Asediada por egipcios
Melissa Henao. Fotografías por la autora
Egipto es el país árabe más poblado. Con más de 84 millones de habitantes, su territorio se extiende desde África hasta Asia. Alejandría es la segunda ciudad más importante de Egipto, después de El Cairo, y allí fui a dar, a la mismísima ciudad fundada por Alejandro Magno. Inicié este viaje por un proyecto social que me proveía el hospedaje y otros gastos básicos.
Cuando llegué encontré que muchas mujeres cubrían cuidadosamente su cabello y su cuello. Algunas tenían sus ojos encerrados en velos negros y me llegué a espantar frente a esas ninjas perfectas, fantasmas entre las multitudes. Nunca me atreví a dirigirles una sola palabra. Son intimidantes. Sientes que no debes ni mencionarlas; es como si te rechazaran. Al cabo del tiempo encuentras que son solo tímidas y que su mala cara es un simple mecanismo de defensa.
Como turista es imposible caminar por los mercados y por las calles sin atraer la atención de todos los hombres. Entre su mirada y sus palabras, en un árabe vulgar, puedes sentir sus reveladas intenciones. Llega a ser realmente molesto convertirse en el centro de atención por algo tan natural en Occidente como lucir tu cabello y cuello libremente. Es tal la tensión que lo mejor es desandar tus pasos y volver a un lugar seguro.
En una ocasión caminaba por un pasaje peatonal con dos amigas mexicanas. Nos vestimos como nos recomendaron: camisa manga larga y pantalones que no dejaran piel descubierta. Queríamos caminar por la calle de Alejandría y tomar algunas fotos. Eran las tres de la tarde y había mucha gente en el pasaje. Todo iba muy bien hasta que un grupo de hombres jóvenes comenzó a seguirnos. Nos hablaban en árabe y nosotras no entendíamos absolutamente nada. Seguimos caminando afanadas, tratando de avanzar entre la gente, intentando mantener la cortesía. Imaginamos que querían tomarse una foto con nosotras, hablar, invitarnos a un té, pero nos negamos como pudimos. Entonces, uno de ellos estiró la mano y apretó la nalga de una de mis amigas. Nuestra reacción fue afanar aún más el paso, pero el hombre continuó su asedio y comenzamos a correr. Menos mal íbamos juntas, el pasaje estaba atestado de gente y reaccionamos rápido. Si vas sola, en una calle desierta, el acoso puede ir más allá que una tocadita de nalga.
Sin embargo, cuando preguntas más a fondo, puedes comprender el desespero y la ansiedad de estos hombres. Por costumbres religiosas y culturales, un hombre no puede abrazar, tocar y menos besar a una mujer antes del matrimonio. Ahora, para casarse, los hombres tienen que acumular el suficiente dinero para pagar el apartamento, la mitad de los muebles y conseguir un saldo extra, contante y sonante, para el padre de la novia. Según me explicaron es dinero para ella misma por si surgen emergencias, una especie de seguro.
El tema no se queda allí. En Egipto no es nada fácil trabajar y ganar dinero. Luego de la revolución el país quedó hundido en el caos económico y las cifras de desempleo se dispararon. Por lo general un hombre de treinta años, de clase media baja, es desempleado y virgen.
El remilgo cultural y religioso impide los besos y otros acercamientos más intensos entre solteros. Para casarse hay que tener dinero y trabajo. Pero trabajo no hay. Ni novia, ni besos, ni sexo ¡Los hombres están desesperados! A la calentura del desierto se suma la producción imparable de semilla masculina y la fiebre de las noches en soledad. De manera que cuando salen a dar un paseo por los mercados y calles padecen del celo más intenso. A sus ojos, la menor insinuación femenina tiene un aire provocador y excesivo. La obligación entre las mujeres de ir tapadas hasta las uñas de las manos, adquiere todo el sentido.
Por otro lado te encuentras con los hombres adinerados, o al menos con trabajo y algo de efectivo, que sí han podido follar. Ellos te ven como un polvo fácil porque eres latina. La “superstición” de los egipcios dice que las latinas y las rusas son las más alebrestadas. Estos hombres te complacen en lo que quieras, si les das la oportunidad. Te compran vestidos y accesorios entre otras cosas. Pero cuando les preguntas con quién se van a casar, contestan muy seguros que con una mujer musulmana, bien cubierta de pies a cabeza, ya que son puras y mejores para formar una familia.
Un egipcio me clasificó las mujeres en tres clases: las dogmáticas, las religiosas más abiertas y las que, en un auge de la cultura europea, son realmente abiertas y pueden tener relaciones sin estar casadas. Las dogmáticas son las que se tapan todo y siguen al pie de la letra los dictámenes culturales. Estas son una minoría y son perfectas para el matrimonio porque sus esposos se aseguran de que ningún otro hombre las va a mirar, ni les va a hablar, serán suyas y de nadie más. Las de la segunda clase pueden tener amigos, salir con ellos y entablar una conversación, pueden divertirse, ir a cafés y vivir un poco más. Estas son la gran mayoría y pueden llevar o no el velo. Las terceras son muy escasas y definitivamente no usan velo. Con ellas está descartado el matrimonio.
Las mujeres por su parte piensan mal de todos. Saben que solo las quieren llevar a la cama. Por eso no les importa quedarse solteras hasta encontrar uno que las convenza del todo. En el tiempo que llevo en Egipto solo he conocido una mujer que con valentía se divorció de su esposo por “asshole”. Esto fue lo único que quiso mencionar. Traté de saber la causa del divorcio pero con amabilidad cambió el tema preguntándome sobre la vida en mi país.
Quisiera quedarme y vivir en Egipto por un tiempo, pues aparte de este acoso masculino la gente es amigable y tiene un grato espíritu comunitario.
Dirán que lo mismo pasa en nuestro país, pues cuando una mujer pasa por un edificio en construcción o un montallantas algunos hombres chiflan y te dicen lo rica que estás, y entre cumplidos de calle hasta que te pagarían pieza. Pero todo termina en el comentario. Aquí no. En Alejandría te persiguen en carro, moto o bicicleta, no importa si el hombre es rico o pobre, todos quieren contigo. Hasta las más cubiertas son asechadas. Una mujer sola en la calle es un verdadero riesgo. Si así sucede en el día, con calles congestionadas, imagínense lo que puede llegar a pasar en la noche. Es mejor encerrarse desde temprano… y mirar por las ventanas.