Llegué a las ciudades hermanas de Bryan y College Station en el verano de 2009, después de haber manejado un camión rentado durante más de mil cien kilómetros. Había atravesado el Estado de Texas de occidente a oriente, en dirección contraria al recorrido del sol y siguiendo la trayectoria de las estrellas de la esfera celeste. Un recorrido retrógrado, desde el punto de vista astronómico. En realidad, mi vida en Bryan y College Station resultó ser un viaje por el sueño y la pesadilla americana.
Llegué a Bryan a cursar un doctorado en Hispanic Studies en la Universidad de Texas A&M. Aunque la universidad quedaba en College Station, un amigo me había dicho que era más barato vivir en Bryan. Después de todo, ambas ciudades estaban unidas hasta el punto de que no se podía distinguir dónde empezaba una y dónde terminaba la otra. Sin embargo, muy rápido me di cuenta de que vivía aislado del mundo universitario al que iba a pertenecer por cinco años. La vecindad de mi apartamento en el 725 de la calle Pepper Tree no lucía como ninguno de los barrios que rodeaban la universidad. Mi casa estaba en el gueto.
Yo era el único universitario en el barrio, en una de las zonas con mayor nivel educativo del país. De los poco más de 176 mil habitantes que suman entre Bryan y College Station, unos setenta mil, casi el cuarenta por ciento, son profesores o alumnos. College Station tiene cien mil personas, casi el ochenta por ciento de las cuales son blancas. Bryan, en cambio, tiene 76 mil personas, y menos del cincuenta por ciento de ellas son blancas. ¿Alguna relación entre el color de la piel y el acceso a la educación? A mi alrededor solo había gente educada por Telemundo, las versiones para negros gringos de Laura en América, Univisión Noticias y Fox News. A solo tres kilómetros estaba la promesa de la inclusión: una de las universidades más ricas del mundo, con un presupuesto anual ocho veces mayor que el de todo el departamento de Antioquia, diez premios Nobel en diferentes disciplinas, y el compromiso de formar líderes y científicos para hacer del mundo un lugar mejor. Sin embargo, mis vecinos habían sido engañados por ese mismo sistema educativo que en lugar de brindarles un lugar mejor los había llevado a una especie de destierro. No nos engañemos, la gente va a la universidad mucho más a perpetuar el orden del mundo que a cambiarlo. El éxito de una universidad se mide más por el número de gerentes que posesione en grandes compañías que por el número de transformadores que ponga en las calles. Ese gran símbolo del sueño americano que es Texas A&M estaba más cerca para un colombiano de clase media que para ellos que habían nacido y crecido a solo unos pasos.
Los bares, los restaurantes, los hoteles y las tiendas, desde luego, estaban principalmente en College Station, la zona universitaria. En el gueto no había nada más que una estación de gasolina con su respectivo minimarket, atendido por un hindú, y el bar The Cowboy. No tener un bar cerca es una de las principales tragedias para una persona como yo. Desde luego, The Cowboy no tenía nada que ver con los bares universitarios de la zona de Northgate, ni con los bares alternativos (y en últimas también universitarios) del centro de Bryan. Aquí no había nada de las rubias con pantalones cortos de jean, culo perfecto y botas tejanas. Nada de los rubiecitos con camisa a cuadros, cinturón con hebilla grande y botas de cuero; ni los yupis de bermuda, peinado de Ken y camiseta de Ralph Laurent. Los comensales del The Cowboy tenían el cuello quemado por el sol, las manos gruesas del trabajo en la construcción, la cara cansada por las tareas repetitivas de la manufactura y el olor agrio del sudor acumulado.
En ese barrio duré los dos primeros años de mi doctorado y, aunque la mayoría de mi vida social la hice con gente de la universidad, aún recuerdo algunos vecinos. Diagonal a mi apartamento vivía Jesús, un mexicano al que le calculo entre cuarenta y cincuenta años: bajito, moreno, bonachón. De mis vecinos de la época, Jesús fue con quien más compartí.
Por las tardes, cuando volvía de la universidad, lo encontraba sentado junto a la puerta de su casa con una Budweiser en la mano. “¿Guana guaiser, güero?”, me preguntó una tarde. “Claro que sí’’, le respondí de inmediato, “¿quién soy yo para decirle que no a una cerveza?”. Se sorprendió con mi respuesta pero me entregó una lata fría y empezamos a hablar. Al poco rato llegó un amigo suyo que desde la distancia le preguntó: “¿Y ese güero? No mames, a poco ya sabes hablar inglés, pinche Jesús”. “No mames cabrón que este ‘palillo’ habla español mejor que tú”, respondió Jesús. Palillo es como llaman los mexicanos en Texas a los blancos. Me llevó algún tiempo convencerlos de que no era gringo sino colombiano; por fin me relacionaron con el Pibe Valderrama, y desde entonces me llamaron Pibe.
