Número 59, septiembre 2014
Desde el aeropuerto y desde el hospital, desde Monrovia y desde Kenema.
La noticia la traen los murciélagos, dicen las malas lenguas;
los guantes verdes y las batas naranja los esconden fantasmas.
Hasta ahora es tema de National Geographic.
Dos colombianos cuentan sus historias con mascarilla.

Monrovia
Pablo Sanabria. Fotografías por el autor.

 
 

A mediados de agosto pasado cumplí dieciséis meses viviendo en Monrovia, Liberia, y cerca de cuatro años en África Occidental, foco de la actual epidemia del virus del ébola que implica riesgos globales según la ONU.

África tiene un encanto cultural que esta alojado en nuestro ADN. Hay comportamientos y elementos que nos hacen sentir “como en casa”; es cuestión de darnos un poco de tiempo para indagar en sus costumbres.

Cuando recién llegué a vivir a Monrovia, en abril de 2013, luego de pasar los dos últimos años en Accra, Ghana, sentí el cambio de inmediato. Liberia es un país con un violento pasado y una inestabilidad política que se respira en el ambiente. Características que marcan el comportamiento de los liberianos en su cotidianidad y, sobre todo, en el momento de las dificultades. Liberia fue un punto de referencia para la región y un destino de lujo en la década de los setenta, producto del flujo de efectivo del petróleo libio y de la “generosidad” de Gadafi, quien construyó allí un hotel cinco estrellas para su descanso.

Monrovia es una ciudad alegre para los locales y monótona para el extranjero promedio. Los planes se limitan a los mismos doce restaurantes donde se ven las mismas caras de los mismos expatriados, la mayoría en misión de la ONU o trabajando en la reconstrucción del país de la mano de alguna ONG. La reconstrucción avanza a un ritmo muy lento, con poca iniciativa de parte de los locales a los que parece les hiciera falta un poco de colonialismo europeo como impulso. Vivir en Liberia es costoso y retador. Las primeras sugerencias son suficientes para hacerse una idea: si se enferma no vaya a hospitales o clínicas locales; lo recomendable es salir del país. Si necesita electricidad debe trastear generadores a gasolina todo el tiempo (de acuerdo a su capacidad adquisitiva y a sus necesidades particulares). Si necesita agua debe taladrar la tierra diez o doce metros para acceder a las fuentes subterráneas del líquido y extraerla con bombas manuales o eléctricas (si tiene generador). En definitiva, Liberia no tiene la infraestructura para satisfacer las necesidades básicas de su población.

La epidemia del ébola comenzó en diciembre de 2013 en Guinea, en una zona fronteriza con Sierra Leona y Liberia. Para marzo de 2014, la información llegaba en forma lenta y con una generalidad tan esperanzadora que no hacía prever nunca que las cosas llegarían hasta el punto actual. Existen cuatro factores determinantes para lo que está pasando hoy y que comparten los otros dos países más afectados por la epidemia.

El primer factor es cultural. Costumbres como la velación de cuerpos en las casas con rituales que implican contacto físico con los cadáveres en la etapa más crítica de contagio del virus; la práctica de medicina tradicional en la que chamanes y curanderos suplen la falta de infraestructura hospitalaria, lo que no ayuda a contrarrestar el problema sino al aumento de riesgos de contagio por contacto; y el consumo de “carne de arbusto” (bushmeat) que se vende indiscriminadamente en la calle en horas de la tarde junto al pescado del día. En particular, en esta práctica de consumo tengo que admitir que vi a los mercaderes agarrando por la cola a unos animales que en mi vida había visto y que aparentaban ser una nueva raza de armadillos emparentados con ratas, junto babillas, micos y otros cuantos más dentro de los que se incluyen murciélagos frutales que, aparentemente, son los huéspedes del ébola. Para adquirir “carne de arbusto” basta con parquear al lado de la estación de gasolina donde diariamente se realiza la venta y esperar a que los jóvenes cazadores se acerquen al vidrio del carro, convirtiéndolo en una improvisada vitrina de carnicería. Los animales se compran completos, vivos o muertos, y el precio es tasado por la negociación entre oferente e interesado. Por salubridad nunca participé en la comercialización de este intrigante ingrediente, pero sé que el precio oscilaba entre diez y treinta dólares de acuerdo al animal, a su tamaño y al carro que usted maneje.

