En marzo de 1996 una granizada destechó el galpón de exposiciones y la IV Feria del Libro de Medellín terminó arrugada. Los libreros, que lloraban antes de la única oportunidad, declararon la ruina absoluta y reclamaron los seguros. Llovieron los chistes sobre el carácter comercial de los antioqueños y su saña contra esa perdedera de tiempo. Las modelos le dieron la estocada final al asunto. La feria del libro se convirtió en “las ferias populares del libro”: caspetes esporádicos en los parques de siempre. Los libros pueden compartir los riesgos climáticos de la agricultura.
Por eso la feria del libro, un poco acomplejada y diciéndose fiesta, se mudó al Jardín Botánico, en busca de mejor clima y un norte. Se aburrieron de los aguaceros de marzo y se pasaron a las tempestades de septiembre. El Jardín Botánico se convirtió en escenario de matrimonios y follaje de ferias selectas. Y se llevaron la nueva feria, la tal fiesta, hasta lo que se conocía como baños El Edén. A La curva del Bosque. Van ocho versiones y la Fiesta del Libro ha crecido hasta la U. de A., el Parque Explora, El Planetario y la carrera Carabobo. Y todavía se queda chiquita. En la tal fiesta hay concierto en las noches y en las puertas nadie pregunta nada. Sí es fiesta. Un anuncio con sorpresas donde no te piden ni una firma ni te requisan y ni hay torniquetes.
Llovió, pero hablaron bien libreros, editores, visitantes, escritores, cocineros, estudiantes… Hace seis años los vendedores dijeron que el setenta por ciento de los compradores eran mayores de treinta años, ahora dicen que el setenta por ciento son menores de treinta. Entre los bachilleres la Fiesta del Libro fue parche, con diez mil pesos conseguían dos libros buenos. Estuvo bien escoger la lógica de los lectores, así fuera por obligación. Durante diez días los foráneos, de cerca y de lejos, repitieron que solo llegar y entrar a los galpones en sus ferias valía al menos veinte mil pesos. Y la gaseosa dos mil. Fue posible en Medellín donde se buscó amainar ese aguacero.
La crisis de la lectura es un tema que se repite más de la cuenta. Se citan las pruebas que responden los bachilleres y la plaga de los videojuegos, se invoca el papel y se machacan los escritores muertos como remedio. En el salón de una sobrina de quince años hay facciones enemigas entre las que leen a unos u otros vampiros. Lecturas mensuales de cuatrocientas páginas que hacen avergonzar a sus padres profesores. En Universo Centro recibimos reclamos y elogios de profesores de colegio cada mes, nos preguntan los bibliotecólogos, nos piden tres ejemplares los cuidadores de carros, nos reciclan los chatarreros y nos rapan los regaladores ambulantes.
La lectura no es un club de salvación, pero a quienes nos dedicamos a la mecanografía y otras artes nos alegra que no solo las letras de la nevera tengan imán. Desde que los alumnos vayan de civil es porque las cosas están mejor para quienes echamos el cuento. Necesitamos otro tipo de desfiles. Con mentiras distintas, con otras tijeras, con un poco de desconfianza.
Fue raro ver a los libreros risueños. Son raros los libreros. Y parece que quienes compran un libro y aspiran a terminarlo son legión. La Fiesta del Libro deja un sabor distinto en el norte, que siga lloviendo sobre mojado.