Jesús había cruzado la frontera cerca a Río Grande (Texas) ocho años atrás. Su mujer y sus dos hijas aún vivían en Guanajuato y no las veía desde entonces. La mayor tenía doce años y la más pequeña nueve, aunque las fotografías que cargaba en su billetera debían estar desactualizadas. En una de nuestras primeras conversaciones le pregunté si hablaba por Skype con su familia y me dijo que no sabía qué era eso. Lo llevé a mi apartamento y le mostré. Le encantó. Días después le ayudé a cotizar un computador para él y uno para su esposa, mensualidad de internet, etc. Le pareció razonable y me pidió que lo acompañara el fin de semana a hacer la compra. “Tengo una plata ahorrada”, me aclaró.
Días después me dijo que no iba a comprar el computador porque había decidido irse a pasar navidad en México. Había ahorrado por seis años para poder ir y ese gasto lo haría posponer su viaje por un año más. Solo pagar un coyote que lo volviera a entrar al país le costaba cuarenta mil dólares, me explicó. Mientras las compañías estadounidenses que ofrecen servicios en México pueden cruzar la frontera sin problema, Jesús no puede hacer lo mismo para venir a ofrecer sus servicios aquí. Nada tiene de libre el tratado de comercio entre México y Estados Unidos para gente como Jesús.
En diciembre de 2010 se fue para México y nunca volvió. Quiero pensar que no pudo renunciar a su familia otra vez y decidió quedarse; y no que murió cruzando la frontera, como tantos mueren cada año, engañados por la política migratoria y las estructuras sociales.
No todos los excluidos eran mexicanos o negros. El asunto no se puede reducir a una simplificación racial. Mi vecino del lado izquierdo parecía un extra de American History X. Tenía una suástica tatuada en cada codo, otra más envuelta en unas enredaderas del lado izquierdo del pecho, y en la espalda tenía una cruz celta de la cual salían alas. Con frecuencia me decía que yo era el único vecino con el que podía hablar porque todos los demás eran negros y latinos. “Yo también soy latino”, le dije varias veces y siempre me respondió: “No es lo mismo”. Jake no trabajaba, o, como él decía, estaba “between jobs”. Tampoco salía mucho de su casa, excepto para fumar recostado en el lindel de la puerta. En realidad sospecho que había salido de la cárcel y que probablemente había pertenecido a Aryan Brotherhood, la organización criminal más grande de los Estados Unidos, construida alrededor de un discurso cristiano de supremacía racial y mierdas por el estilo.
Nunca disfruté hablar con él como sí lo hacía con Jesús, pero a veces cuando regresaba a casa era inevitable cruzármelo mientras esperaba que la vida se le consumiera fumando. Empecé a evitarlo, no tanto porque fuera un neo nazi sino porque en realidad Jake era un tipo aburrido. Solo hablaba sobre carros, tema del que yo no sé nada. Cuando me veía venir empezaba a arengar sobre marcas y precios y velocidades y millas y modelos y qué sé yo qué más. Todo muy repetitivo. Al principio me gustaba confrontarlo sobre lo ridículas que son las teorías de supremacía racial, a lo que me respondía que él respetaba a todo el mundo, a todas las razas, pero creía que no se debían mezclar. Si lo seguía presionando llegaba un momento en el cual se veía sin argumentos y decía: “You’re probably right, man. I don’t know”, y volvía al tema de los carros. Para haber sido un delincuente Jake tenía muy pocas experiencias qué contar. Las pocas que me narró tenían que ver con carros y pantano y llantas grandes. Nada memorable. Una vez le pregunté si pertenecía a una secta de supremacía racial y me respondió que hacía tiempo había conocido a esa gente, pero que ya no se relacionaba con ellos. Poco tiempo después desapareció y el apartamento permaneció vacío unos meses.
En el verano de 2011 dejé el barrio y me mudé más cerca del sueño americano, a unas pocas cuadras de Northgate. Desde mi nueva casa podía ver la M de McDonald’s iluminando el cielo nocturno.