El segundo factor es la ignorancia. Hasta hace tres meses el liberiano promedio no sabía qué era ébola ni cómo se transmitía ni cuáles eran los síntomas. Una vez iniciaron las campañas de educación con líderes comunitarios, la gente sintió pánico de ir a los centros médicos cuando se presentaban los síntomas porque sabían que la muerte podía ser inminente. Surgieron manifestaciones que acusaban al gobierno de inventar la epidemia con el fin de obtener ayuda internacional que iría a parar a las cuentas personales de los funcionarios. La huida de pacientes de las zonas de observación por ignorancia de su condición y de la amenaza potencial que representaban, tampoco ayudó a contener el virus.

El tercer factor es la indiferencia local y mundial. El mundo no volteó a mirar a África Occidental hasta finales de julio, cuando dos doctores voluntarios de nacionalidad estadounidense resultaron infectados con el virus. La numerosa misión de la ONU que asiste a Liberia está conformada por fuerzas especializadas en postconflicto. Nadie se preocupó por fortalecer la misión con personal adecuado para enfrentar la situación.

El último factor es la falta de infraestructura y medios. Liberia, antes de la epidemia, contaba con un cuerpo de cincuenta médicos, un hospital público y cuatro o cinco clínicas privadas para atender algo más de cuatro millones de habitantes. A principios de julio, el hospital y las clínicas cerraron sus puertas debido al sobrecupo y al ausentismo del personal médico que tenía miedo de atender a sus pacientes por la falta de equipo básico como guantes desechables para el trato de personas enfermas.

Desde las últimas semanas de julio hasta el día en que salí de Liberia, viví todo un proceso de deterioro de la situación. Se declaró el “estado de emergencia” que involucró el cierre de todos los pasos fronterizos oficiales y el aislamiento militar de comunidades enteras con el fin de detener el fenómeno. Antes de viajar se inició el toque de queda en Monrovia de 9:00 p.m. a 6:00 a.m., luego fue extendido a nivel nacional. Solo durante la guerra civil el aeropuerto estuvo tan lleno como en las últimas semanas en que estuve en mi lugar de trabajo. Luego del incidente de Patrick Sawyer, el pasajero que salió de Liberia hacia Lagos, Nigeria, y que murió infectado, el aeropuerto puso en marcha un estricto plan de control de temperatura corporal para pasajeros y empleados. El ambiente era similar al de películas como Soy Leyenda, pero multiplicado por mil. Personas uniformadas con batas blancas, guantes desechables, tapabocas y termómetros en mano medían la temperatura corporal de todo aquel que ingresara al aeropuerto, mientras dos ambulancias parqueadas a la entrada del terminal esperaban al primer paciente con una temperatura superior a los 37,5 grados para ser valorado y probablemente aislado, así su fiebre fuera ocasionada por una gripa o por la malaria que azota a estos países tropicales. Acercarse a conversar con un pasajero podía implicar riesgos desconocidos. El contacto cercano obligaba una distancia prudente en la que ningún fluido corporal pudiera tener contacto con nuestra piel. Esto aumentaba la tensión invisible de quién quisieUCra cambiar de lugar y de rol: “Cuando seré yo el que esté del otro lado del mostrador chequeando mis maletas con destino a cualquier lugar que me haga sentir más seguro y tranquilo”, pensaba con frecuencia.

Ver y vivir este proceso de evacuación es triste. Es vivir en carne propia las escenas donde el ambiente se enrarece por la angustia de locales y extranjeros de ponerse a salvo lo mas pronto posible dejando atrás, a miles de millas, a familias, amigos y compañeros de trabajo. Es ver desmoronarse a un país. Las calles de Monrovia en los últimos días aparentaban una ficción donde nada estaba pasando y a veces llegué a pensar que estaba en otro sitio, donde lo que se veía por los canales de televisión era producto del amarillismo periodístico. Pero no, la muerte de una persona cercana fue el campanazo para evacuar Liberia dejando a gente que aprecio y que me recibió con el buen corazón africano que los identifica. En el último reporte que leí sobre la situación se hablaba de más de tres mil casos y más de 600 muertes asociadas con el virus solo en Liberia, sin contar con otros cientos que están muriendo por otras enfermedades pero no tienen ningún tipo de atención médica oportuna. La situación se acerca cada día más a la cifra de veinte mil casos sugerida por la OMS. Cada día muere más gente y se contagian otros cuantos. Regresar a la normalidad va a tomar entre nueve meses y un año.

Triste panorama para un país en el que la tasa de desempleo era del 85 por ciento antes de la epidemia. Sin embargo, lo más complicado de la situación no es solo la dificultad de retomar el control, es saber que durante mi viaje por Estados Unidos, para llegar a Colombia, no hubo ningún tipo de control de organismos de salud que monitorearan la migración de personas provenientes de países afectados. La ventana aún está abierta.UC

 

 

Pablo Sanabria

Pablo Sanabria

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