos fusiles de aguja se evaporaban     como el alcanfor a la vista del enemigo. Asistió a las batallas del Arenillo     y Garrapata y regresó con los ejércitos derrotados y con el estigma     de los vencidos, precisamente cuando entraron triunfantes a Medellín     las tropas liberales al mando del general Julián Trujillo, el 5 de abril de     1877. Cruel paradoja la de Camilo Antonio: cuando por fin es derrotada     la hegemonía conservadora de Antioquia, reformada su Constitución     e introducidos algunos de los principios que él defendió en Rionegro,     está en la otra orilla, vencido y desprestigiado, mientras sus viejos amigos     del radicalismo antioqueño ocupan los cargos de dirección y usufructúan     una victoria por la que nunca expusieron el pellejo. Camilo     Antonio, luchador infatigable, funda un nuevo periódico, La Balanza, y     desde allí continúa su guerra solitaria contra el general Marceliano Vélez,     contra los liberales y los conservadores.     
En 1880 apoya la candidatura de Rafael Núñez. Ingresa por esta vía     a la tolda de los liberales independientes, pero una vez que este controvertido     político llega al solio de los presidentes le declara la más furibunda     oposición y lo combate desde las páginas de los diarios con tenacidad     y violencia. Siempre en la oposición, siempre derrotado; cuando triunfaban     las causas que había defendido, estaba del otro lado de la medalla.     Nunca se arrepintió de sus aventuras políticas y de sus viajes a las     toldas contrarias; lo único que lo atormentó siempre fue haber apoyado     a Núñez y haber creído en sus promesas de regeneración. Sobre este     decisión dice en su Autofotografía moral: “Fui nuñista porque yo creía,     como muchos, que ese hombre era liberal; cuando me vi en peligro de     quedar cogido en la infame ratonera que armó con los ultra católicos,     con los religionarios y con los conservadores, quité el polvo de mis sandalias     y dije: padre, perdóname, pequé contra ti, mea culpa”.     
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A raíz de su muerte, Juan de Dios Uribe, el conocido ‘Indio Uribe’,   plasmó en una página de evocación las facciones de su amigo: “Camilo   A. Echeverri tenía sesenta años: lo había envejecido pero no doblegado   la edad. Su cabeza no tenía pelo, y su frente estaba pálida; en su   rostro, enjuto y rasurado, solo rastreaba un pobre bigote duro y unas   Anuncio Taller-Alberto González.indd 2 10/04/14 19:54   cuantas hebras en el extremo de la barba;   dominábalo una nariz correcta, y se   destacaban allí, en el rostro, el ojo derecho   brillante y el izquierdo blanco y   dormido en profunda noche. Su voz,   naturalmente áspera, tenía entonces   inflexiones más duras, que dado el aspecto   de Camilo en sus momentos de   cólera, se diría que su acento salía de   una caverna”. 
Sanín Cano contaba que solo una     vez le cupo la buena fortuna de verle y     de oírle. En Medellín, en la antigua plaza     de Villanueva, “una tarde del año     de 1880, vi colocar una tribuna portátil.     La gente empezó a reunirse alrededor     de la cátedra improvisada, y cuando     éramos cerca de ciento, subió a ella, impávido,     vestido con traje de verano, con     un rollo de papeles en la diestra, el gesto     epigramático en la comisura de los labios     y en el ojo ausente, Camilo Antonio     Echeverri, más viejo en apariencia que     en realidad. La disposición de espíritu     era regocijada en el auditorio. Tenía ya     el inagotable escritor fama de humorista     entre sus lectores, y empezaba a circular     entre los que no leían ni pensaban     por falta de tiempo y de otras cosas más     sustanciales, la especie de que Camilo     andaba un tanto descabalado espiritualmente.     ‘Todo hombre que no señala con     rigor en su vida las características de la     medianía, va adquiriendo reputación de     loco entre sus contemporáneos’.     
“Se hizo un gran silencio. La tarde     era plácida y la soledad de la despoblada     llanura, que se extendía hasta los     contrafuertes del cerro Pan de Azúcar,     aumentaba la impresión dominante de     taciturnidad. El silencio pesaba como     un remordimiento. Lo rompió el orador     para decir que iba a hablar de los seminarios,     y después de haber pintado     uno de ellos con los colores más siniestros,     explicó, en formas aparentemente     exculpatorias, que no se refería al     de Medellín sino al de Bogotá. Le agregó     nuevas sombras y detalles ominosos     al cuadro, agregando: ‘Pero mis oyentes     deben tener presente que esta desventurada     descripción se refiere solamente al     seminario de Bogotá, no al de Medellín;     el de Medellín es mucho peor’. Antes de     esta salida el auditorio había empezado     a dar muestras de impaciencia. La carcajada     con que algunos espíritus irreverentes     acompañaron la estrambótica     peroración, exacerbó el ánimo de la mayoría,     que allí empezó muy en breve a     tomar actitudes amenazantes. La conferencia     no llegó a su término”.     
Solitario y batallador. Y para darle     forma al panorama de su trasegar,     el foro, el periodismo y la bohemia no     eran precisamente actividades de muy     buen recibo en un pueblo de comerciantes     y beatos de misa y camándula.     Una permanente hostilidad que iba desde     el murmullo sordo hasta los amenazantes     anónimos, se levantaron contra     este radical que defendía asesinos confesos,     denigraba del papa y sus ministros     y despreciaba olímpicamente el     dinero y los negocios. 